IA, IA, Oh

Siguiendo la tradición estival, más de uno aprovecha los días de veraneo para «ir de cursillo». En mi caso, esta vez, como participante de una de las mesas del II Foro #COMAG que se celebra este próximo 23 de agosto en la Córdoba argentina, organizado por CIPAG, y que se centrará en los desafíos habidos y por haber de las IA en relación con los medios de comunicación.

VIÑETA PRIMERA

Hasta los 90, los periodistas -los buenos periodistas, sobre todo- eran una fuente de constantes problemas para los medios en los que trabajaban. No había editor jefe ni director de periódico que regateara esfuerzo alguno con tal de salvaguardar lo más sagrado; que sus «plumillas» pudieran hacerse con la noticia que el público quería y merecía. Por elevado que fuera el precio a pagar.

Preservar el secreto de sus fuentes, defenderlos en los tribunales, protegerlos del acoso y derribo de los poderosos… Para quien quiera aprovechar las noches de vacaciones bajo la ola de calor, basta con revisar «Luna Nueva» (o «Primera Plana»), «Todos los hombres del presidente», o esa actualización teñida de revival que es «Spotlight», entre otras, para comprobar lo que digo.

Sin embargo a partir de los 90, poco a poco, parece que son los propios medios los que se han ido convirtiendo en el quebradero de cabeza de los periodistas. Entre reducciones de plantilla y sometimiento al «mercado», a tenor de lo que leemos y vemos, el reportero se ha vuelto más incómodo para su jefe que para el objeto de sus investigaciones.

La coincidencia de la expansión digital y el declive de las audiencias hace pensar a muchos en que haya una relación causa-efecto entre ambos fenómenos. Esto se acentúa aún más cuando llega la popularización de una inteligencia artificial capaz de leer y escribir con un aparente sentido y sensibilidad que hasta entonces no le conocíamos a las máquinas; y de hacerlo, además, por sí misma, al menos en apariencia.

¿Pero es ésa en realidad, la causa y la esencia de esta pertinaz depresión periodística que venimos padeciendo desde hace años?

Tiendo más bien a pensar que esta coyuntura se está aprovechando magníficamente (por parte de algunos, claro) para cargarle el mochuelo a ese chivo expiatorio sin opción a defensa que es la “imparable revolución tecnológica”. De este modo, nos entretenemos matando al mensajero -que siempre llama dos veces, y así se le desvía otro balazo de propina- alimentados por la ira de quienes temen perder algo que quizás ya ni siquiera sea suyo.

————————————————

VIÑETA SEGUNDA

Por otro lado, tal vez encontremos una cierta perspectiva en una pequeña tribu nacida a mediados de la década de los 60 del siglo pasado, integrada por Susanita, Felipe, Manolito, Miguelito, Guille, Libertad, y una tal Mafalda; una pandilla que es parte de todos nosotros porque seguro que todos nosotros albergamos una parte de cada uno de ellos.

Dentro de nuestras cabezas, por algún lado, circula esa Mafalda, una niña inquieta y enormemente preguntona, curiosa, capaz de provocar la adicción a los analgésicos no solo a sus padres sino también a su maestra, y a cualquier adulto que se le cruzara por delante.

Esa Mafalda que todos tenemos dentro en mayor o menor medida es razón suficiente para creer que el periodismo no podrá nunca dejar de existir. Mientras conservemos nuestras Mafaldas interiores habrá necesidad de periodistas que salgan a buscar las respuestas de las preguntas que nos hacemos.

Y lo que aún es más importante, mientras haya periodistas, mientras se haga periodismo, seguirán naciendo Mafaldas. Por su parte, los medios… bueno, los medios cambiarán de forma, de estructura, de ubicación o de todo a la vez; y se volverán unos más visibles mientras otros habrá que ir a buscarlos, para salir a su encuentro. ¿No es así un poco como siempre ha ocurrido?

————————————————————

VIÑETA TERCERA

La inteligencia artificial que ahora se extiende -la IA generativa- no es tanto una inteligencia de la máquina como nuestra propia inteligencia colectiva. Esa misma inteligencia de grupo, que en esencia no es muy distinta a la de la tribu de las historias de Quino, solo que a una escala planetaria, global, lo que la vuelve indudablemente más vertiginosa e indomable.

Sin embargo, ese miedo a la inteligencia común que reflejan las redes ¿no será el reflejo del miedo que nos tenemos a nosotros mismos? Este debate podría ser oportuno, necesario e incluso imprescindible; porque al matar, rechazar o -al menos- intentar defendernos de nuestro reflejo -sólo porque nos devuelve una imagen exigente- llegamos a parecemos un poco a aquel Dorian Gray empeñado en mostrar su imagen inalterable al tiempo que ocultaba su propia corrupción y decadencia. Lo que se dice un pionero del “selfismo” que nos ocupa, vaya.

O dicho en otros términos, todas estas nuevas o inminentes inercias por asegurarnos la corrección perfeccionista que nos permite el consenso inteligente de la Red puede que sirvan de indicadores -tal y como sugiere Brené Brown- de aquello que más nos avergüenza.

De este modo, esa información que cedemos -de manera no evidente, sino por claroscuro- es probable que se convierta en una nueva vuelta de tuerca de las tecnologías “telépatas” que tanto provecho han sacado a toda esa intimidad que desnudamos en nuestras interacciones digitales.

(artículo publicado originalmente en LinkedIn el 07/08/2023)

Una de las gordas

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

In Italy, for thirty years under the Borgias, they had warfare, terror, murder, and bloodshed, but they produced Michelangelo, Leonardo da Vinci, and the Renaissance. In Switzerland, they had brotherly love, they had five hundred years of democracy and peace. And what did that produce? The cuckoo clock.

(Orson Welles, The Third Man, 1949)

Cuando nos preguntamos qué tan gorda será la que nos está cayendo, escucho y leo muchas respuestas de carácter más o menos técnico, casi siempre referidas a coyunturas económicas, geopolíticas o tecnológicas sucedidas con anterioridad (aunque tampoco mucha). Mi manera de enfocarlo desde hace más de veinte años va por otro lado, menos habitual, aunque no por ello -creo- menos evidente para quien quiera verlo.

La manera más rápida de explicarlo es con el esquema que ilustra este texto. Cuatro grandes revoluciones en la manera en la que los humanos nos contamos el mundo y nos comunicamos entre nosotros. Cuatro grandes hitos en unos doscientos mil años desde que el primer sapiens sapiens se estima que dejó su primera huella. Si, como parece, lo importante escasea y lo escaso importa, estos cuatro “monolitos” del “storytelling” humano son para hacérselo mirar. 

——————

Lo digital es una revolución comparable en su impacto y amplitud a la que en el s.XV provocaron dos revoluciones tecnológicas: la revolución náutica (las nuevas embarcaciones que permitieron adentrarse en los océanos), y la imprenta de Gutenberg. Internet, o mejor la world wide web, supone una revolución similar a la de estas dos innovaciones juntas. El mundo se achica, la transmisión de ideas se acelera. Desde entonces -contando incluso con el salto que supusieron la revolución industrial, el tren, el automóvil o la TV- no se había creado nada capaz de reventar la sociedad y la cultura desarrollada por los modernos estados mercantiles que surgieron en el s.XV.

Lo que Internet y la interactividad en red causan al incorporarse a nuestra cotidianeidad social es una transformación inédita de la relación espacio-temporal en la que hemos vivido hasta hace bien poco. Sin entrar en demasiados detalles, en el s.XV, se produce una revolución en nuestra manera de entender el planeta, cuyos límites pasan de borrosos a definidos, de disuasorios a deseables.

De pronto, un cacereño se iba al otro lado del mundo y volvía, con suerte, enriquecido. El mundo, se convertía en algo abarcable dentro del plazo de una vida humana, e incluso varias veces. Algo que, un siglo antes apenas podía pensarse, cuando las coordenadas en las que se enmarcaba la tierra conocida eran mucho más próximas entre sí, véase el Mediterráneo de las Cruzadas, por ejemplo. En combinación con esa drástica miniaturización del planeta -que quedaba reducido en nuestra visión mental- a partir de las carabelas tomamos conciencia de que había cosas que iban y venían hacia y desde el otro confín de un planeta que nos habían descubierto redondo.

La aparición de la industria editorial potencia ese enriquecimiento, al favorecer que una idea viajase también de un lado a otro del mundo mucho más rápidamente, empaquetada y trasladada en pequeñas cajitas de papel; y que fuera capaz de generar movimientos sociales entre sociedades que no mantenían contacto físico entre sí. El texto impreso se convierte en el vehículo transcontinental que transportará las nuevas ideas revolucionarias que aceleran la transformación del mundo. En solo tres siglos, los poderes detentados por gracia divina durante milenios se derrumban, en gran medida, gracias a ideas diseminadas en libros que cada vez más gente corriente puede leer. La expansión de la galaxia llamada Gutenberg se asentó sobre una industria que haría crecer el mercado de los libros y que fue provocando que cada vez más y más lectores se convirtieran en periodistas, escritores o enciclopedistas.

Aun así, casi a punto de terminar el siglo XX, la mayoría de la gente ni siquiera soñábamos con escribir un libro que llegase a los ojos del público. El principio de autoridad que se había descabezado con la guillotina se mantenía intacto en la esfera de la cultura. Para escribir algo que mereciera la pena, había que superar muchos filtros. El del talento, el del tiempo, el del editor, el del crítico, el de la promoción y la venta. Y así se mantuvo hasta que llegó Internet. Hasta ese día en el que las personas descubrimos que ya no hacía falta talento especial para que nuestra opinión fuera publicada. 

Ni talento ni el tiempo que antes era factor imprescindible. Adiós, tiempo de reflexión, de búsqueda, de preparación… chau, tiempo para la publicación, que ya es inmediata. Au revoir, editor y crítico o, mejor dicho, nosotros mismos nos alzaremos para ser nuestros propios editores y críticos. Finalmente, si es que uno quería vender lo publicado, si quería multiplicar el número de sus lectores, había formas -o se prometían- de hacerlo sin gastar nada. Completamente gratis. Los espectadores nos transformamos en comentaristas, pero no por mucho tiempo; al rato evolucionamos a creadores de contenidos. 

Más o menos a partir de 2006, con la Web 2.0, con las RRSS, el texto ya era publicable por cualquiera, cuando, de pronto, el smartphone hizo posible que la imagen comenzara a reemplazar al texto. En 2020 ya todo el mundo emite, todo el mundo transmite. Aunque no sepas escribir, puedes crear contenidos y puedes publicarlos gracias al nuevo dispositivo con el que grabar y editar imagen y sonido. El siguiente paso, aproximadamente en 2030, tal vez antes, es el metaverso, es decir, de navegar a sumergirnos en la Red. En la dimensión metaversal nosotros mismos nos encarnamos en contenido. 

Criterio en cantidad

En realidad, lo que se cumple con Internet es que aquella declaración de los derechos universales que establecía que todos los hombres son iguales, que todos tienen libertad de expresión, ha ido evolucionando y deviniendo en que todas las opiniones expresadas son iguales y -por supuesto- tienen todas el mismo valor. 

A partir de una definición de igualdad hemos llegado a otra definición de igualdad, pero no tan igual, en la que apenas un pequeño matiz revela el cambio radical respecto al modo en el que se adquiere y transmite el conocimiento. La revolución burguesa, que perseguía dar voz al pueblo llano, ha culminado su ciclo. El último vestigio de la penúltima aristocracia, la del conocimiento y el saber, rueda por los suelos. El principio de autoridad es reemplazado por el de coincidencia, convergencia, o cantidad. Si todas las opiniones valen por igual, la única manera de saber la que hay que destacar, aquella a la que hay que prestar atención, será la que un mayor número de personas haya decidido apoyar.

De este modo, los prescriptores expertos son reemplazados por influencers. Es decir, los que se habían formado previamente y se habían ganado el atril para poder hablar, ahora son reemplazados por los que ocupan el atril y se ganan respeto según su capacidad para acumular seguidores; no tanto por el conocimiento demostrado, sino por el que se va autoafirmando por aclamación. Los críticos de cine, de gastronomía, de turismo, van siendo reemplazados por las puntuaciones anónimas. Las cartas al director por los “zascas” en Twitter. Los debates, por veredictos polarizados. La información, por la reafirmación. Queremos saber que estamos en posesión de la verdad.

La reflexión racional es sustituida por la reacción emocional. La empatía por la simpatía. El juicio crítico, por el prejuicio. El conocimiento de base pasa a ser sustituido por el conocimiento funcional de aplicación inmediata. Lo que tenía que invitar a plantear preguntas o dudas se convierte en un recurso para adquirir respuestas, sin cuestionarlas. Las ideas son reemplazadas por los datos. El proceso científico de inducción y deducción, por la previsión estadística. Los medios unidireccionales en un mercado plural son reemplazados por plataformas nodales de intercomunicación en las que cada usuario es un medio independiente, sí, pero todos ellos cautivos dentro del mismo monopolio.

Todo esto sucede en un espacio virtual, desvinculado del plano físico, del territorio vital. Los lazos de cohesión territoriales del vecindario, el barrio, el pueblo, la ciudad, la región, el país, se debilitan enormemente hasta llegar, como en las grandes ciudades ocurre, a prácticamente desaparecer. Cuatro mil millones de personas o más, compitiendo unas con las otras, aceptando solo a los que las reafirman en su manera de ver las cosas y distribuidas por un espacio intangible en el que las emociones son las nuevas razones.

Son las nuevas razones de casi cualquier elección o decisión. Este es el actual mercado global en gran medida. Por supuesto que lo físico permanece. Pero nuestra cabeza pasa cada vez menos tiempo dentro de él, hasta el punto de haber aceptado como válido el que el Internet de 2020 siga siendo en realidad algo tan inocuo como cuando mandamos aquel primer email allá por los primeros años 90, mientras pasamos una media de más de cuatro horas al día interactuando con los dispositivos digitales. Porque todo corre y se mueve ahora mismo por un entorno digital, aunque tengamos la impresión de cambiar de medio, del programa televisivo al artículo del periódico.

También es digital el entorno en el que nos desplegamos para trabajar, comprar, divertirnos, comunicarnos, relacionarnos o incluso medir nuestras zancadas mientras corremos o acompañar nuestra respiración cuando nos ponemos a dormir. Hemos sido considerablemente inocentes o despreocupados respecto al otro gran básico que supuso y trajo la interactividad; que cuando tú miras hacia algo también te dejas ver, y mucho más de lo que crees. Basta darse cuenta de cómo se ha reacondicionado Wall Street para obtener un indicador claro y fiable de la potencia del impacto digital.

En la cima del escalafón del valor bursátil se ha instalado en nada y menos una nueva especie o estirpe de empresarios “telépatas” que se sientan a nuestra mesa sin habernos advertido de su capacidad para leernos el pensamiento, al menos inicialmente. Y ahora llevan ya tanta delantera, están ya tan aposentados, que han dejado de disimular esa capacidad telepática. Lo más sorprendente es que ni siquiera contándonoslo abiertamente aceptamos creerlo. Ni siquiera cuando Facebook es acusado ante las autoridades, y se demuestra que manipula las emociones de sus usuarios para que se queden más tiempo dentro de sus “instalaciones”, cuando nos dicen que esas prácticas provocan conflictos, y algunos tan violentos como para llegar a enfrentamientos armados en alguna comunidad africana, abandonamos o cuestionamos o castigamos con el látigo de nuestra indiferencia a las redes de Zuckerberg. ¿Por qué?

Quizás porque la opción contraria, la de negarnos a usar sus servicios, no solo los de Meta, los de todos los demás, se nos antoja ya muy incómoda, prácticamente imposible de realizar. Así que la transición hacia una sociedad digitalizada en la que hemos cambiado prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, se ha cumplido sin apenas resistencia ni escándalo, y mostramos, en cambio, un enternecedor síndrome de Estocolmo.

Amanece, que no es poco

En los próximos años, las empresas que manejan la tecnología digital y sus extensiones intentarán afrontar aún más su asalto a la jerarquía de poder que se mantenía más o menos similar desde el nacimiento de la Europa mercantil en el siglo XV. Habrá tensiones. Habrá pequeños pasos atrás, no tan pequeños, claro, como siempre los hubo en cada cambio de paradigma. También, después de la Reforma de Lutero llegó una Contrarreforma desde Trento, pero no fue aquella una tensión que se llegara a resolver, ni mucho menos, con calma. Las guerras de religión (de poder) entre los que avanzaban y los que retrocedían arrasaron el continente europeo y, de paso, el imperio español. Me atrevería a pronosticar que si llegara a haber un gran conflicto bélico no será a causa de una disputa de lindes territoriales como la que creemos estar viendo entre Rusia y Ucrania, sino fruto de la colisión de dos dimensiones de naturaleza opuesta, pero ambas alimentadas por lo humano, por la interacción humana. A un lado, la dimensión tangible de siempre. Al otro lado, la dimensión intangible, la que apenas conocemos, la que apenas nos esforzamos en conocer.

Es decir, por un lado, la sociedad que se basó o se ha basado en la economía de mercado y del intercambio de bienes y servicios. Por otra, la sociedad disociada, jerarquizada por la posesión del tiempo y la percepción. En medio de ese camino hay una etapa intermedia que quizás estamos idealizando con el nombre de Metaverso y con la que estamos hablando de una nueva vuelta de tuerca digital, la que nos permitirá o forzará el acceder a la red de un modo necesariamente inmersivo, borrando así los límites entre una dimensión y la otra, entre la dimensión tangible y la intangible, y dejándonos a las personas la muy dudosa libertad de elegir cuando queremos entrar o salir de él, a sabiendas de que los dueños digitales tienen como principal objetivo el que pasemos el mayor tiempo posible dentro de sus recintos. No parece que ahora vayamos a presentar demasiada resistencia. Ni las personas, ni las empresas o los servicios públicos. Hay muchos beneficiarios en un cambio de la jerarquía de poder a los que les interesa impulsar esa transición. También los hay, que les interesa mantener el statu quo, pero es ya tradición que el recién llegado llegue con más empuje, con sus fuerzas intactas y sus estrategias inéditas.

Más de uno, además, de los que impulsan esa transición, tiene un pie también en los que impulsan la fuerza contraria, no vaya a ser que se queden sin ganar, sea cual sea la dimensión que termine por imponerse en esta nueva etapa, la de la inmersión en la red. Una vez desplegada en su totalidad, descubriremos, entre otras cosas, cómo nuestras emociones terminan contabilizándose, como cualquier otro de los datos aparentemente objetivos que hemos ido entregando hasta ahora. De pronto, serán las emociones las que generen la posibilidad de que se creen nuevos algoritmos, que se comiencen a procesar cálculos emocionales y a generar datos que se devuelvan a sus usuarios, no ya como información, sino también como emoción, que alcancen directamente a nuestro cerebelo sin ser detectados por el radar.

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

El conflicto no será entre naciones. El conflicto podrá estallar en cualquier sitio, en cualquier territorio, con cualquier chispazo. Las empresas del dato fundamentalmente son norteamericanas, pero no las únicas; otras “empresas” digitales en China son parte del “aparato”, como lo son en Rusia, como otras fuera de nuestro ámbito de occidente, en el que no temíamos amenaza tecnológica externa alguna hasta que un exceso de cortoplacismo nos la hizo real como la vida misma. Y luego están los hackers no alineados, los colectivos rebeldes o mercenarios, etc… El paciente cero pudo ser ese poder estructurado en torno a lo mercantil, en torno a lo que es o ya fue, tan antiguo que él mismo se ha ido enredando en su propia trampa sin capacidad para poder renovar la seducción de esos mercados que engendró, y que como los cuervos que uno mismo ha criado, no atienden ni lealtades ni razones salvo su avidez por descubrir nuevas joyas de las que apoderarse para seguir acumulando riqueza.

El sucesor, al que recibimos originalmente con aplausos, pensando que vendría a devolvernos la esperanza de la verdadera redemocratización, se encarna en Google, Meta, Apple, Microsoft, Amazon, que han conseguido guiarnos hasta las mismas puertas del Metaverso prometido, en el que nadie será quien no sueñe haber sido.

¿Qué pasará, entonces, cuando una oficina pública, pongamos, la que concede las ayudas a los proyectos innovadores y digitalizadores, o la oficina virtual de atención al cliente de un banco, abran sus “puertas” en uno de esos “metaversos” convenientemente nutridos de plataformas y nubes? ¿En manos de quién queda el rastro de esas operaciones, de esos datos y metadatos intercambiados?

No me refiero a los datos nominales, claro (¡salvemos la privacidad!) pero sí los datos anonimizados. Ahora, cuando el Banco entre en el metaverso estará obligado a asumir que el alcalde-presidente de la “parcela” en la que abre su nuevo portal no es un servidor público sino un organismo privado, a quien tendrá que rendir información suficiente como para que aprenda cada día un poco más de su modelo de negocio. O cada segundo, porque en la misma dimensión digital, ya lo hemos visto, tendrán sus puertas abiertas todos los bancos. Cuando todo un sector, ya sea privado o público, a nivel nacional, local o regional, empiece a brindar sus servicios al usuario metaversal, comprando parcelas al dueño no solo del terreno sino también de la maquinaría, ¿quién será el propietario y quién el capataz?

Tanto poder en desplazamiento es posible que haga aflorar en algún momento el conflicto ahora latente. Nadie ha entregado un estado de poder sin resistencia, ¿por qué tendría que ser así ahora?. ¿Entonces, el conflicto dónde va a empezar? ¿Entre países? Puede, pero de un modo tan directamente responsable como aquel atentado que hizo detonar la primera Gran Guerra, movido por unos hilos que se manejaban muy, muy lejos de donde el pobre archiduque voló en mil pedazos. Del mismo modo, nos enteraremos mal, tarde o nunca de cómo empezó todo. Lo que sí será previsible es que sea ese el conflicto del que resulte una sociedad rendida voluntariamente al control, o que esté mucho más tocada y controlada por la previsibilidad. Con el sanísimo propósito de que nada malo nos vuelva a ocurrir, ¿no? O bien, quizás, una sociedad que regrese a la oscuridad de la Edad Media, que renuncie al avance que supone la digitalización en tantas cosas a cambio de no perder por completo el control, de no ceder el control por completo en manos de unos pocos, de los dueños de una tecnología que nadie más que los que la diseñan, y ni siquiera ellos, serán capaces de contener o de controlar.

Lo que sí parece ya evidente es que cada vez que el “monolito” de la comunicación se vislumbra en nuestro horizonte, podemos esperar convulsiones pero no calcularlas; podemos alegrarnos o temer por ellas, lo que -francamente- da un poco igual a gran escala; podemos tratar de disimular nuestra preocupación, retrasar el momento de hacer sonar la alarma o incluso tratar de escabullirnos por la puerta de atrás, de noche, cuando nadie más mire. Pero que un cambio de ciclo nunca es pacífico, de eso, my friend, puedes tener la más absoluta seguridad.

It has been said that history repeats itself. This is perhaps not quite correct; it merely rhymes.

(Theodor Rike)

(publicado originalmente en LinkedIn el 12.09.2022)

Lo que ocurre en Google se queda en Google

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?
Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente.

Hagámosla corta. El homo zapping es -por mucho que nos duela- también ese mismo sapiens sapiens con el que tanto nos complace autodefinirnos. Como los venenos, como los perfumes, lo que en pequeñas dosis nos hace mejores, a grandes dosis nos deja hechos unos zorros. Véase una humilde subdivisión celular, imprescindible para nuestra vida en proporciones controlables, y absolutamente letal cuando se descontrola y se vuelve tumoral. O el turismo, o el consumo, o las convicciones ideológicas o… perdón, esta serendipia no toca hoy, no ahora; venga, hagámosla corta.

Zapear es lo que decíamos que hacíamos cuando apenas había más de cinco u ocho opciones en el televisor por las que botábamos y rebotábamos en el lapso de pocos segundos, como si aquel panorama fuera a haber sufrido un cambio radical respecto del anterior cuarto de minuto. Contra lo que se pudiera pensar, no nos dedicábamos a tales volatines audiovisuales porque hubiera más o menos canales sino porque ya no había que levantarse del sofá para pasar de uno a otro. La madre de todos los zapeos no fueron las plataformas multicanal sino el mando a distancia. Si quieres desenganchar a tu familia del consumo televisivo indiscriminado, basta con esconder el control remoto durante unas horas (no basta con que las pilas se hayan gastado, como la experiencia bien nos ha demostrado). El interés por saber qué habrá en otros canales es inversamente proporcional al número de sentadillas necesario para descubrirlo.

En aquellos años de la promiscuidad y la proliferación temática, estimulada por partidos políticos que buscaban a toda costa aumentar su influencia a base de licencias televisivas, descubrimos relativamente pronto que los dueños de los medios, en España, eran unos pocos, muy pocos, apenas un manojito que se podía enumerar con los dedos de una mano: en portada figuraban los Polancos y Cebrianes, Pedrojotas, Laras, Berlusconis o Roures, y ya en páginas interiores, accionistas de otros sectores con intereses en lo mediático (quién no), que terminarían por quedarse o renunciar, entre ellos los Ciegos o los Obispos o, algo más tarde, los Telecos. Como firmas invitadas, otros señores de medios menos aparatosos pero no por ello menos influyentes como los Bergareche o los Godó o los Joly. Para qué seguir; tampoco es necesario aquí ser exhaustivo en el recuento.

Nos quedamos todos tranquilos, las masas, digo, con esa idea de los “grupos mediáticos” que venía a encajar relativamente bien con aquella romántica ilusión de un “Cuarto Poder” que, a base de ser poder se había olvidado a conciencia de su misión de denuncia o exposición de los abusos de los otros tres. Nada que no estuviera ya presente desde su génesis, tal y como había dejado claro el Ciudadano Hearst.

—————

Y entonces llegó Internet, que los grandes grupos mediáticos contemplaron, en principio, como un entorno al que convenía demonizar antes que comprender. La cascada de noticias que los medios “tradicionales” difundían (y aún difunden, como hemos visto en el “caso Escalona”) cada vez que se producía una fuga o un derrumbe en la dimensión digital era cosa de asombro. Confiados en su poder de persuasión e influencia, cuando quisieron darse cuenta de la profundidad del abismo por el que se precipitaban, los mass media ya no supieron ni a qué saliente aferrarse ni si merecía la pena intentarlo siquiera. Ahí parece que siguen muchos de ellos, porque incluso la larga caída arrastra una estela en la que muchos interesados aún acumulan ingresos, proclamando que el emperador no está desnudo mientras se le ve el fondillo entre los remiendos.

¿Y a nosotros, lectores, espectadores, oyentes, ávidos consumidores de medios por todos los medios, en qué nos importa su duelo o su desdicha? ¿Les debemos algo a esos tótems mediáticos que hace ya décadas dejaron de cumplir con la misión con la que se habían ganado nuestra confianza ciega? No, claro que no. El destino de una Prisa o un Mediaset nos la trae al pairo, más aún si todavía no hemos cumplido los treinta años. Sin embargo, hay algo a lo que sí deberíamos -quizás- prestar algo más de atención, especialmente los menores de treinta años y los mayores que se preocupen mínimamente por su futuro.

El zapping, hiperdescontrolado

Oímos por ahí, decimos y repetimos que el público es ahora el dueño de lo que ve; el juez implacable de lo que se muestra, sin intermediarios, e incluso el autor/creador de sus propios contenidos. A diferencia de lo que ocurría con los canales “de toda la vida”, los canales que nos cuesta entender como tales son los que construimos, editamos y promocionamos cada uno de los cuatro mil millones y medio de usuarios de redes sociales hoy en activo. 

(Para los de letras esa cifra supone la mitad de la población del planeta, pero si aplicáramos consideraciones más restrictivas como la edad o el nivel de alfabetización o acceso a redes, podríamos decir que prácticamente la totalidad de los terrícolas con potencial para comunicarse).

A día de hoy, aún hay muchas compañías especializadas en ofrecer servicios de comunicación a todas las demás que tratan a los usuarios de social media como si fuéramos los receptores de la emisión unidireccional que controlaban los mass media a su medida y conveniencia. Han hecho una traducción rápida de roles (seguramente usando el traductor de google) y donde ponía prescriptor tiran de “influencer”, y han cambiado métricas de audiencia por “impresiones”, como si fueran análogas.

El principal descuido que cometen en esta traducción que parece contentar a ambos lados del comercio de contenidos es el de creer que la segmentación de públicos hiperprecisa que les facilitan los soportes digitales ya garantiza el éxito de sus mensajes y campañas. Obvian más o menos consciente y calculadamente que si el proveedor de las herramientas de análisis es para todos el mismo (llámese, por ejemplo google analytics) lo evidente es que todos los competidores tendrán, por tanto, el mismo nivel de acceso al mismo tipo de información y, por tanto, al mismo tipo de inteligencia para su inversión en medios. Salvando la diferencia de presupuestos, es más que probable que una compañía y su rival terminen tirando de los mismos adwords para el mismo público y en el mismo momento, ya que comparten al mismo analista que es, además, el propietario del medio en el que se alojan todos esos millones de canales creados, nutridos y defendidos por nosotros, la nueva raza de los “creadores de contenidos”.

Aquí todos perseguimos “la fama”, y lo hacemos la mayoría de manera “noble” o “timorata”, otros descaradamente, “a la Escalona”, y muchos, incluso, llegando a comprar seguidores por centenas o millares en las granjas donde se “cultiva” a otros espectadores con nuestra misma apariencia pero sin cuerpo ni sustancia, igual que los famosos pollos sin cabeza de la comida rápida. Los participantes del negocio de la publicidad online prefieren mirar para otro lado antes que admitir que las métricas tan precisas de las audiencias digitales no son más que las sombras de la caverna con las que ilusionar a unos clientes que, en las contadas ocasiones que deciden asomarse a la realidad, se dan de bruces con la soledad real en la que viven sus marcas.

Mientras, el espectáculo debe continuar, y nadie parece querer ser el primero en reconocer lo que cualquier habitual de casino sabe: que todos los jugadores que acudimos a la mesa a depositar nuestras fichas -pocas o muchas- lo único que hacemos es marear la perdiz y obtener una ficción de ganancia, porque la única que solo puede ganar es siempre la banca. Y aquí es donde cabe la siguiente pregunta…

El hiperzapping, bajo control

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?

Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente. 

El negocio de Youtube, por mencionar una de esas plataformas (precisamente la que el “infamoso” Escalona ha elegido para labrar su pequeña parcela de malas hierbas) se basa en hacernos creer que lo importante es conseguir audiencia, tal y como hacían nuestras entrañables cadenas televisivas pelear por el rating y por el share. En realidad eso no es más que el mcguffin, la ilusión, el cebo para que nos dediquemos a alimentarlas y realimentarlas con nuestros contenidos, recomendaciones, comentarios y visitas. Gracias a ello, lo que consigue Youtube es que nos movamos todos por el interior de su gran casino de luz, color y sonido, a ser posible durante tanto tiempo que perdamos de vista el recuento de los días y las noches.

Es cierto que si tienes muchos seguidores, visualizaciones, impresiones… la plataforma paga. ¿Y qué? ¿Con qué dinero paga el casino a los que salen victoriosos de la mesa de ruleta? Con el que han perdido los demás, claro. El negocio del optimismo es inagotable. “Todos los días nace un tonto” es el lema de los timadores. “Todos los días nace un influencer iluso” es el de youtube, insta, tiktok, meta, spoti, twitter y cualquier nuevo “player” que tenga el capital, el respaldo o el coraje suficiente como para construir otro casino en estas nuevas vegas digitales que -al igual que en las del oasis legal de Nevada- a poco que se escarbe bajo la moqueta roja y las cascadas multicolores no hay otra cosa que la arena del desierto.

Cuatro mil millones y medio de canales. ¿De verdad cree alguien que cuando los dueños de Youtube (o Meta, o cualquier otra bigtech) dan alguna de sus charlas -o envían tutoriales para que aprovechemos y promocionemos nuestros contenidos con más eficacia- les preocupa lo más mínimo quién sacará mejor partido a sus consejos? Todo lo contrario, el sermoncillo de un(a) gerente regional -un(a) director(a) comercial, vaya- persigue así, a primera vista, dos objetivos que no tienen nada que ver con el declarado: por un lado, mantenernos dentro de la ilusión del casino, de la posibilidad de que algún día juntemos las tres cerezas y nos toque el premio gordo de convertirnos en influencers, o lo que es lo mismo, que los galgos sigamos a la carrera, vuelta tras vuelta en pos de la liebre imposible.

De paso consiguen que en nuestra febril persecución atraigamos la atención de nuevos jugadores, que son los que de verdad importan, no tanto por la audiencia que aporten sino por pasar a formar parte, ellos mismos, de la tribu de los que deambulan día y noche por sus pasillos virtuales. Al fin y al cabo un canal y un pasillo son cosas muy parecidas.

El objetivo principal es, una vez más, el de concentrar y controlar cada vez más tiempo de atención, es decir, tiempo consciente, tiempo vital, de esos millones de usuarios que somos, en realidad, los mismos millones de consumidores a quienes las marcas a las que presumen de servir los social media les cuesta más y más llegar, forzadas a pasar por sus casetas de peaje, apenas un puñado para todo el planeta.

Pero eso es otro contar… (eso sí, si alguien quiere ponerle música, recomiendo acompañar la lectura con esta copla de Bruce Springsteen que me ha rondado desde la primera frase).

(Publicado originalmente en Linkedin el 20.08.2022)

photo: pexels-imustbedead

Selfivisión Plus

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Despedir a todo el equipo de atención al cliente mediante un vídeo previamente grabado, o a 900 empleados en una videollamada de pocos minutos, son noticias recientemente publicadas que han generado cierto desasosiego, tampoco mucho, si somos sinceros. Se han tratado y comentado en gran medida como si fueran salidas de tono extraordinarias, anomalías, extravagancias de ejecutivos psicópatas.

Sin embargo, en algunos países ya nos hemos ido acostumbrando a que los responsables políticos comparezcan a comunicar sus medidas -y algunas nada gratas para los ciudadanos- en una pantalla de plasma, desde antes incluso de que hubiera una pandemia acechando a la vuelta de la esquina.

Tampoco es novedad ya (hasta los boomers lo hemos aprendido) el que se pueda dar por terminada una relación afectiva con un simple mensaje de whatsapp; o incluso sin él, simplemente cortando los hilos de las aplicaciones que usabais como punto de encuentro. Tan fácil, tan frío. Un correo electrónico es hoy un arma tan precisa, certera y silenciosa en el entorno laboral o empresarial como la pistola con silenciador de las películas de asesinos a sueldo, o como el uso de drones para borrar a alguien del mapa a muchos kilómetros de distancia, sin tener que desgastarse en el cara a cara.

Solemos achacar estos comportamientos a una especie de deterioro generalizado de la empatía, y en más de una ocasión como efecto colateral de la aceleración y el distanciamiento experimentados por este nuevo mundo digitalizado y globalizado. Es lógico que pensemos así porque si hay todo un mito construido en nuestra sociedad es que la distancia es el olvido y el roce hace el cariño.

A menor roce y más distancia, la ecuación solo puede arrojar un resultado. Sin embargo, eso podría explicar la pérdida de amor, pero ya que no necesitamos llegar a esos extremos afectivos ¿explica también la pérdida absoluta de empatía por nuestros congéneres? Me pregunto más bien si la distancia que provoca ese deterioro en la manera de mirar a los demás no tendrá su origen, precisamente, en el propio formato con el que miramos, eso que en un artículo anterior llamaba Selfivisión.

Tu cara es un cromo

Esa disociación de forma y contenido que se refleja en todos y cada uno de los planos de la digitalización, y que incluso ha llegado a reflejarse en la distancia cada vez mayor entre la persona que somos y la máscara con la que nos mostramos ¿cómo no va a influir en la manera en la que percibimos a los demás? Si nosotros somos los primeros que manejamos nuestro yo digital como una producción audiovisual, en la que no todo es mentira pero, desde luego, no todo es verdad ¿cómo llegar a albergar un sentimiento profundo por los demás personajes del reparto, que apenas pueden aspirar más que a ser los secundarios de esa “peli” en la que nosotros somos los protagonistas?

A la velocidad a la que se mueve la Red y a la que nos movemos dentro de ella, las caras se suceden una tras otra sin tiempo para adquirir volumen. Como cuando de niños coleccionábamos cromos (me refiero a los que fuimos niños hace medio siglo, claro) hacíamos lo mismo que ahora veo hacer en Tinder. Sile, swipe, nole, swipe. Los perfiles de las redes sociales muestran nuestra foto y nuestra brevísima descripción para que podamos decidir a toda velocidad si nos quedamos con ese cromo o lo cambiamos por otro.

En esa objetualización propia está implícita otra aún mayor, la de los demás; lo que permite preguntarse si será una tendencia que las generaciones más jovenes y digitalizadas desde la cuna manejarán sin conflicto o si, por el contrario, a medida que vayamos sumergiéndonos en un nuevo formato de web, inmersiva, tridimensional, “metaversal” la separación entre personas y avatares llegue a ser tan insalvable que nos dé igual lo que pase con esos “muñecos” que comparten con nosotros el escenario del “videojuego”.

Quizás sea ese el escollo invisible al que deba enfrentarse la exploración y la explotación del anunciado metaverso (por mucho que Zuckerberg haya corrido para vendernos sus parcelas sobre plano, haciéndonos dudar de si la especulación inmobiliaria no habrá que considerarla un sesgo antropológico de nuestra especie). Quizás todo lo que hemos conseguido proyectar como imagen personal en el plano digital no nos devuelva la misma satisfacción si al “avatarizarnos” resulta que se hace añicos la última barrera de la credibilidad.

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Todo el día es Carnaval

Dice “el tío Mark” (y corean los más chic) que el metaverso abre un nuevo e infinito horizonte de negocio, de luz y de color; y que uno de ellos, heredado del sector del vídeojuego, será el de la venta de disfraces y complementos para enriquecer la expresión y la personalidad de nuestros avatares. La apuesta es trasladar el mismo patrón de diferenciación que enriqueció el sector de la moda al plano inmaterial; más o menos como cuando Neo, Trinity y Morpheus, aparecían “avatarizados” en la Matrix, luciendo guaperío de cuero negro y gafas de sol mientras que ahí abajo -prisioneros del mundo físico- andaban cubiertos apenas con unos andrajos remendados.

Quién sabe, puede que lleguemos a eso, puede que nos arrojemos a vivir la vida loca en lo virtual mientras vamos reduciendo paulatinamente las ocasiones para el disfrute físico. Casi todas las distopías apuntan de un modo u otro en esa dirección. 

Por el momento no es así. Por ahora dedicamos buena parte de nuestro tiempo y atención a crear, editar y proyectar nuestra imagen al “público”. Ya sea por motivos de trabajo, sociales, amorosos o comerciales, nos hemos convencido de que no podemos descuidar esa imagen con la que nos proyectamos en el entorno digital. En la inmensa mayoría de los casos, lo que mostramos no es una mentira salvo por omisión; es una versión edulcorada, sí, pero que no deja de ser real.

De hecho, gran parte de su valor, de la recompensa que obtenemos reside, precisamente, en que es nuestra cara la protagonista de esos momentos seleccionados, de esas fotos y vídeos admirables por el motivo que sea (desde la belleza del entorno a la integridad del mensaje, pasando por el humor del que hacemos gala). Entonces, cuando nos adentremos en ese metaverso en el que Zuckerberg y muchos más nos va a vender caretas y disfraces ¿a quién verán los que nos miren? ¿A nosotros? ¿A un cartoon? ¿A un personaje de vídeojuego del que no sabrán qué parte de lo que se ve es real o, una vez sembrada la duda, si quedará algo de realidad en alguna parte de eso que se ve?

The higher they rise…

Lo que se ha puesto de moda en llamar metaverso nos sitúa, me parece, en una encrucijada. A un lado, el camino que se nos está mostrando -vendiendo-, como una versión enriquecida de nuestra experiencia digital, es decir, un paso más en la misma dirección en la que ya caminábamos, un progreso.

El camino alternativo, en cambio, más que un avance puede llegar a parecernos un desvío o, incluso, un retroceso. Depende mucho de hasta qué punto lleguemos a sentir que ese avatar con el que nos adentramos en el nuevo entorno es capaz de respetar y transmitir la imagen que tanto nos cuesta construir. Total, para que luego digan que es un disfraz y, al abandonar el baile del Carnaval, al despojarnos de la ropa y la careta que hemos alquilado, como en la canción de Serrat, cada quien vuelva a ser cada cual. Esa “bajona” se aguanta un día de vez en cuando, pero ¿a todas horas? ¿y en el aula y en el trabajo también? La perspectiva me resulta tan aterradora como la perenne sonrisa del Joker.

El riesgo -ya lo estamos viendo reflejado en la creciente oleada de ansiedad y problemas de autoestima que sufren los niños y jóvenes de Occidente- es que el sueño sea tan apetecible que prefiramos quedarnos a vivir dentro de él, que el metaverso termine convirtiéndose en una metaversión de los fumaderos de opio. No sería la primera vez.

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 22.02.2022

Selfivisión

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

Una pregunta para mayores de… ¿veinte años?

¿Recuerdas cuántas veces al día veías tu propia cara antes de que llegaran los smartphones y las redes sociales, allá por el 2007?

¿Recuerdas cuántas ocasiones tenías de escuchar tu propia voz en una grabación antes de que llegaran los mensajes de voz? ¿Y la rareza que te provocaba el oírla así, por fuera de tu cabeza, como si fuera la de otra persona?

Eso que ahora nos parece tan trivial, lo de vernos y escucharnos continuamente en la pantalla del móvil o el ordenador, ya sea en foto o en vídeo, es probablemente uno de los factores más impactantes de la disrupción digital. Y no lo es solamente porque hayamos pasado a formar parte de lo que antes era un territorio exclusivo de estrellas de la pantalla, ya fueran actores o políticos -disculpen la redundancia-, famosos o profesionales de los medios.

Es relevante porque al hacerlo, al convertirnos en los protagonistas de nuestros propios canales en las redes, hemos transformado por completo el sentido y el significado de nuestra imagen. Hemos pasado de vernos ocasionalmente en fotos y vídeos que documentaban lo que habíamos sido y hecho a mostrarnos a los demás para conseguir lo que deseamos ser y hacer.

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

A diferencia de la época predigital, la foto que nos tomamos no responde tanto a una improvisación del momento como a una intención premeditada con un destino predefinido: el espacio mediático social de la Red. Al igual que en aquel tiempo ya olvidado, procuramos salir “guapos” en la foto, por supuesto, pero ahora, además de componer atrezo, vestuario y peluquería dentro de lo posible (y algunos más allá de lo posible), nos esforzamos en cuidar la localización, la luz y el encuadre. Y no nos conformamos solo con eso.

Disparamos varias fotos o realizamos varias “tomas”, para poder seleccionar después aquella que consideramos que es más “publicable”, incluso para la restringida audiencia de quienes no aspiramos a ser “influyentes”. El poder de sugestión del medio, de vernos en una pantalla -aunque solo sea por imitación a lo que hemos visto durante décadas en la del televisor- nos lleva a actuar como si nos fueran a ver cientos o miles de desconocidos. ¿Quién sabe?

Una vez elegida la foto, o el vídeo, y gracias a la enorme capacidad de las aplicaciones que nos lo facilitan, pasamos a edición, es decir, a recortar lo que no debería permanecer ahí, para la posteridad. En la fase de postproducción, por último, aplicamos un filtro más o menos embellecedor o artístico y, entonces, cuando estamos satisfechos con el resultado, a veces después de consultarlo con otros, lo publicamos. Lo hacemos, además, fingiendo una espontaneidad que está claro que ya no es tan “espontánea”, lo que los profesionales nos enseñaron que se llamaba “un robado posado”. Y todo este proceso no sucederá solo una vez; porque tenemos el arma y la motivación, y porque las oportunidades nunca escasean.

Una de las consecuencias de esta evolución de nuestra experiencia audiovisual es que irrumpe en la percepción de nuestra propia identidad; del sentido que adquiere para nosotros mismos tanto como de su papel en nuestra relación con los demás. Cada vez más, no son las fotos las que queremos que se parezcan a nosotros (como cuando Kodak nos vendía carretes y carruseles para conservar nuestros mejores recuerdos). Cada vez más, al crear todo ese despliegue de imágenes que anticipan en muchos casos el contacto presencial, somos nosotros los que queremos parecernos a nuestras fotos, a esa imagen que hemos compuesto y que nos gusta tanto proyectar.

De este modo, la distancia entre el yo que somos y el yo que mostramos se va ampliando poco a poco (o no tan poco, tal vez). Antes, cuando solo nos mirábamos al espejo un par de veces al día, era la interacción con quienes manteníamos una relación -cercana, cotidiana, física- la que nos devolvía el reflejo de lo que éramos. En esas condiciones nuestra imagen no podía distanciarse demasiado de la realidad, ni siquiera en Carnaval.

Ahora somos nosotros los que construimos ese reflejo para los otros, para muchos otros, con quienes mantenemos una relación que puede ir desde lo anónimo hasta lo puntual o televisado. En este nuevo formato de relación reemplazamos el ser por el parecer, en una estilización -insisto, generalmente inocente, pero no inocua- que termina por condicionarnos, por “engancharnos”.

El fenómeno, aunque lo trate aquí de ese modo, no es algo aislado. Este festival de egovisión es, en definitiva, un síntoma más de la disociación entre forma y contenido que reside en lo más esencial de la revolución digital.

Al manipular nuestra imagen, al convertirla en un objeto externo a nosotros mismos, no solo nos hacemos menos dueños de ella de lo que -paradójicamente- nos creemos, sino que abrimos la puerta a que se hagan dueños los demás, a que nos “memifiquen”, a que nos miren y a que -no hay más que ver los comentarios en las publicaciones de famosos y anónimos- nos cataloguen o evalúen como si fuéramos eso que hasta hace poco no éramos: simples personajes de la pantalla, en dos dimensiones, sin mayor profundidad.

P.S. Si has llegado hasta aquí (gracias) aprovecho para recomendarte que leas la historia de la imagen que ilustra este artículo. Lo de que el retrato sea una versión (muy) mejorada de nosotros mismos no es nuevo, sobre todo cuando tiene un propósito de venta. Es ahí donde hemos acabado recalando todos, y es ahí, en la universalización del fenómeno donde todo se altera. Porque… ¿cuando todos hemos caído en la tentación de vendernos, quiénes serán los que confíen en lo que enseñamos y quieran comprarnos?

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 20.02.2022)

La zanahoria interminable

El secreto de la Zanahoria Gigante es el del horizonte inalcanzable propio de nuestro planeta redondito, en el que el Sol nunca se llega a poner en todas partes al mismo tiempo. Nunca seremos absolutamente libres ni absolutamente iguales, así que cada nueva conquista alcanzada nos descubrirá, para nuestro mayor agotamiento, que todavía nos deja a la misma distancia de la meta ideal, como en un suplicio griego o en la Copenhague de Vetusta Morla, sin llegar a saber jamás donde empezar o terminar.

¡Qué año el de 1790!

Andábamos los burgueses de Francia (y no solo) revolucionados de ansia viva por el poder recién asaltado, y al que habíamos accedido por precipitación, tras alcanzar la masa crítica de peso poblacional, poder mercantil y argumentario ilustrado. Habíamos contado, incluso, con exitosos experimentos pioneros al respecto; los bárbaros de las Islas Británicas habían probado ya que se podía descabezar a un rey sin exponerse a atraer la cólera de Dios (bien es verdad que los reyes anglicanos llevaban doscientos años ganándose a pulso la indiferencia divina por la suerte que pudieran llegar a correr). Solo nos faltaba algo esencial para que diéramos el paso y cundiera el efecto de la Bastilla Roja que el Morpheus de la época nos había invitado a tomar.

Ese algo era nada menos que una estrategia para que la defenestración del estado noble no provocara tal vacío de autoridad que el nuevo orden surgido se convirtiera demasiado rápidamente en el viejo caos, y todo lo bueno conseguido se confundiera con lo malo por suceder, como de hecho ocurriría muy pronto, durante el agitado paréntesis del Terror. Que una cosa es quitar a un rey para poner a una asamblea y otra muy distinta que cualquier sans culotte se considere con derecho para reclamar el trono vacante. Para eso no hicimos la revolución, que con las cosas de poder no se juega.

El dilema tampoco era nuevo en la historia. La razón de ser de una autoridad, incluso de una autoridad absoluta o déspota, se tiene que sustentar sobre un relato compartido de manera masiva, ya esté basado en el miedo, en la fe o la ambición (por mucho que se parezcan entre sí). Ni el mismo Moisés hubiera conseguido que los judíos abandonaran el Egipto de sus pesares sin haber ofrecido a sus paisanos una Tierra Prometida hacia la que dirigir sus pasos. Entonces… ¿cuál podía ser el horizonte ideal que ofrecer a la sociedad revolucionada para que -una vez saciada su sed de revancha- pudieran organizarse mínimamente para ser precisamente eso, una sociedad?

Hasta hacía apenas unos pocos años, cualquier ciudadano francés tenía más que claro cuáles eran los límites de sus actos: la voluntad del rey, que no por nada estaba respaldada por la gracia divina. Si desobedecías al rey, morías. ¿Que desobedecías a los familiares o a los pares del rey? Pues morías también. ¿Y si te resistías a lo que te pedían los administradores del rey o de cualquier señor de la nobleza o el clero?. Vaya, qué coincidencia y qué sinvivir. Nada más sencillo de entender o aplicar que un código civil así de binario, tan parecido al veredicto del pulgar de un César en la tribuna de un circo romano.

Pero cuando ya no hay rey ni césar, ni aristocracia ni razón divina que sustente la autoridad de nadie, sino que esta pasa a emanar del pueblo ¿cuál será ese criterio con el que fijar nuevos límites que pueda complacer a todo el maldito pueblo?. Ah, mes chers frères, ahí es cuando los burgueses nos topamos con la idea feliz.

¿Y si en vez de legislar a base de límites y obligaciones, articuláramos derechos? Derechos Humanos, así, por contraposición a los designios divinos. O dicho de otro modo, en vez del Código del Palo daríamos la vuelta a la omelette y legislaríamos con la mirada puesta en la Gran Zanahoria; una ilusión tan distante e inalcanzable que siempre, siempre nos quedaría a la vista y siempre lejos, como el puente aquel, como la flecha del pobre Aquiles, que por mucho que se esforzara, jamás llegaría a alcanzar la diana que le dispuso el pillo de Zenón.

Solo hacía falta un eslogan que le quedara a todo el mundo tan clarito como lo del pulgar del césar. Y ahí hay que reconocer que maese Desmoulins anduvo sembrado. Libertad, Igualdad, Fraternidad. Ahí queda eso. No te digo que lo superes, tan solo que lo empates. Parecen tres palabras bonitas en un eslogan pintón (que se lo digan a Ayuso, si no). Desde entonces toda legislación procura incorporar esos conceptos a sus fundamentos. Desde entonces, todo lo que se haga tiene que parecer que cumple con la misión de hacernos más libres y más iguales. Lo de fraternales lo dejamos ya, si eso, porque tampoco hay que ponerse moñas, y porque, justo es reconocerlo, si nos tratáramos como los hermanos de algunas familias sería más que probable que acabáramos como el rosario de la aurora.

El secreto de la Zanahoria Gigante es el del horizonte inalcanzable propio de nuestro planeta redondito, en el que el Sol nunca se llega a poner en todas partes al mismo tiempo. Nunca seremos absolutamente libres ni absolutamente iguales, así que cada nueva conquista alcanzada nos descubrirá, para nuestro mayor agotamiento, que todavía nos deja a la misma distancia de la meta ideal, como en un suplicio griego o en la Copenhague de Vetusta Morla, sin llegar a saber jamás donde empezar o terminar.

Sugiero tener esto en cuenta cada vez que asistamos al recurrente debate de los derechos inalcanzados. Y recomiendo, ante todo, mucha calma, porque ese es un recurso del que jamás andaremos escasos, por muchos pasos que demos hacia atrás o hacia delante. ¿Que se consiguió la cuota de actores negros en las producciones de Hollywood? ¿Y qué pasa con los asiáticos? ¿Que ya se impuso la cuota de mujeres en los consejos de administración? ¿No habrá que pedir entonces la cuota LGTBI? ¿Aceptamos ya el reconocimiento administrativo de las parejas de hecho? ¿A qué esperamos para reclamar el de los tríos o cuartetos poliamorosos?

Mientras tanto, cada nueva ley dejará vacíos legales que al tiempo se convertirán en nuevas reivindicaciones (con todo el derecho del mundo, por supuesto), que servirán para continuar jugando al juego de la manta, que si la estiras por arriba para taparte la cabeza dejas los pies al descubierto. Y que, ya lo cantaba Lluís Llach, si tú la estiras por un lado y yo por el otro, seguro que termina por caer. Vaya, mira tú por dónde. A ver si era justo para ese supuesto para lo que nos tenía que servir la Fraternité.

——————-

P.S. Ajenos a la zanahoria que tanto nos entretiene, mientras tanto, los nuevos revolucionarios que han ido ganando peso, valor y argumentos para lanzar su asalto al poder, solo esperan a adquirir ellos mismos, tal vez, un nuevo ideal con el que reemplazar al de los Derechos Humanos. Un new deal asumido por la mayoría no ya europea e ilustrada, sino global y conectada. Si la dialéctica no nos falla esta vez, puede que ahí encontremos una de las semillas de los síntomas tan visibles de retroceso democrático que van calando en el nuevo orden que ahora se despliega.

Artículo publicado originalmente en Linkedin el 14.09.2021

Photo by unsplash.com/@petermode

Anivirsario

¿Se puede definir como “sanitaria” a una crisis en la que la inmensa mayoría de la población está sana y la mortalidad del virus es de dos millones de personas en todo el planeta? La cuestión que parece que no nos planteamos es que a partir de una crisis de gestión de recursos, llamémosla si queréis “administrativa”, se han alterado o suspendido derechos fundamentales recogidos en las constituciones democráticas que tanto costó que se aceptaran y «escrituraran». 

El 11-M compite para quitarle el primer puesto en las supersticiones al viernes 13. Se cumple un año desde que -como diría el Chapulín Colorado- “pandió el cúnico” de la mayor crisis sanitaria que vieron los siglos. Tanto, que quizás se nos haya pasado por alto que la crisis, en realidad, no sea tanto una crisis de salud como de gestión de los recursos sanitarios.

No, el coronavirus de la covid-19 no es tan letal como otros que hemos padecido en tiempos y lugares más distantes, desde la peste bubónica al VIH del Sida, o el del Ébola, por ejemplo. Y no es que pretenda restarle importancia, ni mucho menos, pero la inmensa mayoría de quienes estamos “preventivamente confinados” no es por estar enfermos, ni siquiera por no saber si lo estamos, como el famoso gato cuántico. Entonces… ¿se puede definir como “sanitaria” a una crisis en la que la inmensa mayoría de la población está sana y la mortalidad del virus es de dos millones de personas en todo el planeta?

Las medidas que restringen desde hace un año nuestra vida tal y como la conocíamos responden a la incapacidad de los sistemas de salud para hacer frente a un volumen determinado de personas que “podrían llegar a contagiarse y enfermarse, aunque ahora estén sanos”. En realidad la crisis es de gestión y previsión de los recursos sanitarios. En este sentido, la obsesiva atención que prestamos a profesionales de la salud, investigadores y pacientes impacientes, entre otros, nos distrae de que observemos con más detenimiento la responsabilidad de los gestores presentes y pasados de nuestros recursos sanitarios, que siguen ahí, como si la cosa no fuera con ellos.

La cuestión que parece que no nos planteamos es que a partir de una crisis de gestión de recursos, llamémosla si queréis “administrativa”, se han alterado o suspendido derechos fundamentales recogidos en las constituciones democráticas que tanto costó que se aceptaran y «escrituraran». 

Nuestros gestores -pasados y presentes, insisto- han propuesto y ejecutado como solución a la falta de recursos, que no supieron o no quisieron prever, el que los ciudadanos nos quedemos de la noche a la mañana sin libertad de circulación, asociación, expresión y no sé cuántas más que seguro que se me escapan.

Y salvo las protestas de unos pocos a los que rápidamente se ha etiquetado de manera agrupada como negacionistas o “gilipollas” (porque ellos mismos se han enfocado en la parte menos argumentable, que es decir que el virus no existe), no ha habido en realidad queja ni conato de insumisión.

Invita a pensar con cuidado cuánto valora nuestra sociedad occidental y demócrata esas libertades, esos derechos de los que nadie más ha disfrutado en toda la historia de la humanidad. Y, sobre todo, qué podemos prever que puede ocurrir después de esta demostración global de tan escasa voluntad o firmeza a la hora de defender esos derechos y libertades que considerábamos hasta hace un año irrenunciables.

Publicado originalmente en LinkedIn el 11 de marzo de 2021

Elegidas para la gloria

Hay algo en esta constante llamada a la paridad de género que me resuena anacrónico. Imaginemos que pidiéramos que todos los pasajeros del Titanic tuvieran pasaje de primera. Sin duda es una ambición honrosa, legítima. ¿Pero de qué servirá que todos -mujeres y hombres- estemos confortablemente instalados en nuestro camarote de lujo mientras el barco se hunde? ¿Por qué no dedicar todo este tiempo y esfuerzo a inventar, a crear el mundo que queremos en vez de a combatir el mundo que no queremos? ¿No sería ese precisamente el modo de actuar arquetípicamente masculino?

Inspiring Girls es una fantástica iniciativa que tuve la suerte de conocer al poco tiempo de su andadura. Parte de una premisa muy sencilla, la de que lo que no se ve no existe (por eso dicen que nunca nos hubiéramos imaginado a Obama en la Casa Blanca si Morgan Freeman no nos lo hubiera hecho creíble antes en el cine). De este modo han conseguido que en muy pocos cursos muchas niñas hayan recibido en sus aulas la visita de mujeres que han desarrollado su carrera académica y profesional en lo que se conoce como STEM por sus siglas en inglés (Science, Technology, Engineering and Mathematics). Las cifras oficiales que muestran la enorme distancia entre hombres y mujeres a la hora de acceder a ese tipo de estudios no hacen otra cosa que darles la razón, y la respuesta y repercusión de su propuesta ha sido magnífica. Es buena señal, puesto que nos permite reconocer que esas vocaciones inexistentes son en gran medida reflejo de un modelo de sociedad y educación que las ha truncado cuando nuestras hijas aún se encuentran cursando la secundaria.

Con ese mismo objetivo me gustaría aportar una pequeña reflexión a la causa «inspiradora». Desde siempre, mucho antes de que hubiera sensibilidad alguna respecto a la brecha de género, hemos escuchado, nos han enseñado, que uno «tiene que valer» para algo. Si no «vales» para Ciencias, para Letras, nos decíamos. Si no vales para «Letras puras», pues para «Mixtas», y así sucesivamente, hasta el punto de que, consecuentemente, uno mismo acababa por renunciar, rechazar y hasta repeler cualquier contenido que no fuera aquel que le aceptara como «válido». Ya sabemos lo difícil que resulta persistir en el amor no correspondido, y lo escasa que anda la autoestima en la pubertad. A partir de ahí, la generación de estereotipos es inevitable, los de Letras nos convertimos en profesionales de lo intangible, de lo poco práctico, inútiles para el mundo real, creativos o soñadores o ilusos, cuando no ratones de biblioteca y eruditos de lo que al hombre de la calle ni le va ni le viene. Y los de Ciencias, cuadriculados, calculadores, racionales, fríos, aburridos y -si hablamos de ingenierías- algo sobrados.

Pero esa pregunta, ese «para qué valemos» tan aparentemente inocuo guarda más veneno del que parece. Al formularla descargamos la responsabilidad de ser útil en la persona y no en la disciplina. Es como si se estableciera desde un principio que la ignorancia de una materia le restara a uno mismo la posibilidad de evaluar aquello que estudia. Somos nosotros los evaluados, los medidos, los cuestionados.

El mismo concepto de Inspiring Girls parece venir a subrayar esa inercia al poner el foco en afirmar y reafirmar a las niñas que sí, que por supuesto, que ellas «valen» para ciencias y tecnológicas, que no se desanimen por la aparente invisibilidad femenina en esas áreas. Entre líneas de un mensaje de respaldo (más que necesario, sin duda) se cuela el mismo estado de conciencia con el que se generó el problema, el de un modelo educativo que cuestiona al niño (la niña, en este caso) de manera unívoca, sin aceptar a cambio cuestionamientos sobre sí mismo.

Dicho de otro modo ¿por qué nunca se escucha la pregunta de para qué les vale a las mujeres la tecnología, la ciencia o las matemáticas? Damos por sentado que son valiosas en sí mismas, pero lo son dentro del contexto de un mundo en el que predomina lo masculino. Las ciencias que estudiamos y la tecnología que desarrollamos no han nacido en una atmósfera aséptica sino en un entorno concebido según una mentalidad cargadita de testosterona. Los hombres no nos preguntamos para qué nos sirven las STEM, claro que no, ya lo hicimos hace mucho, mucho tiempo. Las fuimos creando a nuestra imagen y semejanza, sin contar con las mujeres (no tengo nada que objetar al respecto; ese empeño de algunos en enmendarle la plana a la Historia es una de esas obsesiones ridículas que solo sirven a intereses muy particulares).

El caso es que cuando les pedimos a las niñas que abracen la vocación STEM en realidad las estamos invitando a cuestionarse si «valen» para estudiar unas materias descritas y desarrolladas para un mundo que ni ha pensado en ellas ni ha sido pensado por ellas. Suena un poco exagerado, claro que los avances científicos sirven para todos, nos sirven a todos, hombres o mujeres, me diréis. La penicilina no distingue el género de la persona a la que cura. Por supuesto que no, pero no hablo de quién se beneficia, sino de dónde nace. Por poner algunos ejemplos, no eran las prioridades femeninas las que impulsaron la revolución náutica del milcuatrocientos o la industrial del milsetecientos, ni muchas otras que han cambiado el mundo y, aún más, lo han orientado a seguir pensando y avanzando en la misma determinada y determinante dirección.

Asumo que es una afirmación algo rotunda, esta de que el pensamiento científico y tecnológico llega con el cromosoma XY de serie. Pero si lo pensamos abstrayéndonos por un momento de los tópicos del debate de género en el que nos dejamos envolver recurrentemente (y me consta que no es fácil) basta recordar que los grandes avances científicos se desarrollan en un mundo en conflicto permanente -ya sea luchando contra otros como nosotros, o contra los límites del propio mundo-. No creo que esta sea una hipótesis nada arriesgada, ya que tiene hasta una escena icónica, la del primer arma enarbolada por un primate que termina transformándose en una estación espacial. El gran Arquímedes recibió un estímulo más que suficiente para su polifacética actividad como científico durante el asedio de Siracusa. Replicando esa capacidad de elipsis de Kubrick, desde la Siracusa antigua nos catapultaríamos a un invento, Internet, nacido en el Departamento de Defensa de EE.UU y al que le debemos buena parte de esta llamada a las filas del STEM que hacemos hoy a nuestras infantas. E incluso dando un paso más allá, hasta llegar a lo que Yuval Noah Harari ha llamado en Davos 2020 «la carrera de la Inteligencia Artificial»(después de la nuclear y la espacial), en la que los contendientes «pelean», una vez más, por acelerar el dominio de un nuevo tipo de armamento que les permita afianzar su hegemonía sobre el resto del mundo.

Ahora que fabricamos máquinas inteligentes ¿qué tipo de pensamiento inteligente les estamos enseñando, ese que se deriva de un paradigma «masculino», es decir, competitivo, conquistador, agresivo? ¿No cabe pensar el que pudiera surgir un pensamiento científico que nos ayude a crear tecnología desde otro lugar de nuestra mente? ¿Un pensamiento científico femenino desde el origen, concebido no desde el combate y la defensa territorial sino desde la creación de vida? Y no estoy refiriéndome a hombres y mujeres, espero que se me entienda, sino a masculinidad y feminidad. Al igual que hay mujeres desarrollando e incluso liderando maravillosamente una ciencia creada desde lo masculino, en esa otra ciencia de raíz femenina caben por igual hombres y mujeres.

¿Por qué no les preguntamos a las niñas para que les «vale» a ellas la ciencia? ¿Para qué creen ellas que debiera «valernos» a todos? (la pregunta no es ¿para qué quieres ser científica?, el matiz es importante en esta ocasión). Quizás así muchas de ellas sientan que no se las evalúa para entrar en un mundo ajeno, sino para construir uno propio. En todo caso, la pregunta debiera servirnos a todos nosotros. Estamos viviendo un momento que nos obliga a cuestionarnos. ¿Para qué nos vale la tecnología, la ciencia? ¿Para ahondar en lo que hemos sido y hecho hasta ahora como sociedad, como pobladores de este planeta?

Tenemos la oportunidad de inspirar a millones de mujeres que han renunciado a la tecnología, y no solo para sumarse a lo que ya hemos probado sino sobre todo a mostrarnos lo que tanto nos está costando descubrir.

 

P.S. No puedo menos que citar como otra fuente de inspiración el emocionante libro de la polifacética Elena García Quevedo, «El viaje de las mujeres», apasionante crónica de un descubrimiento que va más allá de lo personal y nos permite escuchar la voz de las «ancianas de la tribu» en medio de este ruido mediático en el que muchas veces se convierte el necesario diálogo -que no lucha- de los sexos.

FAKE IT EASY V (y final)

Es tentador tratar de citar todos los factores que concurren para explicar nuestra realidad actual (o más concretamente, nuestra irrealidad) pero resultaría una tarea tan arriesgada como inabarcable. En esta serie me he querido ceñir exclusivamente a aquellos que afectaron de un modo determinante a la instalación de la falsedad como nuevo estándar de comunicación global, sin el cual no se explicaría la fácil y rápida expansión de las fake news.

Escena VI. Abril de 2019. Oficina del editor de un periódico de referencia.

No, ya no. Desde hace tiempo no hay personal para comprobar si los datos que aparecen en los artículos que nos envían para publicar son ciertos. Aquello de “corroborar los datos” se dejó de hacer en el diario, y solo se mantiene como práctica para lo que se publica en el suplemento semanal.

(Quién sabe si las propias empresas periodísticas no habrán considerado que el auge de las noticias falsas terminará por devolverles a los clientes perdidos. Jugar con fuego tiene el riesgo de que en vez de apostar por aquellas cabeceras de prestigio que garanticen la verdad de una información, terminemos por dudar de todas ellas, de ser indiferentes y, por tanto, completamente vulnerables a lo que nos quieran contar, simplemente basándonos en nuestro sentimiento como aval para otorgar nuestra confianza).

Escena VII. Mayo de 2019. Bruselas. Cuartel general de campaña de un partido político.

¿Qué hacemos? Pues fácil, lo mismo que los de enfrente. Ellos publican fakes continuamente y nosotros también.

Escena final. El otro lado del espejo. 2008-2018

En 2008 ocurren dos hechos aparentemente inconexos: la aparición del iPhone 3G y la desaparición de Lehman Brothers. A ellos habría que añadir un tercero que nos permite empezar a celebrar el nacimiento del fake como categoría, como mundo. En ese mismo año Facebook duplica su cifra de usuarios y supera los 100 millones. No es casual que un año antes hubiera incorporado su versión para móviles y habilitado la publicación de vídeos, y lo que es más significativo, que las grandes empresas hubieran comenzado a realizar fuertes inversiones en la red social creada por Zuckerberg.

Esos tres hechos tomados en conjunto trascienden su papel de antecedentes para convertirse en detonantes de nuestra apasionada entrega a la nueva realidad-ficción. Tal vez en ausencia de uno de ellos se hubiera neutralizado el auge de esta “fiebre” colectiva que hoy ya no nos despierta ninguna extrañeza, pero lo cierto es que cada uno de ellos aportó un elemento clave para que se diera la reacción en cadena que causaría la mayor explosión mediática de la historia.

En esencia lo que la caída de Lehman Brothers provoca en 2008 es que aquel 15 de septiembre, a la 1:45 am (hora local) ya no hubo forma de escabullirnos de la verdad: todo era falso. Con este “todo” me refiero a que se convirtió en mentira aquello que no podía, que no debía haberlo sido jamás. De un modo u otro habíamos asumido la mentira del político, del delantero que cae en el área pequeña, del vendedor de mercadillo o del amante sorprendido in fraganti. Pero cómo imaginar que la Banca, tanto la grande e intocable como la sucursal del barrio, la Iglesia, los medios, nuestro puesto de trabajo, el valor de nuestra vivienda, y hasta el Rey, nos tuvieran engañados. Cómo íbamos a imaginar un show tan colosal en el que todos fuéramos Truman. Cómo no dejar de pensar que nosotros mismos habíamos sido colaboradores necesarios de la mayor de las estafas. Fue, más que un shock financiero, el cortocircuito de nuestra forma de vida en todos sus aspectos y niveles.

La sociedad que se iría recomponiendo con enormes sacrificios de aquel enorme varapalo, de aquel momento de revelación del fraude global ya no volvería nunca a ser la misma. Salvando las distancias, algo muy similar a lo que ocurrió con la población alemana tras la derrota del nazismo y el descubrimiento de los horrores que habían preferido no ver.

Pero a diferencia de la firmeza alemana demostrada desde entonces ante cualquier mínimo indicio de revitalización del nazismo, nuestro descubrimiento del fraude no condujo a un compromiso similar, a excepción de aquel brote extraordinario y fugaz que se llamó 15M. En gran parte, quizás, porque el engaño, el propio como el ajeno, se convertiría en una herramienta de supervivencia para los tiempos duros que sobrevendrían. No quedó otro remedio que mentirnos y autoconvencernos de que la crisis sería algo pasajero, que tendría fin y todo sería como antes, el trabajo y el sueldo y el precio de nuestra casa y nuestra capacidad de consumo y nuestras vacaciones y… no fue así. Por seguir en el mundo de los términos griegos, lo que llamábamos crisis se revelaría catarsis, pese a que todavía hoy muchos (empresas, gobiernos, personas) pretendan ignorarlo.

Facebook se convierte, y junto a ella el resto de redes sociales, en el gran refugio para ese autoengaño. A partir de 2008 la escalada de sus cifras de usuarios es supersónica y su hegemonía será prácticamente absoluta hasta fechas muy recientes. Facebook se erige, así, como el canal de canales, de los que cada individuo es al mismo tiempo creador, productor, editor, distribuidor y comercializador de los contenidos que “emite”, sean propios o no. Es por tanto el medio donde se termina de consolidar el imperio de lo subjetivo frente a lo objetivo.

Evidentemente, en los comentarios propios cada cual es libre de hacer de su capa un sayo y decir lo que quiera de sí mismo, sin mayor exigencia de veracidad que la que uno mismo se fije. Sin embargo, en los contenidos compartidos el usuario hace de amplificador de una noticia de la que no ha realizado ninguna comprobación sobre su autenticidad. En parte porque no la necesita, al fin y al cabo su muro es un medio aparentemente personal, para amigos y familiares; y en parte también porque cada vez nos importa menos el contenido que compartimos y más el comentario con el que lo acompañamos.

De este modo, los millones de espectadores hasta entonces limitados a lanzar nuestras quejas y alabanzas a quien tuviéramos al lado, comenzamos a replicar ante propios y, sobre todo, extraños, lo mismo que habíamos visto hacer a miles de tertulianos y opinadores del mass media. En plena crisis, esa satisfacción inmediata de poder exhibir nuestro aplauso o disgusto (llegando incluso al insulto) se convierte en un ansiolítico del que podemos disponer sin medida y sin receta. Más aún, siguiendo el ejemplo de nuestros referentes televisivos, empezamos a vigilar y preocuparnos por nuestro “rating”, nuestro “share”, nuestra popularidad en términos de audiencia. De pronto escuchamos a un amigo del que no suponíamos tanta pasión por la opinión de los demás lamentarse de los pocos “me gusta” que ha obtenido su último comentario o vanagloriarse de lo contrario. Como consecuencia, paulatinamente comenzamos también a cuidar que lo que publicamos guste y a descartar lo que nos parece que no tendrá suficiente repercusión, mientras descuidamos el principio de honradez, de veracidad. Cualquiera que haya estado vivo durante los últimos quince años puede echar mano de los mil y un ejemplos de “maquillaje” de tantos recuerdos, sentimientos, experiencias… que no eran lo que decían ser cuando se publicaron.

A ello contribuye también lo que empieza a denominarse “el fenómeno Youtuber” una gran ilusión reeditada esta vez con la promesa de convertir los vídeos personales en grandes éxitos, primero de audiencia y a continuación de ingresos. Como en los tiempos de Jack London la nueva fiebre del oro nos lanza a la carrera por encontrar nuestra propia mina virtual. Sin embargo, lo que es éxito para uno no garantiza que lo sea para los demás. El primero es un pionero, los siguientes, unos imitadores. El 99% de los youtubers se limitan a hacer lo que han visto hacer antes tanto en el propio Youtube como en los programas de televisión. Con un presupuesto raquítico y unos medios compuestos por una webcam y una habitación en la mayoría de los casos, el nuevo audiovisual individual se puebla de… tertulianos. Gente que comenta videojuegos, películas o canciones, gente que opina de política, deporte o restauración, gente que habla, sentada o en la calle, que no para de hablar. La televisión low-cost vive su big bang. Ella misma ha alimentado durante años a esa bestia que comienza a devorar su modelo de negocio y cuestionar su supervivencia.

Teníamos la motivación, teníamos la oportunidad. Para culminar un crimen ya solo era necesario disponer del arma. Y nos la pusieron en la mano, reluciente y cargada con dinamita, es decir 3G y WiFi.

El reemplazo del teléfono para “hablar” por el teléfono “inteligente” (¡qué estupendos adjetivos crea el marketing!) no solo consiguió que este se convirtiera de inmediato en un objeto de deseo (la opción sin lugar a opción era seguir con el teléfono “tonto”) sino que sin siquiera cambiar de nombre cambiara por completo su significado. Eso y nuestro modo de mirarlo. Literalmente. El teléfono pasó de ser “mirado” apenas durante los instantes de marcar un número o aceptar una llamada (y alguna partida de “snake”, claro) a que nos doliera mantener la vista apartada de él. Es decir, de su pantalla. Por fin la pantalla había caído en nuestras manos. Pero por sí sola la pantalla no era suficiente para desencadenar la revolución que se inicia aquel año.

Los nuevos modelos de teléfono inteligente incorporan una característica que a priori parecía apenas un gadget más, pero que será el que transforme de una vez y para siempre el ecosistema mediático: la cámara de foto y vídeo. Sin los smartphone la publicación de los contenidos personales de los usuarios habría estado mucho más limitada, pero la cámara abre la puerta a un nuevo capítulo en la historia de las comunicaciones humanas, un nuevo paradigma, quinientos años después del de Gutenberg. Es el momento en el que todos podemos ser por fin autores sin más criterio que el propio, sin necesidad de crear más contenido que simplemente exhibir fragmentos de nuestra vida.

Los primeros en notar ese cambio fueron precisamente las agencias internacionales de noticias. El último día del año 2006 un vídeo abría las cabeceras de todos los informativos de televisión, el de la ejecución de Saddam Hussein. Es un vídeo de calidad pésima pero tiene la virtud de ser el único. En eso no se diferencia de cualquier otra exclusiva emitida con anterioridad. La gran novedad es que ese vídeo no ha pasado por ninguna agencia de prensa antes de llegar a las redacciones sino que ha sido subido directamente a YouTube. Había sido grabado con un teléfono móvil.

2008. Años de depresión, de escasez de oportunidades laborales, de vuelta a la vida casera. Años en los que podemos desahogarnos y sentirnos escuchados, respondidos, correspondidos, desafiados, reafirmados solos, frente al teclado, construyendo a golpe de post, de selfie, de tuit nuestro personaje público, muy parecido a nosotros salvo que no tiene por qué mostrar nada que no deseemos que se vea. Años de entretenimiento y evasión al alcance de la mano, de aplicaciones “gratuitas” con las que poder jugar sin interrupción, matar los tiempos muertos.

2018. Codiciamos aquello que vemos cada día, que decía el Dr. Lecter. Después de generaciones siendo los espectadores de otros, en la última década hemos disfrutado del goce enorme de ser nosotros los leídos y observados por los demás. En nuestro cotidiano consumo mediático hemos reemplazado el estar informados por sentirnos cohesionados. A partir de ahí, las fake news solo tienen que entrar donde saben que serán bien recibidas.

Cada contenido que llega a nuestro móvil, a nuestra pantalla, no lo sometemos ya, por tanto, al escrutinio de su autenticidad sino de su utilidad para atraer la atención de los demás. Los hoax, las fake news, las fotos que retocamos, las historias que “vivimos”, los “followers” que compramos, los “éxitos” que publicamos hacen de combustible y ni su origen ni su verdad nos preocupan tanto como declaramos en voz alta. Más de un 80% de la gente dice que las fake news representan una grave amenaza para la democracia. La encuesta no revela (no sabemos si llega a preguntar) cuál es el porcentaje de los que se preocupan por averiguar si el contenido que comparten y comentan es o no fake. Como tampoco debe de ser fácil de medir, ni de preguntar y mucho menos de contestar en qué medida nuestros perfiles sociales están llenos de verdades que solo lo son a medias.

COROLARIO

Gran parte del «atractivo» de las fake news es parecido al de la junk food con la que tantas cosas comparte: nos provoca una satisfacción primaria por eso que nuestro cerebro aprendió a desear sin ofrecer resistencia con el paso del tiempo, es decir, azúcar, grasa y sal, (bien aliñada con glutamato monosódico para que nos enganchemos todavía más), y a un precio irrisorio. Del mismo modo, las fake nos dan contenido que mezcla ingredientes por los que nuestro cerebro saliva. Son fáciles de entender, exageran (es decir, nos llaman la atención), pero siempre a partir de un insight (un prejuicio, un preconcepto) o un dato que tenemos firmemente afianzado en nuestro pensamiento (los inmigrantes están desesperados, los taxistas son rancios y corporativistas, los empresarios son codiciosos y malvados, y así…) y nos permiten ponernos a favor o en contra sin necesidad de más análisis, solo con el titular.

Y son «gratis», más aún, nos invitan a hacerles caso vía un mensaje que llega de una fuente que pertenece a nuestra red social, es decir, que ha pasado nuestro primer filtro de confianza.

¿Y si el objetivo principal de las fake no fuera el hacernos creer en su autenticidad -que también- o bajarnos las defensas para contribuir a su viralización, es decir, a la desinformación? ¿Y si las fake news fueran en realidad un termómetro, un sensor más para medir nuestros niveles de alerta, de rapidez e intensidad en la reacción, de sensibilidad, de la evolución de nuestros intereses y preocupaciones o de nuestro umbral de saturación ante ciertos temas? El verdadero Big Data que cada día ayudamos a construir en las máquinas que gestionan nuestra comunicación es mucho menos el de la información de nuestras acciones “objetivas” que el de nuestras emociones, de nuestros impulsos, de lo que hacemos “sin pensar”. Ahí está el verdadero “data mining”. Cada vez que reaccionamos a una fake en el sentido que sea (incluso no reaccionando), la única verdad que se transmite es la de desnudar nuestro yo más íntimo ante un desconocido.

EPÍLOGO

En Matrix los humanos muestran la imagen que desean percibir de sí mismos, y no la que en realidad tienen. En Minority Report se retrata un hampa dedicada a proveer de identidades offline que permitan escapar del control total de cámaras y sensores. Una sociedad que ha descubierto las satisfacciones del fake difícilmente aceptará volver a la cruda y sincera realidad. Por un lado, es de esperar que en algún momento aflore una nueva economía de la desconfianza. Por ejemplo, Uma Thurman sometiendo a una prueba de ADN un pelo de Ethan Hawke en Gattaca para estar segura de que él es quien dice ser. En contraposición, es previsible que surja una industria que ofrezca la posibilidad de escapar de nuestra propia ilusión; de vendernos una dosis para regresar por tanto tiempo como nuestro crédito se pueda permitir a una realidad real, desconectada; de borrar o al menos neutralizar nuestra presencia virtual, de mantener una doble vida en la que poder volver a ser eso que cada vez nos cuesta más reconocer en la pantalla en la que nos contemplamos: a nosotros mismos.

 

FAKE IT EASY IV

El cambio del milenio fue tan generoso en iconos fake que se podía empezar a reconocer esa cualidad fractálica de lo falsario con cierta facilidad, ya fuera a escala personal, local o global: el estallido de la contabilidad creativa (y la entrada en el euro), de las burbujas inmobiliaria, de internet, de canales digitales, y de tantas otras, el powerpoint de las armas de destrucción masiva iraquíes, el estreno de Matrix, los disfraces de edad y género en las salas de los “chat”… y el efecto Y2K. Desde luego, no podemos presumir de rácanos a la hora de abonar el terreno en el que años más tarde cosecharíamos las fake news. Si los noventa habían marcado la aparición de la tele low-cost, la nueva década iba a explorar todas sus posibilidades hasta el límite.

(aunque se puede leer por separado, este post se entiende mejor tras leer los capítulos anteriores de esta mini-serie: Fake it easy IFake it easy II y Fake it easy III)

Escena IV (ficción dramática). Algún momento entre 1999 y 2000. Barcelona. Joan Ramón Mainat y Javier Sardá

(Esta escena es -por supuesto- un fake. Probablemente nunca existió o existió a lo largo de muchas otras escenas repartidas por el tiempo. Lo que sí es verdad es que los protagonistas eran grandes amigos y que juntos dieron forma al programa en el que lo vulgar y lo estelar intercambiaron sus lados del espejo ya para siempre. Tal vez la conversación se realizó en catalán, tal vez no, de ahí que el nombre de Xavier Sardá esté transcrito en su fonética castellana, sin ánimo de molestar).

JRM: Las cifras de audiencia lo dejan claro, Javier, no están mal, pero no son lo que teníamos en mente.

JS: No se puede más, el share es muy bueno, pero no hay más margen para crecer, no con un presupuesto como el nuestro, bastante hacemos con lo poco que tenemos, mira a Navarro, tampoco él pudo hacer mucho más en el Mississipi.

JRM: No lo creo, tiene que haber alguna manera de que toda esa gente que anda despierta a las doce de la noche se enganche al programa y que empiece a entrar publicidad de la buena, de la que deja dinero. A partir de ahí podemos pensar en hacer grande el programa, pero tenemos que pensar algo nuevo, algo que no se haya hecho.

JS: Claro, algo que arrase en audiencia pero que no cueste un duro (nota: en aquel momento España sigue usando su propia moneda). En televisión está todo inventado, Joan. Si quieres que la gente te vea tienes que darle algo que no tengan otros. Si quiero una exclusiva tenemos que pagarla y caro. Las estrellas cuestan, y lo sabes. Nosotros tenemos de lo otro, los frikis, cómicos y una stripper, qué más quieres que encontremos a esas horas. Algún colaborador de medio pelo, como mucho. Tenemos la suerte de haber dado con Boris, que Lecquio y él hacen bien su papel, pero es todos los días muy parecido, no tenemos nada cada noche de la semana que la gente no esté dispuesta a perderse.

JRM: Espera, espera, que a lo mejor sí tenemos algo. ¿Has visto lo que estamos preparando con Mercedes? Lo del Gran Hermano, digo. En Holanda ha arrasado. La gente habla todos los días de una casa, de unos tipos que son como cualquiera, que no hacen nada, solo estar ahí.

JS: Sí, lo conozco, pero no le veo qué tiene que ver eso con Crónicas. ¿A dónde quieres llegar?

JRM: A lo de las estrellas. Estamos convencidos de que las estrellas son las que hacen los programas, pero a las estrellas quién las ha puesto ahí. ¿Quién ha hecho de la Preysler, de Lecquio, de ti mismo, Javier, o de Boris alguien famoso? No son ellos, Javier, es la tele la que hace las estrellas. No tenemos por qué esperar a que lo sean para pagarles una fortuna por salir en nuestros programas. Basta con fabricarlas nosotros.

JS: Lo cuentas muy fácil, pero lo acabas de decir tú mismo, qué van a hacer en el programa si lo único que saben hacer es estar en una casa, como cualquiera. No tienen nada especial. ¿Cómo les vamos a convertir en alguien famoso?

JRM: A ver cómo te lo explico, porque lo empiezo a ver muy claro. Los famosos de siempre llegan a la tele porque tienen un pasado. Venden lo que han hecho de especial o de relevante, aunque sea casarse con un noble o un cantante, ganar Eurovisión, desnudarse en una peli o estar en la cárcel, da igual, es su pasado lo que te cuentan una y otra vez para que no se nos olvide por qué los hemos convertido en “nuestros” famosos. Pero estos que no conoce nadie no tienen pasado, se lo pueden inventar, es más, se lo podemos inventar, su pasado y su presente, lo que queramos. Ellos, que no han hecho nada para ser famosos son los que más van a pelear por no perder ese futuro de fama que les vamos a proponer. Ya verás, serán capaces de cualquier cosa, de decirlo, y si me apuras, de hacerlo. A los famosos de siempre les pesa su imagen pública, a los anónimos no. Yo les he visto en Gran Hermano, Javier, la cámara les vuelve locos, y ni sabían la audiencia que tenían, daba igual. Van a ver el pilotito rojo y van a quedar hipnotizados.

JS: Bien, pongamos que sí, que los convertimos en famosos. El problema vuelve al punto de partida, empezarán a cobrar como famosos…

JRM: No, precisamente, ahí tenemos la oportunidad. Vamos a disponer de famosos en nómina, a sueldo, no por programa, sino por mes. Imagina lo que va a ocurrir. Van a firmar un contrato en exclusiva por una cantidad que para nosotros es nada y para ellos un mundo, cediendo sus derechos de imagen, todo, a cambio de una seguridad que no han conocido jamás y a cambio de una fama con la que ni soñaban. Y lo mejor va a ser lo que va a ocurrir con los famosos “de pata negra”.

JS: ¿Qué no van querer venir más?

JRM: Jajajaa, qué va, todo lo contrario. Cuando vean lo que sus “vulgares competidores” son capaces de hacer delante de una cámara se darán cuenta de que o cubren la apuesta o se quedan fuera de juego. Entrarán, Javier. Los tendremos a nómina, les daremos el guión de su propia vida pública, con quién se acuestan y con quién se pelean. Y solo para nuestra cadena, Javier. ¿Querías algo en exclusiva? Ahí lo tienes. La audiencia, los anunciantes vendrán detrás de estas nuevas estrellas, esperando ver qué nuevo límite son capaces de cruzar. Ah, Javier, lo vas a pasar muy bien…

JS: Pero la gente se dará cuenta tarde o temprano de que todo eso que les enseñamos es una farsa.

JRM: No, no, ni mucho menos. Nadie se dará cuenta, porque los primeros que van a querer vivir esa farsa a cualquier precio van a ser ellos. Eso, o volver a su vida de mierda. Y si ellos se lo creen, ¿quiénes somos los demás para ponerlo en duda?

 

Escena V. primavera de 2001. Una tarde de día laborable. Oficina en Madrid de Gestmusic/Endemol.

Por aquel entonces andaba yo empeñado en sacar adelante un proyecto de canal temático que aspiraba a ser “el MTV de los libros” (y que terminaría siendo con el tiempo un programa de media hora en el canal autonómico valenciano con el título de Fahrenheit). Gracias al contacto de uno de mis socios en aquella aventura llegamos a la oficina de Isabel Raventós, una profesional del medio como pocas y una conocedora también de la gran mayoría de sus entresijos, corresponsable entre otras cosas de Saber y Ganar, uno de los pocos quiz show televisivos de «vieja» escuela que han sobrevivido al cambio de época, uno de esos en los que el espectáculo todavía reside exclusivamente en el conocimiento fuera de serie del que hace gala el concursante.

Dando muestras de una generosidad que no sería la última vez que tendría la ocasión de presenciar, Isabel se prestó a que conversáramos sobre libros y televisión en una atmósfera absolutamente marciana, dicho sea literalmente ya que Gestmusic/Endemol, de la que entonces Isabel era su Directora Internacional, era la productora que firmaba los grandes artefactos audiovisuales de mayor éxito: Gran Hermano, Operación Triunfo y, claro está, Crónicas Marcianas. Pero lo que se me quedó grabado de la conversación en aquel coqueto chalecito de la colonia madrileña de El Viso fueron dos elementos sin los cuales no estaría escribiendo esta miniserie: el primero, entender el papel crucial de Joan Ramón Mainat en la metamorfosis televisiva hacia la apoteosis de lo fake, y el segundo, muy relacionado con el anterior, ese momento al despedirnos en el que Isabel me lanzó la pregunta que menos podía esperar: ¿y a ti, qué tipo de reality se te ocurre?

No supe que responder, así, de inmediato. Pero ése es el poder de una pregunta en el aire. Aquella noche comencé a analizar qué era lo que definía al reality como género. Había sido espectador interesado -sin llegar a apasionado- de la primera edición de GH, cuando Mercedes Milá se autoexculpó (y con ella a todos los fans de aquel “guilty pleasure”) al calificarlo de “experimento sociológico”, y tenía claro (como todos, como la propia Milá) que no era la búsqueda de la verdad científica lo que alimentaba aquel show. Cada reedición del mismo formato, e incluso del mismo programa en sus sucesivas temporadas, era una nueva vuelta de tuerca a esa realidad de la que aparentemente se partía como contenido sustancial. Lo más parecido que se me ocurre de lo que hace el reality con la realidad es imaginar una galería de espejos deformantes (sí, los del esperpento del callejón del gato de Valle Inclán y de las atracciones de feria) enfrentados unos a otros, de tal forma que cada nuevo reflejo acentúa la deformación hasta volver irreconocible la imagen inicial, al igual que ocurre con las frases con las que jugamos al “teléfono estropeado”.

Empecemos con una premisa sencilla, la misma que planteó Agatha Christie en Diez Negritos. Unos desconocidos se ven atrapados en un espacio limitado del que no pueden salir, y del que van siendo eliminados por una inteligencia que les supera. Sólo sobrevivirá quien acierte a resolver cuál es la clave por la que son eliminados y consiga neutralizarla. ¿Simpatía, escándalo, histrionismo, sigilo…? Lejos de descubrir la verdadera personalidad de quienes están encerrados, a lo que asistimos es a una multiplicidad de técnicas de camuflaje y supervivencia, de ocultamiento de los flancos vulnerables, de la simplificación de las propias facetas hasta mostrar solo una caricatura de trazo grueso.

Así, en cada nueva edición de GH bastará con introducir un nuevo factor de dificultad para la adaptación del individuo a su jaula de cristal. Los diseñadores del “experimento”, en realidad los creadores de cada nuevo “show de Truman” toman los datos y la información que extraen de los participantes para someterlos a un proceso creativo, “pre-guionizarlos”, y así, juntar, por ejemplo, a un racista y a un negro, a un homófobo y a un homosexual, a cada síndrome con su némesis… de tal forma que el conflicto esté servido. A mayor presión en las condiciones (no solo de espacio, también de tiempo) menos control de las reacciones y más dosis de “espectáculo”, es decir, más atención del público. Se ha escrito y comentado ya mucho sobre el tema, pero lo que aquí me interesa destacar es cómo a medida que se va retorciendo el género de “reality” (famosos, granjas, islas y todas sus combinaciones y permutaciones) podemos vislumbrar lo que va a ocurrir en la década siguiente, en ese momento en el que la jaula de cristal (de grafeno) se vuelva global, y todos nos sintamos observados, juzgados, medidos y, en caso de no ser lo suficientemente valorados por el publico, descartados y expulsados del juego.

Puede que sí, que GH finalmente cumpliera con su eslogan de experimento sociológico, pero desde luego no para prevenir los trastornos de un planeta mediatizado hasta el extremo, sino en todo caso para estimular su crecimiento desordenado y explosivo. Una vez convertidos en personajes de una ficción audiovisual, la misma distancia entre realidad y reality se terminará trasladando a nuestras pantallas y canales individuales, a cada smartphone, y de ahí a nuestras vidas. La advertencia orwelliana contra los totalitarismos que daba título al programa no llegó a tener en cuenta este giro inesperado de la trama, que el “gran hermano” no fuera un tirano invisible, sino que quienes ejerciéramos la vigilancia, el control, la coerción y la exclusión fuéramos nosotros mismos; que termináramos llegando a la dualidad, a la esquizofrenia casi, de ser el juez más feroz de nuestro propio personaje mediático, y que la vida que eligiéramos mostrar pudiera terminar por convertirse en la única que deseáramos tener.

Los tertulianos de las mesas de los programas televisivos de mañana, tarde y noche ya no necesitaban comentar una noticia real para ocupar minutos de programación. Tal y como había previsto Mainat, podían dedicarse a analizar algo que la propia televisión se había inventado. Ya no era la realidad la que se colaba en el guión, sino el propio guión, el que se volvía realidad por el mero hecho de salir en pantalla. Se avanza así en la construcción de un entorno audiovisual autárquico y autorreferente, en el que el espectador, una vez dentro, al igual que ocurre en los casinos de Las Vegas, termina por perder de vista lo que ocurre en el exterior. Mientras el televisor es un electrodoméstico, sin embargo, las consecuencias de esa inmersión no son apreciables; fuera de casa la vida continúa. Pero de pronto, alrededor de 2010, ese aparente equilibrio se quiebra en millones de pedazos, en el momento en el que el televisor comienza a salir de casa y acompañarnos a todas partes en nuestros bolsillos, primero, y sin casi despegarse de la mano después. El smartphone no matará al televisor sino todo lo contrario, lo volverá omnipresente…

(continuará)

P.S. En sus inicios, y dada la coincidencia temporal, se desató un cierto debate entre quienes defendían Gran Hermano y quienes lo atacaban poniéndose del lado de Operación Triunfo, por su objetivo de premiar el talento artístico. La polarización de la audiencia siempre es beneficiosa para ambos contendientes, que deja de tener simples espectadores para tener seguidores, prosélitos. OT se basaba en el mismo fundamento de reducir presupuestos de producción convirtiendo a los anónimos en estrellas. Donde antes actuaban famosos cantantes y músicos ahora sólo era necesario un decorado grandilocuente en el que desplegar un inmenso karaoke. Llamarlo “talent” no deja de ser un ingenioso etiquetado para otra variante más de la realidad “realitizada”.