En cierto modo todas las distopías nacen de la imposibilidad de concebir la libertad absoluta dentro de la utopía. Y por tanto, todas ellas están basadas en el fracaso de la utopía original, la del paraíso creado para un hombre al que se le permite ser libre con la única condición de estar sometido a una autoridad mayor a la que no debe intentar aproximarse -el árbol de la ciencia del bien y del mal-. El enunciado de libertad obediente es de primeras dadas un oxímoron, porque está escrito que en cuanto el hombre desobedece el dueño del edén le indica el camino de salida de forma expeditiva. Las consecuencias son siempre nefastas; que si sudar por el pan, que si parir con dolor, que si caer al mar envuelto en llamas o que las rapaces te devoren el intestino una vez al día por lo menos. Así las gastan los dioses -o los de arriba si se prefiere- cada vez que los de abajo actuamos por cuenta demasiado propia. Pasa con los héroes proteicos y tampoco mejora cuando cambiamos de escala. En la magnitud de miles de millones de seres humanos el precio de la utopía es la vuelta al redil, el sometimiento a la autoridad, a menudo invisible, intangible, divinizada por tanto en sus formas y acciones. Nadie ve nunca al Gran Hermano, ni al Mago de Oz ni al cerebro de Matrix.
Desde otra perspectiva la distopía que parece más inminente en su cumplimiento, la de que la Máquina tome el control absoluto, creo intuir que es un fenómeno que responde más a lo humano que a lo tecnológico, como una retorcida vuelta de tuerca al concepto Deus ex machina. Nuestro cerebro es capaz de inventar diversos futuros posibles, y lo hace incesantemente, eso de deducir lo que ocurrirá a partir de lo que percibimos que ya ocurrió. Está en el origen de todas las conspiranoias, que no son más que un reflejo de nuestra arraigada tentación de convertir la consecuencia que conocemos en la causa que desconocemos.
La trampa que cualquier teoría de la conspiración nos tiende es la de pensar que puesto que podemos explicarnos el pasado a partir de relacionar los distintos factores que lo originaron, es altamente probable que hubiera una inteligencia que los provocó. Como en tantas otras cosas, puede que nos engañemos y simplemente estemos necesitando que haya un razonamiento previo como reflejo del que aplicamos “a toro pasado”, lo que se conoce como “sesgo retrospectivo”.
De este modo, tendemos a pensar o deseamos creer que hay una autoridad creadora inteligente que planifica o al menos dispone las condiciones para lo que nos está ocurriendo. Llamémosle Dios (Hume ya se ocupó en su momento de desmontar esa visión conspiranoica de la divinidad planificadora dando inicio a la deriva racionalista de la que nace todo esto que vivimos hoy) o “poder oculto en la sombra”, el caso es calmar nuestra inquietud por pensar lo contrario, que no hay plan alguno, que todo es circunstancial e imprevisible aunque explicable (si no, de qué iban a vivir los economistas). Hasta ahora esa presencia superior ha sido cuestión de fe, pero los tiempos están cambiando, gracias a otra cualidad bien humana, la de inventarnos no sólo lo que soñamos sino también aquello que tememos. Somos, ya se sabe, el animal que mejor ha desarrollado su capacidad de imaginar una amenaza donde no la hay. Ese miedo “de fantasía” que llamamos ansiedad ha encontrado terreno abonado en esta sociedad hiperultracomunicada a la que podríamos datar dentro del “Ansiolítico Inferior”.
La mayoría de las distopías tecnológicas, de Huxley a Black Mirror, se han elaborado a partir de esa suerte de proceso “divinizador” de una Máquina que termina por superar y superponerse al designio con el que la creamos. Hoy asistimos con fascinación creciente y no menos creciente inquietud a los avances de una inteligencia artificial que nos va relegando día tras día en todo eso que de tan humano nos parecía intransferible. La mayoría de los empleos en trance de deshumanización no son, contra lo que se pensó inicialmente, los de “cuello azul” sino los de “cuello blanco”. ¿En la sociedad del tráfico exacerbado de información qué aporta esa ingente masa laboral que ni crea ni transforma, que simplemente se encarga de acarrear la información de un lado a otro? Los modelos de negocio de intermediación son los que más han sufrido y sufren el embate digital.
Tampoco los “creadores” se quedan fuera de la onda expansiva. Al pasar por la turmix de la sociedad de consumo, las industrias de la creatividad no se distinguen de las de cualquier otro sector fabril. Los guionistas del cine, los autores del pop, los escritores de best-sellers, e incluso los artistas plásticos al servicio del mercado y la producción masiva ya empiezan a ser sustituidos por programas especializados sin que seamos capaces de distinguir unos de otros. Las distopías auguran ese momento en el que la Máquina tomará finalmente conciencia de que el ser humano haya dejado de necesitar a otros seres humanos para mantener su modo de vida. Parte del proceso de individualización y aislamiento que percibimos en esta sociedad (paradójicamente llamada en red) se refleja en que cada vez confiamos menos en nuestros congéneres y más en los algoritmos para asuntos tan sencillos como preguntar por el mejor camino para ir a tal sitio o tan personales como elegir a la persona con quien podríamos llegar a relacionarnos.
Así, de los dos grandes poderes con los que la divinidad nos arrojaba al infierno o al cielo, el de infundir miedo o el de inspirar amor, parece que la tecnología de cuyo culto nos hemos ido revistiendo actúa como herramienta más al servicio del primero que del segundo. La inteligencia artificial ha sido nuestra apuesta y viene a ser nuestra culminación de siglos reverenciando a la inteligencia en detrimento de la bondad como virtud de referencia. Hemos querido creer que la bondad nos hacía vulnerables y la inteligencia invencibles cuando en realidad lo que está sucediendo, lo que ya sucedió, es justo lo contrario. Nos asomamos a un momento tan sorprendente como vertiginoso, el de ser capaces de crear un poder omnisciente, omnipresente y absolutamente indiferente al sufrimiento humano; al que entregamos el criterio de lo que debe ser protegido o eliminado sin discusión, en aras de un supuesto bien común. Como los vecinos del edificio Dakota, actuamos como protectores de una semilla ya implantada, la del dios todavía inmaduro al que nutrimos constantemente de alimento informativo para que llegue a emanciparse cuanto antes.
¿Quién podrá discutirle al algoritmo su verdad construida con trillones de datos? ¿Quién querría planteárselo, pensar en desconectar la Máquina cuando la alternativa es volver a la inseguridad de las decisiones irracionales? ¿Quién desearía volver a la nebulosa de creer a ciegas en un dios inmaterial cuando nos hayamos dotado al fin de un dios tan anhelado, tan tangible, tan fiel a la imagen y semejanza de nuestra razón? ¿Y cuando todo esté calculado, para qué preocuparnos, interesarnos, apasionarnos, arriesgarnos a nada que no sepamos a donde nos lleva con la máxima seguridad? La vaina en la que Matrix nos cultiva es una imagen terrible, cinematográfica y, por eso mismo, excesivamente costosa y altamente improbable. La realidad es mucho más sutil, más económica. En el imperio de la inteligencia la cápsula que nos aísla somos nosotros mismos.
(continuará…)