Des.pa.cita

Era de esperar, la nuestra es una especie que tiende a lo tumoral, y cuando ocupamos un espacio lo hacemos de manera invasiva, abrasiva, quemando tierra como si no hubiera un mañana. Así que cuando un imprudente -aunque bien intencionado- ser humano decidió publicar en su perfil social una cita célebre con la que se sentía especialmente identificado, no reparó en que acababa de disparar una bengala en medio de un circo glacial. Instantes después, el alud era ya imparable.

Uno de los factores más llamativos de la revolución digital ha sido la capacidad para transformarnos a todos en sujetos mediáticos, ya no sólo mediatizados. Eso que creíamos que sólo les ocurría a una raza rara, como son los californianos, lo de estar siempre dispuestos a aparecer en el centro del objetivo de una cámara, hemos descubierto para nuestra sorpresa que se ha convertido en la adicción del milenio. La pregunta que nos multiplicamos desde que suena el despertador es “¿cuántos me gusta?”. No es un castellano de gran corrección gramatical, pero sí conciso y directo sobre lo que más nos interesa. El desasosiego con el que publicamos nuestras fotos, frases, opiniones, muestra una vez más la ambivalencia con la que vivimos el entorno digital. Por un lado somos conscientes de la trivialidad y volatilidad de nuestras publicaciones, pero por otro, hemos aprendido que todo lo que se vuelca en Internet puede reflotar en algún momento (si hacemos caso a Murphy, en el menos conveniente), así que le damos muchas vueltas a aquello que va a pasar a formar parte de eso que, para más recelo, se ha bautizado como huella digital.

Como avezados pulgarcitos nos empeñamos en dejar huellas consistentes y no meras migas de pan. Ya que nos van a poder seguir la pista mejor que demos buena imagen. De ahí a tratar de imitar a los profesionales de los medios y competir por las audiencias hay sólo un paso. Sólo que nosotros no contamos con los recursos que cuentan ellos. No tenemos guionistas ni maquilladores ni directores de foto, así que echamos mano de aquello que nos pueda dar seguridad pese a nuestro amateurismo. De este modo, las más de las veces lo único que nos hace estar seguros de que lo que publicamos es válido es la réplica de lo que ya vimos antes. La Red es un reflejo de una sociedad educada no para la creatividad sino para la imitación. Imitamos encuadres y contenidos de fotos, repetimos chistes y comentarios, propagamos (viralizamos, se dice) ideas que fueron únicas en su día pero que clonamos una y otra vez, creyéndonos coautores donde sólo hacemos de eco (¿ecoautores?). Entre todos esos recursos que nos facilita Internet para expresar nuestras muy idénticas identidades, uno de los más queridos es el de las citas célebres, toda una garantía de poder opinar sin temor a recibir pullas. Porque, quién va a criticar a un Einstein, un Chaplin o un Churchill. Incluso los más atrevidos e inconformistas pueden recurrir a un Bukowski o a un Lennon o, claro, a Chomsky. Pero hay más, miles más, qué tal una Virginia Woolf o, por qué no, citas de Twain, Woody Allen, no nos olvidemos de Oscar Wilde, de Anais Nin, Ralph Waldo Emerson, un autor que es impresionantemente célebre por sus citas y no por sus obras, y así…

Lo de citar es una herencia académica que tuvo sus buenos motivos allá por los siglos predigitales. Solía derivarse de la lectura de alguna obra de referencia para la hipótesis o el estudio que se presentaba como nuevo. La búsqueda de padrinos entre lo más florido del mausoleo era un requisito casi imprescindible para que los jueces de los futuros académicos confiaran en su buen criterio. Qué menos se podía pedir que el haber cumplido con las lecturas de rigor. Con el correr del tiempo las citas terminan por pervertirse y convertirse en una especie de refranero de elite, por oposición al popular, pero con similar intención. Así, terminamos por igualar el “a caballo regalado no le mires el diente” con el “si lloras por no ver el sol las lágrimas te impedirán ver las estrellas”. Mientras que los refranes escondían lecciones prácticas de la gramática parda, las citas, en cambio, han ascendido al parnaso de la inspiración motivadora, vital.

Sospecho que fue al llegar la blogosfera cuando los caminos de citadores y citados se terminaron cruzando. Un blog que se tomara en serio a sí mismo no podía encabezar sus publicaciones sin una cita ilustre. Ya eliminada la premisa de tener que leer las obras del autor citado, y pudiendo conformarnos con el enunciado de la frase sin más, era sólo cuestión de tiempo que aparecieran los catálogos online de citas por autor y temática. Fuera uno a tratar del paso del tiempo, de los beneficios de viajar, de la creación artística, de la guerra, o del amor también, basta ya con teclear las etiquetas correspondientes y la Red nos devuelve un listado universal del que sólo nos quedará elegir el más apropiado a ese perfil que vamos trazando ante el mundo. Al igual que con los refranes, cada cita puede ser respondida con una cita en el sentido contrario, y así ad nauseam.

Toda vez que en el pasado no teníamos los mismos problemas que afligen al humano contemporáneo algunas sentencias tendían a no cumplir las expectativas y peripecias del bloguero o microbloguero actual. Por suerte (¿¿??) el auge de los libros de autoayuda (paradójicamente, los encontraremos en la estantería de «no ficción») sirvió para que ascendieran rápidamente por el escalafón de citables numerosos gurús cuyas obras parecían estar compuestas cita a cita, golpe a golpe. Más madera, es la guerra, que dirían los Hermanos Marx (otros imprescindibles de las “casas de citas”), llegamos al culmen de la impostura en el momento en el que nos presentamos como co-autores de la cita publicada. No es que lo hagamos nosotros (algunos sí, pero no quiero señalar tan abajo), sino que tímidamente permitimos que otros nos consideren así. De este modo, durante el breve lapso de atención que despierta nuestra intervención, en ese momento, los aplausos a la frase escogida de Luther King o de Mae West no los reciben ellos sino nosotros. Lo más curioso es que todos hemos visto responder con una especie de pudor a esas alabanzas a nuestra cita, como haciendo ver que en cierta medida sí que nos creemos acreedores de algún mérito por nuestra elección. Todo lo cual me parece enternecedor, sinceramente. Detrás de este ejercicio de aparente desvergüenza se esconde el simple y puro miedo, el temor a no estar a la altura de la imagen que queremos tener y ofrecer de nosotros mismos. Eso que las costumbres digitales nos han provocado a las criaturas analógicas, que crecimos con la idea de que la imagen pública había que cuidarla. Sobre esa mentalidad se ha construido todo un síndrome de la clase internauta, del que las citas son sólo uno de los síntomas más evidentes.

Con todo y con eso, lo anterior no deja de ser una reflexión previa a lo que sí que me parece algo más preocupante, menos amable, que es cuando la cita se traslada a la comunicación de marca, corporativa o empresarial, a la presión publicitaria a menor o mayor escala. Hace poco he vivido la experiencia en mis carnes y seguramente toda esta larga premisa no es más que mi reacción a esa vivencia.

Me llaman para “ilustrar” las oficinas de una multinacional de renombre. El trabajo de los decoradores (mobiliario, enmoquetado, pintura…) ha finalizado y ahora toca “personalizar” las instalaciones para que la gente que trabaja en ellas sienta que han sido pensadas para ellos. Entre las indicaciones recibidas hay una que me llama poderosamente la atención, y es la petición de que esparzamos aquí y allá, por paredes y esquinas, citas motivadoras para los empleados. Lo de motivador es ambiguo, lo sé, pero también sé que cualquier que me lea me entenderá. Las frases favoritas de los gerentes, y aparentemente de los departamentos de recursos humanos (dicho sea de paso, uno de los términos más perversos que se hayan inventado, “recurso humano”) son, por un lado, aquellas en las que grandes líderes del mundo dan la clave para alcanzar tal liderazgo, y por otro, las bienhumoradas que resaltan los sentimientos más positivos del arco iris. Me pregunto quién es capaz de creer que el trabajador que asiste día tras día a su puesto recurre a esa ayuda grandiosa cuando el ánimo flaquea. Quién se repite la famosa frase de tal o cual empresario exitoso cuando el día se tuerce, los proyectos se atascan y las ganas de mandar el mundo a la mierda se adueñan del ambiente. Aquí me surge el acordarme de la macabra misión de la música clásica en los campos de concentración y exterminio.

Creo que el efecto es cuando menos contraproducente, y me permito aquí una cita cervantina: toda comparación es odiosa. Así que, a qué insistir en restregar por la cara de nuestros compañeros galeotes las virtudes de quienes consiguieron superar todas las dificultades. ¿Qué tipo de empatía es ésa? ¿Alguien ha tenido la «suerte» de convivir con un hermano/a o unos padres exitosos? ¿Acaso le sentaba bien que le recordaran que a su edad otros miembros de su familia ya habían resuelto problemas mucho más complicados o habían superado desafíos más exigentes? ¿Fue motivador? Dudo mucho que en cualquier manual de psicología escolar se anime a los profesores a seguir haciendo como aquellos malos maestros de antaño que agravaban la frustración de algún alumno exponiendo sus faltas al lado de las virtudes del mejor de la clase. Sin embargo, las empresas más “simpáticas” apenas dudan en poner de ejemplo a quienes es muy difícil que lleguemos a emular, en gran medida porque en muchas de ellas (dime de lo que presumes) se sigue machacando la cabeza del clavo que se arriesga a sobresalir.

La otra rama de citas, la de los consejos buenistas, confío (y es un deseo mezquino, lo sé) en que tenga los días contados. Al igual que ya nadie imprime los diez mandamientos mosaicos por las paredes, los consejos de coelhos y señores wonderful terminarán por hastiarnos a fuerza de repetirse por láminas de ikea, tazas de café, camisetas, portadas de cuaderno y, por supuesto, nuestras propias publicaciones digitales. Si algo hay que agradecer a estos tiempos en los que la velocidad de consumo es hipersónica es que las grandes frases de ayer apenas sirven para envolver una espina del pescado del día siguiente, frase que como el lector avispado intuye, no es más que la adaptación de una celebre cita.

Para los curiosos, aclararé que resolví el encargo tratando de que las frases solicitadas fueran, al menos, poco humillantes, que no marcaran senderos gloriosos a seguir, sino, como mucho, que dejaran alguna sombra de duda o de invitación a la reflexión en quienes les echaran la vista encima. Por lo menos, pensé, si de algo me acusan no será de agraviar a quienes sólo cumplen con su trabajo lo mejor posible, sino de suponerles a la altura de la conversación. Estoy convencido de que no hay nada más motivador para cualquier cabeza que una pregunta por resolver, una incógnita por despejar (cito a Antonio Vega, claro), nada más estimulante que creernos capaces de dar nuestra mejor versión sin medirnos contra ningún semidiós o contra las virtudes infusas. Eso nunca nos ha llevado a los simples mortales más que a derretir la cera de nuestras alas antes de desplomarnos en el mar.

El Cuándo es el nuevo Qué

Nunca como ahora el sentido de la oportunidad ha sido más oportuno ni ha tenido más oportunidades de éxito. Salvo que lo que sepas hacer sea absolutamente único (y aún así, habría que ver si esa originalidad tuya resulta oportunamente atractiva) si no eres capaz de encontrar el momento idóneo de la vida de tus usuarios/consumidores en el que aparecer estás condenado al olvido.

(foto: http://www.albertocerriteno.com)

Empezaré por el final. Tanto si se trata de una marca empresarial como de una marca personal la pregunta que importa ya no es qué puedes hacer por tus clientes sino cuándo puedes hacerlo.

Es una pregunta que obliga a pensar de manera distinta a como solemos pensar a la hora de ofrecer nuestros productos o servicios a los demás, productos y servicios que, gracias a las redes y medios sociales, son hoy todo lo que se extiende ante nuestros ojos, incluidos nosotros mismos. Pero es una pregunta, además, que refleja con más precisión que otras el cambio de contexto surgido de la revolución digital.

De hecho es la pregunta sobre la que se basa la economía digital y, todavía más crucial, la manera en la que las siguientes generaciones a partir de la actual consumirán información y conocimiento. El conocimiento de la era A.G. (antes de google) era un tesoro a acumular para cuando hiciera falta. ¿Recordáis? El saber no ocupaba lugar, y eso que los libros se imprimían todos en papel y no en pedeefe. La revolución digital, como otras anteriores, lo que ha hecho básicamente es comprimir el espacio y, consecuentemente, acelerar el tiempo. El conocimiento se puede almacenar en cualquier sitio menos en nuestras cabezas y, en ese conocimiento que somos capaces de alojar en la nube, en la niebla o en el limbo convive todo, desde la lista de los reyes godos o la tabla periódica hasta el callejero de Calcuta. No lo memorizaremos y olvidaremos como veníamos haciendo desde tiempos de los romanos, ya no. Simplemente no pensaremos en ello hasta que llegue su minuto.

Todos entendemos que es un alivio el no tener que memorizar este tipo de información (tan inútil ¿verdad?), pero con los nuevos usos llegan nuevas maneras de pensar y el consumo de información se traslada a otros ámbitos de nuestra vida menos fríos, más personales. Ya nadie se esfuerza en recordar un número de teléfono, pero tampoco la plaza de parking en la que dejó el coche o la receta de una comida, o el cumpleaños de los amigos, incluso de los más cercanos. No tenemos tiempo para eso. Ya lo buscaremos cuando lo necesitemos o, en el mejor de los casos, habrá una aplicación que nos mandará un aviso en el momento adecuado.

Por eso, cuando una empresa o un profesional me pide que le ayude a definir su estrategia de comunicación ya no considero que sea tan importante el contar qué es lo que hace como cuándo lo hace; es decir, en qué momento de la vida de la gente (usuarios, consumidores, público…) va a ser útil o relevante. La pregunta, como digo, cambia la manera de pensar y de pensarse. Ya no es significativo que digas que haces comida para llevar, o coaching de directivos o control de calidad de alimentos o diseño de exposiciones o guiones de cine o motivación contra las adicciones, o lo que se te pueda ocurrir que hacéis tú, tu organización y otros cien millones de personas más en este mundo globalizado (es decir, comprimido y acelerado). Simplemente dime que estarás ahí, en el momento que me haga falta y puede que de este modo te incorpore a mi lista de “porsiacasos” que me importen.

Nunca como antes el sentido de la oportunidad ha sido más oportuno ni ha tenido más oportunidades de éxito. Salvo que lo que sepas hacer sea absolutamente único (y aún así, habría que ver si esa originalidad tuya resulta oportunamente atractiva) si no eres capaz de encontrar el momento idóneo de la vida de tus usuarios/consumidores en el que aparecer estás condenado al olvido. Y hablo tanto de tiempo horario como de tiempo emocional. El primero es fácil de entender, y de hecho lo intuimos incluso en aspectos tan menores como cuál es el mejor día para subir una foto a facebook, por ejemplo, pero es una tarea en la que los robots nos relevarán muy pronto si es que no lo han hecho ya. El momento de las emociones es un aspecto mucho más interesante y fructífero. Casa Tarradellas ha resuelto brillantemente su última campaña con ese “está cuando hace falta”. Lo podía haber dicho cualquiera de los productos de “convenience”, pero lo han dicho ellos, concentrando en la pizza precocinada el deseo íntimo de todo el universo de la generación digital. Aplausos. Es el mensaje propio de una app o de un influencer, pero aplicado al mundo físico, a las cosas de comer.

Igual que pasa con las personas, hay una divisoria entre mensajes nativos y mensajes migrantes digitales. A estos últimos se les nota que todavía hablan mucho del qué y poco del cuándo, que sueltan su rollo esté quien esté delante y en el contexto en el que se encuentre. Que les da igual ocho que ochenta, vaya. ¿Qué soy yo? ¿Qué es lo que hago? ¿A qué me dedico? ¿Qué hago mejor que los demás? Desde que compiten marcas empresariales y personales el ¿Qué, qué, qué, qué? se ha multiplicado exponencialmente. Y la pregunta es cada vez más inútil e irrelevante. Al otro lado del espejo los mensajes nativos digitales ya desde la misma concepción del producto están pensados para aparecer como el gato de Cheshire, sólo cuando toca.

A partir de la revolución digital abrimos en nuestra vida ventanas de oportunidad cada vez más pequeñas para quien sepa aprovecharlas y colarse por ellas. Ser un experto en lo que haces no sirve de mucho si la ventana está cerrada. Se trata de una oportunidad para pensar  no sólo diferente sino más generosamente; pensar en el momento vital de los demás antes que en lo que uno mismo desea. En cierto modo todo lo que tuvo éxito en el pasado tenía ese sentido del ritmo, del tempo, de la oportunidad. Simplemente ahora todo se ha acelerado de tal modo que tenemos que esforzarnos un poco más para sincronizarnos con el mundo que nos rodea.

Mientras, vivimos lo que corresponde a un período de transición entre ambos lados. A una sociedad como la nuestra, todavía formada en la necesidad de acumulación de datos, le das la inmediatez y nos ocurre como a los chimpancés que descubren el fuego, que lo mismo incendiamos un bosque que descubrimos el jamón ahumado. Son riesgos de los tiempos de cambio. Es el nuevo mercado de la impaciencia. El mismo que nos evita cometer errores cuando buscamos un destino en una ciudad desconocida y que queremos trasladar a todo, incluso a nuestra búsqueda de pareja amorosa.

En el fondo somos tiempo, y ésa es nuestra gran paradoja, que lo efímero sea precisamente nuestro rasgo más estable y esencial. Pues bien, el tiempo corre ahora a favor de las Instabrands.

(english version: https://aarhusmakers.com/blog/2017/4/27/the-when-is-the-new-what)