¡Qué año el de 1790!
Andábamos los burgueses de Francia (y no solo) revolucionados de ansia viva por el poder recién asaltado, y al que habíamos accedido por precipitación, tras alcanzar la masa crítica de peso poblacional, poder mercantil y argumentario ilustrado. Habíamos contado, incluso, con exitosos experimentos pioneros al respecto; los bárbaros de las Islas Británicas habían probado ya que se podía descabezar a un rey sin exponerse a atraer la cólera de Dios (bien es verdad que los reyes anglicanos llevaban doscientos años ganándose a pulso la indiferencia divina por la suerte que pudieran llegar a correr). Solo nos faltaba algo esencial para que diéramos el paso y cundiera el efecto de la Bastilla Roja que el Morpheus de la época nos había invitado a tomar.
Ese algo era nada menos que una estrategia para que la defenestración del estado noble no provocara tal vacío de autoridad que el nuevo orden surgido se convirtiera demasiado rápidamente en el viejo caos, y todo lo bueno conseguido se confundiera con lo malo por suceder, como de hecho ocurriría muy pronto, durante el agitado paréntesis del Terror. Que una cosa es quitar a un rey para poner a una asamblea y otra muy distinta que cualquier sans culotte se considere con derecho para reclamar el trono vacante. Para eso no hicimos la revolución, que con las cosas de poder no se juega.
El dilema tampoco era nuevo en la historia. La razón de ser de una autoridad, incluso de una autoridad absoluta o déspota, se tiene que sustentar sobre un relato compartido de manera masiva, ya esté basado en el miedo, en la fe o la ambición (por mucho que se parezcan entre sí). Ni el mismo Moisés hubiera conseguido que los judíos abandonaran el Egipto de sus pesares sin haber ofrecido a sus paisanos una Tierra Prometida hacia la que dirigir sus pasos. Entonces… ¿cuál podía ser el horizonte ideal que ofrecer a la sociedad revolucionada para que -una vez saciada su sed de revancha- pudieran organizarse mínimamente para ser precisamente eso, una sociedad?
Hasta hacía apenas unos pocos años, cualquier ciudadano francés tenía más que claro cuáles eran los límites de sus actos: la voluntad del rey, que no por nada estaba respaldada por la gracia divina. Si desobedecías al rey, morías. ¿Que desobedecías a los familiares o a los pares del rey? Pues morías también. ¿Y si te resistías a lo que te pedían los administradores del rey o de cualquier señor de la nobleza o el clero?. Vaya, qué coincidencia y qué sinvivir. Nada más sencillo de entender o aplicar que un código civil así de binario, tan parecido al veredicto del pulgar de un César en la tribuna de un circo romano.
Pero cuando ya no hay rey ni césar, ni aristocracia ni razón divina que sustente la autoridad de nadie, sino que esta pasa a emanar del pueblo ¿cuál será ese criterio con el que fijar nuevos límites que pueda complacer a todo el maldito pueblo?. Ah, mes chers frères, ahí es cuando los burgueses nos topamos con la idea feliz.
¿Y si en vez de legislar a base de límites y obligaciones, articuláramos derechos? Derechos Humanos, así, por contraposición a los designios divinos. O dicho de otro modo, en vez del Código del Palo daríamos la vuelta a la omelette y legislaríamos con la mirada puesta en la Gran Zanahoria; una ilusión tan distante e inalcanzable que siempre, siempre nos quedaría a la vista y siempre lejos, como el puente aquel, como la flecha del pobre Aquiles, que por mucho que se esforzara, jamás llegaría a alcanzar la diana que le dispuso el pillo de Zenón.
Solo hacía falta un eslogan que le quedara a todo el mundo tan clarito como lo del pulgar del césar. Y ahí hay que reconocer que maese Desmoulins anduvo sembrado. Libertad, Igualdad, Fraternidad. Ahí queda eso. No te digo que lo superes, tan solo que lo empates. Parecen tres palabras bonitas en un eslogan pintón (que se lo digan a Ayuso, si no). Desde entonces toda legislación procura incorporar esos conceptos a sus fundamentos. Desde entonces, todo lo que se haga tiene que parecer que cumple con la misión de hacernos más libres y más iguales. Lo de fraternales lo dejamos ya, si eso, porque tampoco hay que ponerse moñas, y porque, justo es reconocerlo, si nos tratáramos como los hermanos de algunas familias sería más que probable que acabáramos como el rosario de la aurora.
El secreto de la Zanahoria Gigante es el del horizonte inalcanzable propio de nuestro planeta redondito, en el que el Sol nunca se llega a poner en todas partes al mismo tiempo. Nunca seremos absolutamente libres ni absolutamente iguales, así que cada nueva conquista alcanzada nos descubrirá, para nuestro mayor agotamiento, que todavía nos deja a la misma distancia de la meta ideal, como en un suplicio griego o en la Copenhague de Vetusta Morla, sin llegar a saber jamás donde empezar o terminar.
Sugiero tener esto en cuenta cada vez que asistamos al recurrente debate de los derechos inalcanzados. Y recomiendo, ante todo, mucha calma, porque ese es un recurso del que jamás andaremos escasos, por muchos pasos que demos hacia atrás o hacia delante. ¿Que se consiguió la cuota de actores negros en las producciones de Hollywood? ¿Y qué pasa con los asiáticos? ¿Que ya se impuso la cuota de mujeres en los consejos de administración? ¿No habrá que pedir entonces la cuota LGTBI? ¿Aceptamos ya el reconocimiento administrativo de las parejas de hecho? ¿A qué esperamos para reclamar el de los tríos o cuartetos poliamorosos?
Mientras tanto, cada nueva ley dejará vacíos legales que al tiempo se convertirán en nuevas reivindicaciones (con todo el derecho del mundo, por supuesto), que servirán para continuar jugando al juego de la manta, que si la estiras por arriba para taparte la cabeza dejas los pies al descubierto. Y que, ya lo cantaba Lluís Llach, si tú la estiras por un lado y yo por el otro, seguro que termina por caer. Vaya, mira tú por dónde. A ver si era justo para ese supuesto para lo que nos tenía que servir la Fraternité.
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P.S. Ajenos a la zanahoria que tanto nos entretiene, mientras tanto, los nuevos revolucionarios que han ido ganando peso, valor y argumentos para lanzar su asalto al poder, solo esperan a adquirir ellos mismos, tal vez, un nuevo ideal con el que reemplazar al de los Derechos Humanos. Un new deal asumido por la mayoría no ya europea e ilustrada, sino global y conectada. Si la dialéctica no nos falla esta vez, puede que ahí encontremos una de las semillas de los síntomas tan visibles de retroceso democrático que van calando en el nuevo orden que ahora se despliega.
Artículo publicado originalmente en Linkedin el 14.09.2021
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