Selfivisión Plus

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Despedir a todo el equipo de atención al cliente mediante un vídeo previamente grabado, o a 900 empleados en una videollamada de pocos minutos, son noticias recientemente publicadas que han generado cierto desasosiego, tampoco mucho, si somos sinceros. Se han tratado y comentado en gran medida como si fueran salidas de tono extraordinarias, anomalías, extravagancias de ejecutivos psicópatas.

Sin embargo, en algunos países ya nos hemos ido acostumbrando a que los responsables políticos comparezcan a comunicar sus medidas -y algunas nada gratas para los ciudadanos- en una pantalla de plasma, desde antes incluso de que hubiera una pandemia acechando a la vuelta de la esquina.

Tampoco es novedad ya (hasta los boomers lo hemos aprendido) el que se pueda dar por terminada una relación afectiva con un simple mensaje de whatsapp; o incluso sin él, simplemente cortando los hilos de las aplicaciones que usabais como punto de encuentro. Tan fácil, tan frío. Un correo electrónico es hoy un arma tan precisa, certera y silenciosa en el entorno laboral o empresarial como la pistola con silenciador de las películas de asesinos a sueldo, o como el uso de drones para borrar a alguien del mapa a muchos kilómetros de distancia, sin tener que desgastarse en el cara a cara.

Solemos achacar estos comportamientos a una especie de deterioro generalizado de la empatía, y en más de una ocasión como efecto colateral de la aceleración y el distanciamiento experimentados por este nuevo mundo digitalizado y globalizado. Es lógico que pensemos así porque si hay todo un mito construido en nuestra sociedad es que la distancia es el olvido y el roce hace el cariño.

A menor roce y más distancia, la ecuación solo puede arrojar un resultado. Sin embargo, eso podría explicar la pérdida de amor, pero ya que no necesitamos llegar a esos extremos afectivos ¿explica también la pérdida absoluta de empatía por nuestros congéneres? Me pregunto más bien si la distancia que provoca ese deterioro en la manera de mirar a los demás no tendrá su origen, precisamente, en el propio formato con el que miramos, eso que en un artículo anterior llamaba Selfivisión.

Tu cara es un cromo

Esa disociación de forma y contenido que se refleja en todos y cada uno de los planos de la digitalización, y que incluso ha llegado a reflejarse en la distancia cada vez mayor entre la persona que somos y la máscara con la que nos mostramos ¿cómo no va a influir en la manera en la que percibimos a los demás? Si nosotros somos los primeros que manejamos nuestro yo digital como una producción audiovisual, en la que no todo es mentira pero, desde luego, no todo es verdad ¿cómo llegar a albergar un sentimiento profundo por los demás personajes del reparto, que apenas pueden aspirar más que a ser los secundarios de esa “peli” en la que nosotros somos los protagonistas?

A la velocidad a la que se mueve la Red y a la que nos movemos dentro de ella, las caras se suceden una tras otra sin tiempo para adquirir volumen. Como cuando de niños coleccionábamos cromos (me refiero a los que fuimos niños hace medio siglo, claro) hacíamos lo mismo que ahora veo hacer en Tinder. Sile, swipe, nole, swipe. Los perfiles de las redes sociales muestran nuestra foto y nuestra brevísima descripción para que podamos decidir a toda velocidad si nos quedamos con ese cromo o lo cambiamos por otro.

En esa objetualización propia está implícita otra aún mayor, la de los demás; lo que permite preguntarse si será una tendencia que las generaciones más jovenes y digitalizadas desde la cuna manejarán sin conflicto o si, por el contrario, a medida que vayamos sumergiéndonos en un nuevo formato de web, inmersiva, tridimensional, “metaversal” la separación entre personas y avatares llegue a ser tan insalvable que nos dé igual lo que pase con esos “muñecos” que comparten con nosotros el escenario del “videojuego”.

Quizás sea ese el escollo invisible al que deba enfrentarse la exploración y la explotación del anunciado metaverso (por mucho que Zuckerberg haya corrido para vendernos sus parcelas sobre plano, haciéndonos dudar de si la especulación inmobiliaria no habrá que considerarla un sesgo antropológico de nuestra especie). Quizás todo lo que hemos conseguido proyectar como imagen personal en el plano digital no nos devuelva la misma satisfacción si al “avatarizarnos” resulta que se hace añicos la última barrera de la credibilidad.

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Todo el día es Carnaval

Dice “el tío Mark” (y corean los más chic) que el metaverso abre un nuevo e infinito horizonte de negocio, de luz y de color; y que uno de ellos, heredado del sector del vídeojuego, será el de la venta de disfraces y complementos para enriquecer la expresión y la personalidad de nuestros avatares. La apuesta es trasladar el mismo patrón de diferenciación que enriqueció el sector de la moda al plano inmaterial; más o menos como cuando Neo, Trinity y Morpheus, aparecían “avatarizados” en la Matrix, luciendo guaperío de cuero negro y gafas de sol mientras que ahí abajo -prisioneros del mundo físico- andaban cubiertos apenas con unos andrajos remendados.

Quién sabe, puede que lleguemos a eso, puede que nos arrojemos a vivir la vida loca en lo virtual mientras vamos reduciendo paulatinamente las ocasiones para el disfrute físico. Casi todas las distopías apuntan de un modo u otro en esa dirección. 

Por el momento no es así. Por ahora dedicamos buena parte de nuestro tiempo y atención a crear, editar y proyectar nuestra imagen al “público”. Ya sea por motivos de trabajo, sociales, amorosos o comerciales, nos hemos convencido de que no podemos descuidar esa imagen con la que nos proyectamos en el entorno digital. En la inmensa mayoría de los casos, lo que mostramos no es una mentira salvo por omisión; es una versión edulcorada, sí, pero que no deja de ser real.

De hecho, gran parte de su valor, de la recompensa que obtenemos reside, precisamente, en que es nuestra cara la protagonista de esos momentos seleccionados, de esas fotos y vídeos admirables por el motivo que sea (desde la belleza del entorno a la integridad del mensaje, pasando por el humor del que hacemos gala). Entonces, cuando nos adentremos en ese metaverso en el que Zuckerberg y muchos más nos va a vender caretas y disfraces ¿a quién verán los que nos miren? ¿A nosotros? ¿A un cartoon? ¿A un personaje de vídeojuego del que no sabrán qué parte de lo que se ve es real o, una vez sembrada la duda, si quedará algo de realidad en alguna parte de eso que se ve?

The higher they rise…

Lo que se ha puesto de moda en llamar metaverso nos sitúa, me parece, en una encrucijada. A un lado, el camino que se nos está mostrando -vendiendo-, como una versión enriquecida de nuestra experiencia digital, es decir, un paso más en la misma dirección en la que ya caminábamos, un progreso.

El camino alternativo, en cambio, más que un avance puede llegar a parecernos un desvío o, incluso, un retroceso. Depende mucho de hasta qué punto lleguemos a sentir que ese avatar con el que nos adentramos en el nuevo entorno es capaz de respetar y transmitir la imagen que tanto nos cuesta construir. Total, para que luego digan que es un disfraz y, al abandonar el baile del Carnaval, al despojarnos de la ropa y la careta que hemos alquilado, como en la canción de Serrat, cada quien vuelva a ser cada cual. Esa “bajona” se aguanta un día de vez en cuando, pero ¿a todas horas? ¿y en el aula y en el trabajo también? La perspectiva me resulta tan aterradora como la perenne sonrisa del Joker.

El riesgo -ya lo estamos viendo reflejado en la creciente oleada de ansiedad y problemas de autoestima que sufren los niños y jóvenes de Occidente- es que el sueño sea tan apetecible que prefiramos quedarnos a vivir dentro de él, que el metaverso termine convirtiéndose en una metaversión de los fumaderos de opio. No sería la primera vez.

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 22.02.2022

Selfivisión

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

Una pregunta para mayores de… ¿veinte años?

¿Recuerdas cuántas veces al día veías tu propia cara antes de que llegaran los smartphones y las redes sociales, allá por el 2007?

¿Recuerdas cuántas ocasiones tenías de escuchar tu propia voz en una grabación antes de que llegaran los mensajes de voz? ¿Y la rareza que te provocaba el oírla así, por fuera de tu cabeza, como si fuera la de otra persona?

Eso que ahora nos parece tan trivial, lo de vernos y escucharnos continuamente en la pantalla del móvil o el ordenador, ya sea en foto o en vídeo, es probablemente uno de los factores más impactantes de la disrupción digital. Y no lo es solamente porque hayamos pasado a formar parte de lo que antes era un territorio exclusivo de estrellas de la pantalla, ya fueran actores o políticos -disculpen la redundancia-, famosos o profesionales de los medios.

Es relevante porque al hacerlo, al convertirnos en los protagonistas de nuestros propios canales en las redes, hemos transformado por completo el sentido y el significado de nuestra imagen. Hemos pasado de vernos ocasionalmente en fotos y vídeos que documentaban lo que habíamos sido y hecho a mostrarnos a los demás para conseguir lo que deseamos ser y hacer.

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

A diferencia de la época predigital, la foto que nos tomamos no responde tanto a una improvisación del momento como a una intención premeditada con un destino predefinido: el espacio mediático social de la Red. Al igual que en aquel tiempo ya olvidado, procuramos salir “guapos” en la foto, por supuesto, pero ahora, además de componer atrezo, vestuario y peluquería dentro de lo posible (y algunos más allá de lo posible), nos esforzamos en cuidar la localización, la luz y el encuadre. Y no nos conformamos solo con eso.

Disparamos varias fotos o realizamos varias “tomas”, para poder seleccionar después aquella que consideramos que es más “publicable”, incluso para la restringida audiencia de quienes no aspiramos a ser “influyentes”. El poder de sugestión del medio, de vernos en una pantalla -aunque solo sea por imitación a lo que hemos visto durante décadas en la del televisor- nos lleva a actuar como si nos fueran a ver cientos o miles de desconocidos. ¿Quién sabe?

Una vez elegida la foto, o el vídeo, y gracias a la enorme capacidad de las aplicaciones que nos lo facilitan, pasamos a edición, es decir, a recortar lo que no debería permanecer ahí, para la posteridad. En la fase de postproducción, por último, aplicamos un filtro más o menos embellecedor o artístico y, entonces, cuando estamos satisfechos con el resultado, a veces después de consultarlo con otros, lo publicamos. Lo hacemos, además, fingiendo una espontaneidad que está claro que ya no es tan “espontánea”, lo que los profesionales nos enseñaron que se llamaba “un robado posado”. Y todo este proceso no sucederá solo una vez; porque tenemos el arma y la motivación, y porque las oportunidades nunca escasean.

Una de las consecuencias de esta evolución de nuestra experiencia audiovisual es que irrumpe en la percepción de nuestra propia identidad; del sentido que adquiere para nosotros mismos tanto como de su papel en nuestra relación con los demás. Cada vez más, no son las fotos las que queremos que se parezcan a nosotros (como cuando Kodak nos vendía carretes y carruseles para conservar nuestros mejores recuerdos). Cada vez más, al crear todo ese despliegue de imágenes que anticipan en muchos casos el contacto presencial, somos nosotros los que queremos parecernos a nuestras fotos, a esa imagen que hemos compuesto y que nos gusta tanto proyectar.

De este modo, la distancia entre el yo que somos y el yo que mostramos se va ampliando poco a poco (o no tan poco, tal vez). Antes, cuando solo nos mirábamos al espejo un par de veces al día, era la interacción con quienes manteníamos una relación -cercana, cotidiana, física- la que nos devolvía el reflejo de lo que éramos. En esas condiciones nuestra imagen no podía distanciarse demasiado de la realidad, ni siquiera en Carnaval.

Ahora somos nosotros los que construimos ese reflejo para los otros, para muchos otros, con quienes mantenemos una relación que puede ir desde lo anónimo hasta lo puntual o televisado. En este nuevo formato de relación reemplazamos el ser por el parecer, en una estilización -insisto, generalmente inocente, pero no inocua- que termina por condicionarnos, por “engancharnos”.

El fenómeno, aunque lo trate aquí de ese modo, no es algo aislado. Este festival de egovisión es, en definitiva, un síntoma más de la disociación entre forma y contenido que reside en lo más esencial de la revolución digital.

Al manipular nuestra imagen, al convertirla en un objeto externo a nosotros mismos, no solo nos hacemos menos dueños de ella de lo que -paradójicamente- nos creemos, sino que abrimos la puerta a que se hagan dueños los demás, a que nos “memifiquen”, a que nos miren y a que -no hay más que ver los comentarios en las publicaciones de famosos y anónimos- nos cataloguen o evalúen como si fuéramos eso que hasta hace poco no éramos: simples personajes de la pantalla, en dos dimensiones, sin mayor profundidad.

P.S. Si has llegado hasta aquí (gracias) aprovecho para recomendarte que leas la historia de la imagen que ilustra este artículo. Lo de que el retrato sea una versión (muy) mejorada de nosotros mismos no es nuevo, sobre todo cuando tiene un propósito de venta. Es ahí donde hemos acabado recalando todos, y es ahí, en la universalización del fenómeno donde todo se altera. Porque… ¿cuando todos hemos caído en la tentación de vendernos, quiénes serán los que confíen en lo que enseñamos y quieran comprarnos?

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 20.02.2022)