El blues del autobús

¿Cómo comportarse en medio de una crisis? A la vista está que la respuesta nunca es fácil ni mucho menos sencilla. Pero quizás si reducimos la escala a una pequeña crisis de la vida cotidiana nos resulte algo más fácil entender por qué en ocasiones la opción más deseable puede ser la menos eficaz o la más alejada de la realidad. Una pequeña reflexión sobre equilibrio, caídas, cohesión social y… lo que el lector considere.

Cuando Lord Acton acuñó su célebre sentencia (“el poder tiende a corromperse y el poder absoluto se corrompe absolutamente”), allá por 1887, no solo estaba resumiendo ejemplarmente cualquier movimiento político o económico de los siglos pasados y las décadas por venir; ni tampoco vaticinando lo que sería el lema de los porteros de discotecas y otros cancerberos con gorra de plato. Estaba simplemente trasladando al plano social la primera ley de Newton, la ley de la inercia, esa que dice que todo tiende a mantenerse estático o moviéndose en la misma dirección hasta que algo o bien lo impulsa o bien lo detiene o desvía.

De este modo, venía a decir, sin que el propio Lord pudiera todavía usar esas palabras, que somos antes hijos del Big Bang que de Adán, que somos antes física que química, más obedientes a la fuerza de la gravedad que a la neurosis. Y que así seguiremos, mal que nos pese, porque Newton, recordemos, emitía sus leyes a hombros de gigantes, y eso nunca se puede tomar a la ligera.

Es lo que tienen las revoluciones que en el mundo han sido; que han provocado un cambio de marcha tan brusco que los ocupantes del vehículo han reaccionado de manera muy dispar. Pensemos en un autobús en el que hay ocupantes sentados, otros de pie, aferrados a la barra, otros bien plantados sobre sus pies, y otros que se mantienen estables mientras el autobús circula a una velocidad “de crucero”, es decir constante y regular.

De pronto, el autobús hace uno de esos parones seguido de acelerón que muchos hemos experimentado en primera persona, cuando la caja de cambios rasca y el motor muge. Los pasajeros sentados se inclinarán bruscamente, primero hacia delante, luego hacia atrás, pero seguirán en el mismo sitio. Los que iban de pie y afirmados tanto sobre sus pies como con su brazo, notarán el tirón con fuerza en este, y también que la mitad de su cuerpo se flexiona y endereza para compensar el vaivén. Los que no estaban bien plantados se verán desplazados en una carrerita ridícula hasta alcanzar el primer asidero que tengan a mano, al que se agarrarán con fuerza, sin importarles si le atenazan la mano a otro pasajero o si son ellos los que sufren algún manotazo. Por último, algunos llegarán a trastabillar e incluso caer al suelo, con mejor o peor pronóstico según la edad y el reumatismo de cada uno.

Hasta ahí, la física, es decir, el principio de acción y reacción de los cuerpos. Dos segundos después, entra en juego la neuroquímica, es decir el principio de acción y reacción de las almas. De entre los sentados nace un murmullo de imprecaciones que se disimula con el ruido del motor; las quejas de los “agarrados” son algo más notorias, pero breves, entretenidas como están las mentes en conseguir que sus anclajes no se suelten; y finalmente los “derrumbados” emiten quejas y gritos, y algunos llantos y amenazas al conductor también.

O lo que es lo mismo, la revolución en el carril bus, que no solo se limita a un vehículo. En otros que circularan muy pegados al anterior es muy probable que se haya replicado el efecto, aunque seguramente atenuado cuanto mayor fuera la distancia con el primer autobús.

En pleno frenazo y acelerón del autobús digitalizador, los ocupantes -individuos, empresas, sectores sociales, países…- revelan la solidez o la inestabilidad de sus fundamentos. Las quejas más sonoras llegan, seguramente, de quienes estaban peor plantados. Tampoco a estos se les puede achacar toda la responsabilidad; posiblemente muchos se habrán subido cuando todos los asientos estaban ya ocupados y tal vez prefirieron no juntarse demasiado con quienes estaban ya agarrados a la barra. Sin embargo, en general, los que viajaban sin asirse a ningún punto de apoyo, algunos incluso distraídamente, mirando el móvil o de espaldas al sentido de la marcha, habrán pecado de una confianza excesiva -que en la caída se revelará como imprudencia- en el conductor, en el tráfico y en sus propias fuerzas o habilidades para mantener el equilibrio.

A qué las quejas, pensarán los que ya estaban aposentados en su silla, o los que han sacrificado una de sus manos en previsión de momentos y movimientos más bruscos. Si hubieran sido algo más previsores no se habrían caído. Si hubieran visto que el autobús ya estaba ocupado y no quedaban sitios seguros, por qué no han esperado al siguiente. Es fácil decirlo a posteriori, pero la verdad es que esas reflexiones llegan -si es que llegan- cuando ya estamos subidos al autobús y en marcha.

¿Se pueden evitar las caídas, las quejas, las comparaciones, las amenazas y las burlas? Es posible. Una forma de hacerlo es llenando el autobús de gente hasta los topes, hasta que no quepa un alfiler. De este modo, la física nos vuelve a ayudar. Cuando, como sardinas enlatadas, reaccionamos al frenazo y al brusco arranque como un solo cuerpo, cuando todos los demás impiden que nos caigamos y nosotros, a nuestra vez, servimos de soporte atenuante al movimiento de los demás. Es entonces cuando el impacto se distribuye entre todos los elementos por igual, cuando nos miramos los unos a los otros y sonreímos pensando “caray, vaya viajecito”, pero con la tranquilidad de que no nos veremos -ni nosotros ni nuestros acompañantes ocasionales- rodando por el suelo del autobús a las primeras de cambio.

Es una solución válida para esos parones y acelerones que podríamos llamar corrientes, los que cabe esperar en un trayecto con el suficiente recorrido. Pero si en vez de un frenazo incómodo lo que sucede es una parada en seco provocada por un choque o un accidente, entonces esa masa casi compacta se vuelve en nuestra contra, causando el aplastamiento por los extremos. Lo que parecía una buena estrategia de protección se convierte en un remedio peor que el mal que se quería evitar.

Cabría otra respuesta (más de una, seguramente); la de pensar que el carril por el que avanzamos en realidad solo es uno de los caminos posibles por los que avanzar, pero no el único; la de saltarse la divisoria y trazar un camino diferente, sin hacer caso del dibujo señalizado en el asfalto. Hace falta un conductor sagaz, eso sí, que sea capaz de manejarse en un entorno abierto, con una mirada más amplia que la que le servía en su recorrido encarrilado. Seguramente es una decisión que el conductor por sí solo no se atreva a tomar, pero quizás lo haga si cuenta con la colaboración de los pasajeros que, al fin y al cabo, son -somos- los primeros interesados en seguir nuestro viaje sin arriesgar nuestro pellejo.

En todo caso, lo que no muestra tener demasiado sentido es pensar que pueda llegar a haber tantos autobuses como para que todo el mundo encuentre un sitio en el que sentarse. A la vista está que hay demasiada gente esperando en la calle.

(artículo publicado originalmente en LinkedIn el 01.10.2020)

(foto: ina carolino on unsplash)

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