PreCog para principiantes

El futuro no está escrito, claro, pero sí previsto. Los datos son para las predicciones, para las decisiones sobre ese futuro que queremos que ocurra… o que no ocurra. ¿Qué sucede cuando el 5G se alía con el algoritmo y nos permite actuar sobre lo que todavía no ha ocurrido? ¿Acaso estamos confinados en nuestras casas y limitados en nuestros movimientos por haber caído enfermos? ¿O por la probabilidad de llegar a estarlo? Este es un breve relato de domingo, un divertimento 🙂 Nada de lo que preocuparse que no esté ya previsto.

ESC.1: EXT. CARRETERA. DÍA.

JOHN conduce su Tesla por la carretera de la costa. Luce el sol de California y en su mente paladea por anticipado el fin de semana que acaba de comenzar, camino de su casa en la playa. La semana ha sido más que productiva en el bufete del que es socio; han ganado dos casos y una de las grandes firmas de Silicon Valley acaba de incorporarles a su nómina de consultores legales a razón de mil quinientos dólares por hora. Nada mal para un abogado de 55 años sin hijos ni esposa con los que compartir sus ganancias.

El coche traza con suavidad una curva tras otra. Gracias a la conectividad 5G, la geolocalización es inmediata, y ayuda a que la programación del ordenador de a bordo convierta la conducción en un desplazamiento tan suave como preciso. John recuerda cuando -de niño- se mareaba en el asiento de atrás del coche de su madre, a cada frenazo y acelerón en la entrada y salida de las curvas más retratadas de la historia del cine. Es cierto que conducir se ha convertido en algo tan poco personal, tan automático incluso -como cuando necesita dedicar su atención a una videollamada con algún cliente- que casi ya no se le puede llamar conducir.

De todos modos -piensa- el precio por haber sacrificado la “emoción del piloto” a cambio de convertir los accidentes automovilísticos en una anécdota estadística se puede considerar un acuerdo que aceptaría hasta el más ambicioso abogado de California. Inmerso en su feliz pensamiento, a John le costaría imaginar que -en ese mismo cielo despejado y luminoso bajo el que circula- flote una inmensa nube invisible dentro de la que se está produciendo una intensa actividad eléctrica.

A menos de un kilómetro del punto por el que ahora mismo avanza el Tesla de John, a la salida de una curva cerrada, una vieja camioneta ha sufrido un reventón en una de sus ruedas. Sí, todavía quedan vehículos de la era predigital en circulación, de los que no disponen de dispositivos conectados que adviertan del desgaste de sus piezas y ayuden a prevenir ese tipo de accidentes. Por suerte, la red de sensores que desplegó hace unos años el departamento estatal de carreteras ha transmitido a la nube todos los datos para poder activar los sistemas de asistencia. Policía y sanitarios se dirigen ya hacia el lugar, pero el riesgo inmediato que los ordenadores están tratando de calcular y contrarrestar es el que amenaza a los coches que, como el de John, avanzan rápidamente en dirección a la furgoneta volcada.

Automáticamente, todos ellos reciben un aviso en el interfaz visual de su vehículo. El que se encontraba más adelantado, justo antes de doblar la curva, frena en seco. Los sistemas de antideslizamiento y otros elementos de seguridad se activan al instante, pero la inercia del desplazamiento es tan fuerte que el coche comienza a hacer trompos, completamente fuera del control de su conductor. En su interior, una pareja de universitarios, reaccionan instintivamente tapándose la cara con los brazos, a medida que ven acercarse el inminente golpe contra la furgoneta.

A un lado la escarpada ladera, al otro el acantilado sobre el Pacífico, el choque en cadena es inevitable. Cada uno de los cinco coches irá añadiendo su propia inercia a la colisión, de manera que todos ellos se conviertan al mismo tiempo en golpeados y golpeadores. Cada coche que llegue a impactar a los anteriores hará que estos repliquen ese impacto en los demás, una y otra vez, en un martilleo que repercuta en cada herida sufrida, incrementando las posibilidades de que el resultado llegue a ser fatal para muchos de sus ocupantes.

Mientras, en la nube, la Inteligencia Artificial maneja todos los datos de los que dispone sobre todos y cada uno los vehículos y sus ocupantes: edad, estado civil, número de personas a su cargo, historial sanitario y expectativa de años de vida, pólizas de seguro contratadas, modelo de vehículo, así como su tamaño, peso, antigüedad, tipo de combustible, neumáticos, frenos y otros elementos mecánicos. Los cruza con la cartografía disponible y los datos actualizados de conservación del asfalto, la composición del firme, su nivel de humedad y porcentaje previsible de deslizamiento, así como del estado y la capacidad de resistencia dinámica de las barreras laterales, aplica los programas existentes sobre cálculo de trayectorias,…

El algoritmo que tiene en cuenta todos esos datos está haciendo su trabajo de algoritmo, claro. Su misión es emitir una conclusión, un veredicto automatizado que alcance la máxima eficiencia en la decisión que haya que tomar con el criterio con el que sus programadores lo han configurado: salvar el mayor posible número de vidas humanas. Cuando el gobernador lo presentó a los medios de comunicación durante la precampaña electoral su popularidad aumentó de tal modo que ya nadie puso en duda que saldría reelegido. La aprobación por parte de los electores fue instantánea; un 96% de ellos aceptaron todas las condiciones para su aplicación, pulsando el botón correspondiente, entre ellas la de renunciar a cualquier reclamación por daños personales si se producían en el contexto de un bien mayor para la comunidad. John también firmó, claro. ¿Quién podría oponerse a un bien común argumentado con la infalible y sólida expresión matemática en vez de con la subjetividad del político o del funcionario?

En décimas de segundo, en “tiempo real”, como ha terminado por aceptarse masivamente la expresión comúnmente asociada al 5G, el algoritmo ha diagnosticado que la mejor manera de evitar la concatenación siniestra de daños humanos es -con un 98,65% de efectividad- que uno de los automóviles de la cadena sea eliminado. De este modo, el espacio vacío permitirá que el vehículo siguiente disponga de espacio suficiente como para frenar sin perder el control y evitar así el impacto. De repente, John, 55 años, soltero, sin personas a su cargo, y con un historial médico plagado de arritmias y una expectativa de vida de 22 años, observa como la pantalla del ordenador de a bordo de su vehículo cambia de color, y anuncia con un pequeño rótulo que acaba de pasar a ser controlado remotamente en función de la ley estatal de protección de vidas humanas. Las ruedas cambian bruscamente su dirección y enfilan el coche hacia la barrera que delimita el borde del acantilado.

Sin poder evitarlo, sin llegar a pensarlo siquiera, John se convierte en el heroico ocupante que “decidió” lanzarse al vacío de la costa californiana para salvar la vida de una pareja de universitarios, de una madre que acababa de recoger a sus dos niños pequeños de la guardería, y de otros a los que, como ellos, se les presumía más futuro, más posibilidades, más recorrido vital.

No había sido un mal pacto; lo hubiera firmado hasta el abogado más ambicioso de California.

Artículo publicado originalmente en Linkedin el 14.02.21

El callejón del dato (la sociedad disociada, cap.2)

Uno de los chilenismos que se me quedaron grabados (para siempre) reza «la culpa no es del chancho sino del que le da el afrecho». Dicho de otro modo… ¿responde de verdad Google a lo que le preguntamos? ¿O acabamos aceptando pulpo como animal de compañía -en todos los sentidos de la palabra «pulpo» y «compañía»-?

¿No te ha ocurrido nunca que estabas buscando algo muy concreto en Google y por mucho que lo definías con la mayor de las precisiones que se te ocurría, no conseguías dar con ello de ninguna de las maneras?

En realidad lo que tú crees que son palabras para nuestro “buscador por defecto” son solo “apariencias de palabra”, formas sin el contenido con el que nosotros las llenamos. El algoritmo no entiende todavía el significado “real” de tu pregunta (aunque continúa aprendiendo, y en parte gracias a ese objetivo la neurociencia hoy avanza que es una barbaridad). Lo que hace simplemente es relacionar estadísticamente cuántas veces aparece esa carcasa, eso que creemos que es una palabra completa, y la frecuencia en la que se acompaña del resto de miles o millones de otras “máscaras”.

El motor de búsqueda selecciona de entre todas las veces que la encuentra por la Red aquellas que tienen más probabilidades de acierto. ¿En qué se basa? Bueno, ahí está la fórmula secreta de la cocacola de la era digital. Nadie lo sabe a ciencia cierta salvo sus “embotelladores”. El resto de los mortales confiamos ¿ciegamente? en que el algoritmo se adapta y muta continuamente para respondernos mejor, con más precisión cada vez, apoyándose en las respuestas que validamos con nuestros clics. Trillones de interacciones cada día que hacen de la Red ese organismo vivo tan colosal.

Continuamente incorporamos nuevas palabras y metapalabras a esa nube aparentemente sin fondo… Muchas de ellas con el único objetivo de que el algoritmo las elija por delante de otras, y ascender así unos peldaños en el ranking de las respuestas que ofrece, hasta conseguir entrar en el “top ten” de la primera página, aquella de la que nunca pasa el 90% de los usuarios. O lo que es lo mismo, se vuelcan incesantemente palabras con la sola intención de NO darnos la respuesta que buscamos o necesitamos, sino la que a otros les interesa que encontremos. Así, esos que llamamos “expertos en optimización SEO” dedican ingentes cantidades de tiempo, talento y esfuerzo (y, sí, también mucho dinero) en intoxicar al buscador, en despistarle, en liarle para que se confunda y entienda como respuesta algo que en realidad no lo es, en cuanto pervierte la naturaleza de lo que se le pregunta.

En nuestro afán de respuesta bajamos las barreras, porque nuestro cerebro es así de impaciente. En cuanto le hacen una pregunta se vuelve loco por encontrar una solución, y ese deseo es tan fuerte que nos lleva a confiar en que esa máquina que lo computa absolutamente todo no puede ser engañada. Pero… ¿cómo no engañar con un buen disfraz a quien no sabe qué tendría que haber debajo de él?

Asistimos a una partida de ajedrez interminable. Mientras Google afina su algoritmo para respondernos mejor, los que buscan burlar al buscador hacen lo propio. De este modo, una parte de la partida cada vez mayor la juegan ya solo las máquinas entre ellas. Como con los clones de la cocacola la ingeniería inversa para encontrar la fórmula del algoritmo implica cada vez más a máquinas que descodifiquen lo que otra codificó primero. Así, lo que era un algoritmo pensado para entender al ser humano y brindarle acceso rápido a un universo de conocimiento en expansión se va transformando -por obra y gracia del afán de negocio- en un mero distribuidor de respuestas comerciales.

Según el momento o el foro protestamos contra el poder omnisciente de Google. Mientras lo hacemos no dejamos de aprovechar, eso sí, para contribuir a su intoxicación en beneficio de nuestros intereses particulares. Contratamos a los “optimizadores” para que nos muestren qué palabras usar si queremos ser vistos antes que otros, y acabamos por no decir lo que pensamos en realidad, sino lo que nos han dicho que servirá para que nos presten atención.

Ahora que el debate sobre la fiscalidad (es decir el control o la limitación) de las Big Tech está sobre la mesa, sería interesante tal vez que nos planteemos hasta qué punto hemos pervertido nosotros mismos una herramienta capaz de aportar a nuestra sociedad tantos beneficios. ¿Habría manera de reorientar esa deriva que nos ha conducido hacia una distribución del conocimiento sesgada por el interés? Me viene a la cabeza la diferencia entre televisiones públicas y privadas (evidentemente, me refiero a las de aquellos países donde la distinción es clara). ¿Cabe la posibilidad de que se pudiera acceder a un “Public Google” (a una Red, en definitiva) en la que no tuviera cabida ni la publicidad ni el “content marketing” ni la intoxicación comercial, y que se financiara total o parcialmente con los beneficios de ese otro “Private Google” que continuara sirviéndonos para encontrar los productos y servicios del mundo? ¿Podría replicarse algo así en las redes sociales en las que constantemente nos bombardean con publicidad simplemente porque nos han hecho creer que eran un servicio gratuito?

¿Suena descabellado? ¿Por qué? ¿Si hubiéramos tenido la oportunidad de definir desde cero cómo debiera ser la Red, acaso habríamos elegido que se convirtiera en un megabazar? El hecho de que ahora lo sea no significa que tenga necesariamente que seguir siéndolo. En todo caso, no le eches la culpa de las respuestas que recibes al algoritmo. La máquina solo nos devuelve el reflejo de lo que le enseñamos cada día. Si esa imagen que nos muestra está deformada, no es el espejo, en este caso, el autor del esperpento. 

Artículo publicado originalmente en Linkedin el 03.02.21

photo: poojycat

Data is the question

Una vez que tanto personas como empresas estemos digitalizadas y los datos de unas y de otras afluyan sin cesar… ¿qué impide que surjan nuevos modelos de relación que ya no se limiten al ámbito del consumo privado sino que irrumpan también en los modelos de servicio público? ¿Qué pasaría si el intermediario al que se supera es el propio estado en aras de los siempre prometidos beneficios de eficiencia, ahorro, agilidad… justo esos que tanto echamos en falta en la gestión pública?

En el último mes de 2020 aparecieron en los medios dos noticias sobre Facebook que en medio de todo lo que nos atenaza creo que conviene traer a primer plano. En la primera semana de diciembre se publicaba la demanda de la Comisión Federal de Comercio estadounidense pidiendo desagregar la compañía en otras de menor tamaño, aplicando las normativas antimonopolio a la red social de Zuckerberg. La otra, del 23 de diciembre, es la comunicación de que Facebook se avenía a pagar algo más de 34 millones de euros a la Hacienda Pública española en concepto de atrasos del impuesto de sociedades durante el lustro 2013-18.

La primera conclusión que se puede extraer de ambas noticias es que, sin duda, la revolución digital va muy por delante de las instituciones y de las naciones. Tanto, diría, como que la mayoría de estas aún no se han enterado de cuál es la esencia de su impacto sobre los ciudadanos y, por tanto, a qué deberían prestar atención a la hora de fiscalizar su actividad.

En muy pocas líneas, la revolución digital es la primera revolución tecnológica que ha alterado el orden habitual de adopción de los avances tecnológicos. Por primera vez no han sido las industrias ni los ejércitos los primeros en utilizar y apropiarse de las posibilidades que introdujeron las redes sociales, el smartphone, las apps y, en definitiva, todo esto que hoy hemos dado en llamar -de un modo más o menos ambiguo- “la digitalización”. Han sido las personas, millones de personas, las que han hecho de Facebook, Youtube, Instagram, Twitter o TikTok los gigantes que son hoy. Y no solo ha ocurrido con las redes sociales, sino con nuevas empresas que la gente ha aupado al trono de sus sectores de la noche a la mañana: Booking en la hostelería, Spotify en las discográfica, Netflix en la del contenido audiovisual, Uber en la del taxi, Stripe y Paypal en la financiera, o -por supuesto- Amazon en el comercio, al igual que tantas, tantas otras.

Por no hablar de Google, claro, el ¿buscador? a través de la cual se entiende y se muestra nuestro mundo hoy. Desde conducir hasta comprar un billete de avión, pasando por todo aquello que pueda interesar a una persona; todo, todo, cruza en algún momento el territorio Google, en cualquiera de sus expresiones.

Todos estos gigantes empresariales tienen en común el haber llegado a lo más alto de sus respectivos sectores sin haber tenido antes ninguna experiencia de relevancia en ninguno de ellos. ¿Cómo lo han hecho, entonces? No tenían tanto capital, ni conocimiento como para haber asaltado el poder por los mecanismos que ya conocíamos. Sencillamente tenían nuestros datos.

Gracias a los billones de datos que venimos transmitiendo continuamente desde hace una década, los fabricantes de algoritmos, los expertos en hibridar los unos y ceros de un e-commerce con los unos y ceros de una app de geolocalización, han conseguido situarse en la pirámide de cada ecosistema industrial por encima de sus “productores” y/o “propietarios” para, así, imponer nuevas reglas y redefinir modelos de negocio que creíamos muy maduros.

Estos nuevos modelos de negocio no se han basado -también por primera vez- en modificar el producto o servicio en sí mismo; lo que consumimos sigue teniendo las mismas cualidades a lo largo de toda la cadena, ya sea un viaje en taxi o una canción. Uber no ha inventado un nuevo vehículo ni Spotify un nuevo soporte musical. El nuevo modelo impuesto se ha desarrollado a partir de superponer a lo que ya existía una capa de gestión inteligente de esa cantidad masiva de datos que todos nosotros proporcionamos sin cesar, muy especialmente (pero no solo) los que transmitimos al buscar, elegir y consumir esos productos o servicios. A cambio de “quitarnos” pre-ocupaciones (como la de cuál será el precio de un trayecto de taxi, o la mejor oferta de un hotel o un vuelo, o dónde habremos guardado el disco que queríamos escuchar en ese momento), los nuevos modeladores del negocio han podido acceder a una posición de dominio sin necesidad tampoco -y esto es clave- de aportar un capital millonario para conseguirlo.*

Su asalto ha sido tan sutil y colosal como el del caballo que Ulises le “regaló” a los troyanos. Cuando se han querido dar cuenta, los grandes líderes de los distintos sectores económicos de nuestro mundo se han encontrado con que ya no tenían la opción de digitalizarse al ritmo y medida que ellos quisieran, sino que estaban abocados a hacerlo a marchas forzadas si querían mantenerse dentro de un nuevo modelo de mercado y que no se les cayera de las manos todo eso que habían construido y negociado y que, hasta ese momento, estaban convencidos de que era suyo y de nadie más.

De pronto, en 2020, el panorama que ofrecen los mercados es enorme y sorprendentemente distinto al que mostraban hace apenas dos décadas. Basten dos ejemplos, el Dow Jones debe dejar fuera de sus estimaciones las cotizaciones de los gigantes tecnológicos para poder definir sin distorsiones cuál es el valor de la economía norteamericana. En fechas recientes, Exxon ha salido de ese índice y ha cedido su lugar a Salesforce. Una petrolífera, cuyo valor en activos tangibles es descomunal ha sido reemplazada por una tecnológica especializada en la gestión de bases de datos cuyo modelo podría ser replicado prácticamente a coste cero. La mismísima General Electric lo ha hecho después de permanecer en él durante un siglo. Adiós, valor basado en el pasado; hola, valor basado en la expectativa de futuro.

¿POR QUÉ VALEN TANTO LOS DATOS QUE REGALAMOS SIN DAR MAYOR IMPORTANCIA?

Los datos, ahora lo sabemos, se traducen en dólares, más allá, mucho más, incluso, de la anécdota del bitcoin. ¿Pero qué son los datos en realidad? Los datos son nuestra vida convertida en información. Los datos somos nosotros y nuestra inercia convertida en estadística predictiva. La economía del dato se basa en la premisa del que el ser humano es un animal de costumbres, si no a título individual, sí como colectivo. Las compañías que saben lo que buscamos, elegimos y consumimos dentro de cada área de actividad humana son capaces de anticiparse a nuestra futura demanda con un margen de error muy estrecho que obvia las extravagancias personales. Y gracias a eso son capaces, además, de condicionar nuestra demanda futura para que ese margen de error sea más estrecho todavía.

Cuando entramos en Netflix o Youtube, o en nuestro feed de Instagram o cualquier otra red social, no solo miramos aquello que queremos, sino que el algoritmo nos propone que veamos lo que parece que nos puede interesar. Esa oferta predictiva a la que llamamos “personalización” no es absolutamente espontánea, sino que implica ya una intención, un objetivo, similar al que el perro del pastor provoca con sus movimientos para conseguir que las ovejas no se salgan del rebaño mientras se mueven de un lado para otro. ¿De verdad creemos que el algoritmo actúa con total asepsia cuando de nuestro comportamiento en la Red se deriva una actividad comercial colosal? ¿Podemos pensar en nuestra total independencia y libertad de elección cuando sabemos que el 90% de las búsquedas de Google no van más allá de los resultados de la primera página?

Imaginemos que nos hubieran dicho hace un cierto tiempo que podrían entregarnos cada semana la estadística de qué es lo que la gente se pregunta cuando está a solas delante de su ordenador. Ningún test, ninguna encuesta realizada por un instituto de investigación sociológica habría podido llegar a conseguir tanta sinceridad tan rápidamente de tantos millones de personas, hasta el punto de que es difícil delimitar ya si encontramos lo que buscamos o si, en realidad, buscamos lo que encontramos. A partir del momento en el que Google trafica con esa información para vender publicidad -y desarrollar futuros modelos de negocio que impidan la huída de las ovejas- nuestros datos dejan de ser inocuos para transformarse en herramientas, cuando no en armas, para el asalto a cualquier fortaleza económica existente.

SI LOS DATOS TIENEN UN VALOR EVIDENTE ¿CÓMO ES QUE NO SE LES DA EL MISMO TRATO FISCAL QUE A OTROS INGRESOS O PLUSVALÍAS?

Los estados, las instituciones públicas, parecen medir solo el valor de las transacciones monetarias a la hora de intentar fiscalizar a las empresas del dato, inhibiéndose de considerar que los datos que cedemos los ciudadanos son una fuente de riqueza, la mayor y más constante de nuestros tiempos. Tasar solo las transacciones -la facturación y los ingresos- es un impuesto que se revela apenas simbólico (y de un importe en realidad irrisorio para las BigTech). Toda esa “dura” negociación en torno a cuánto pagan de impuestos compañías como Facebook u otras lo que hace es distraer en realidad de la verdadera trascendencia del negocio que está en juego, que no es otro que el de la propia supervivencia de los estados democráticos tal y como los entendemos. ¿Suena una afirmación algo exagerada? En realidad, no lo es, si simplemente seguimos avanzando por el mismo hilo que hasta ahora.

Dede el momento en el que el tráfico de datos personales ha hecho posible que aparecieran nuevos jugadores y redefinieran el modelo de negocio de cada sector de actividad, todas las empresas se han visto en la necesidad de digitalizarse (datificarse, nubificarse…) para actualizar su oferta y adaptarla a las nuevas demandas de ese consumidor digitalizado.

De este modo, ya no son solo los datos de la gente los que llegan a las máquinas para su procesado; ahora van llegando también los datos de toda la actividad comercial y productiva del mundo, y con el mismo nivel de detalle que en el nivel anterior, es decir, geolocalizados, calendarizados y tipificados de tantas maneras como se quiera. Bajo la ilusión de facilitarle la vida a las empresas, como anteriormente ha ocurrido con los ciudadanos, las empresas del dato consiguen, de este modo, una información completa y constante de nuestro mundo, a la escala que se desee. Y esto es así, al menos, en el entorno de las economías de mercado occidentales, es decir, en el entorno de los estados mercantiles y mercantilizados nacidos a partir del siglo XV. Nuestras naciones son, más allá de los símbolos de identidad, fundamentalmente una balanza comercial. Sin ir más lejos, lo que llamamos Europa no es más que lo que en su momento fue conocido como Mercado Común Europeo, y resulta evidente remarcar que la política de la Unión apenas ha superado esa fase sin llegar a convertirse nunca en un “estado de estados”.

ELIMINAR INTERMEDIARIOS HA SIDO LA CLAVE DE LA EXPANSIÓN DIGITAL

El estado occidental contemporáneo es esencialmente un gestor de recursos económicos, un intermediario cuya mayor utilidad es la de elaborar presupuestos que favorezcan el crecimiento económico del país, ya sea mediante instrumentos financieros o relaciones comerciales. Por algo a la función pública la llamamos Administración. Pues bien, si algo han dejado ver las empresas nacidas de la revolución digital es que su palanca para el asalto a cada sector industrial ha sido la de la “desintermediación”, la de llegar directamente al consumidor o usuario sin escalas. Desde nucleos centrales ubicados allí donde supusiera menos coste (Irlanda, por ejemplo) se podía llegar directamente al consumidor.

Entonces, una vez que tanto personas como empresas estemos digitalizadas y los datos de unas y de otras afluyan sin cesar… ¿qué impide que surjan nuevos modelos de relación que ya no se limiten al ámbito del consumo privado sino que irrumpan también en los modelos de servicio público? ¿Qué pasaría si el intermediario al que se supera es el propio estado en aras de los siempre prometidos beneficios de eficiencia, ahorro, agilidad… justo esos que tanto echamos en falta en la gestión pública?

¿Qué impide que nazca una app que permita a un ciudadano -o a una empresa- elegir la nacionalidad que más le interesa en cada momento, resida en el país que resida, si con ello se beneficia de un mejor trato fiscal o social? ¿Qué impide que se pueda plantear un sistema educativo supraestatal si con ello se obtiene una mejor educación que la que nos pueda ofrecer el propio sistema de nuestro país? ¿Por qué no ofrecer al gobierno de una nación o región (o, ya puestos, incluso otras subdivisiones no formalmente administrativas, como la “nación-deporte” o la “nación-lgtbiq+”) las ventajas de un sistema inteligente de gestión de recursos energéticos -por ejemplo- si con ello se reduce el coste considerablemente? El mismo esquema de desintermediación, llevado al escalón superior, supone, como de hecho ya ocurre, la externalización de la gestión de recursos a quienes son capaces de hacerla más eficiente, sin que nos preguntemos demasiado qué ocurre después con esa información que hemos facilitado en aras de un mejor servicio público.

¿Suena exagerado? Pensemos, por ejemplo. en cómo opera Salesforce, el líder global de soluciones CRM. Cuando una empresa dentro de un determinado sector industrial solicita una solución adaptada a la especificidad de su negocio, Salesforce le entrega una solución para la que la propia empresa ha tenido que empezar aportando toda la información sobre sus procesos y métodos comerciales, así como su estrategia de crecimiento, para que la nueva solución pueda adaptarse a los objetivos competitivos que se ha fijado. Pues bien, haber pagado por esa “solución” no le da derecho a la empresa a alterarla por métodos propios. Si quiere correcciones deberá recurrir de nuevo a Salesforce, quien, además, podrá basarse en el producto entregado para desarrollar y vender ¡al resto de competidores! la misma solución, ahora con el valor añadido de la especialización.

Lo anterior, en realidad, tampoco es tan nuevo, y hasta goza de un nombre respetable: “economía de escala”. La diferencia estriba en que esa información que obtenemos de un cliente, y que aprovechamos para captar a nuevos clientes, está compuesta ahora de data, es decir, de datos digitalizados, convertidos en unos y ceros, con capacidad para mezclarse sin importar su origen ni procedencia. Incluso dando por sentado el que los datos sean tratados de manera absolutamente anónima, se abren infinitas vías a que surjan nuevos mash-ups, desarrollos híbridos inéditos que correlacionen la información obtenida de usuarios y consumidores con la extraída de las empresas, y que -una vez conseguida esa aleación- sea relativamente sencillo encontrar el modo de revolucionar la relación de los ciudadanos con los servicios públicos, sin necesidad de montar una estructura estatal paralela, es decir, aprovechando la capacidad de desarrollar “en el laboratorio” una nueva forma de servicio público, y proponerla como una solución inmediatamente disponible, sin dejar tiempo de reacción a los gestores del modelo tradicional.

¿TIENEN NACIONALIDAD LOS DATOS?

Desde luego la tenemos quienes los generamos. Imponer tasas o impuestos sobre el volumen de datos traficado, entonces, no debería sonar como algo ilógico, puesto que la riqueza que generamos con ellos no redunda en nuestro beneficio de manera proporcional. Es decir, a día de hoy, los usuarios no disponemos de información en la que podamos saber cuántos datos hemos facilitado a lo largo del día, ni de qué tipo son, ni a quién le llegan, ni qué se hace con ellos. Simplemente recibimos un servicio al que tampoco exigimos ningún informe, ningún saldo, ninguna evaluación ni, por supuesto, ninguna compensación o comisión por el beneficio que obtengan. ¿Cómo hacerlo si, en teoría, son gratuitos? Parece extraño que las mismas empresas que han entendido rápidamente que al acceder al Big Data de los consumidores obtenían una rentabilidad económica, ignoren que los datos que ellas mismas facilitan revertirán en el bolsillo de terceros. Y aún más extraño que los gobiernos sigan actuando como si esa actividad económica solo tuviera una dimensión, la de las transacciones financieras evidentes.

¿Tan raro suena que el gravamen tecnológico no se realizara solo sobre los ingresos contables (eso son cosas de la hacienda pública, que también) sino sobre el volumen de datos traficado por los ciudadanos de cada país? ¿Cuál sería el porcentaje a tasar por los datos que transmite cada ciudadano digitalizado? Así ocurrió con las Bells norteamericanas en el siglo pasado. Demasiada información -demasiado poder- en manos de un solo jugador supone algo más que un riesgo económico; lo es también social.

Aparte de descomponer a los gigantes en unidades más pequeñas, y la consiguiente regulación del mercado para garantizar un número suficiente de competidores en igualdad de condiciones de partida, cabría que se desarrollara un modelo de fiscalidad sobre el volumen de datos gestionados. ¿Podría ser una tasa fija como licencia de tráfico digital, similar a la que se aplica en el espacio radioeléctrico? ¿Podría ser fluctuante según el volumen y/o la tipología de los datos traficados? ¿O en función del número de usuarios cuyo tráfico se gestiona? ¿Podría ser una nueva unidad de medida que reflejara eso tan oído de la “monetización del dato”? Esta reflexión no se plantea realizar un análisis tan exhaustivo, pero sí apuntar que, seguramente, hay una parte considerable del impacto económico de nuestra vida digital que permanece fuera del punto de mira de quienes debieran regularlo con criterios de bien público.

Hay otra más radical, claro. Volver a mirar una vez más a China e intervenir total o parcialmente los servicios digitales, entendidos como sector estratégico, o -dicho de otro modo- que sea el estado el dueño final de los datos, así como el responsable de su control y gestión; que las empresas que se lucran con ellos lo hagan como licenciatarios temporales, es decir, que disfruten de su uso y no de su propiedad.

Se debate en estos momentos en Europa una nueva legislación sobre la industria digital. Llegará, sospecho, tan tarde como las anteriores, porque el mundo digital en constante expansión no tiene precedentes, y por tanto no se puede legislar reactivamente. Si algo hemos comprobado en la última década es que el vacío legal en el que se desenvuelve gran parte de la actividad digital es enormemente difícil de acotar con los métodos de la era predigital. Si todos los elementos del sistema socioeconómico están replanteándose su razón de ser y su manera de hacer, no estaría de más empezar a repensar también cómo puede ser la manera de regular y legislar que responda al mundo tal y como es. Principalmente porque habrá un momento que en este anunciado entorno de inmediatez e inteligencia artificial, las leyes pueden terminar convirtiéndose en papel mojado desde el primer minuto.

Es posible que sigamos creyendo que no hay motivo para tal inquietud; que el día que queramos, podremos dejar sin alimento -sin datos- a las empresas que los digieren y dirigen. Bastaría solo con apagar el móvil, ¿no es así? En ese momento es cuando me viene a la cabeza el simpático HAL 9000, para intuir que esa es una decisión que cada día que pasa se volverá más difícil de tomar.

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* NOTA: En el camino, los usuarios, para ahorrar dinero o molestias, hemos llegado a asumir ser la mano de obra o incluso el ingrediente del nuevo modelo de negocio que se nos ofrecía en principio como “servicio”. Hemos sido las personas las que hemos introducido nuestros datos en los casilleros, durante horas y horas, para ahorrar en el precio del avión, o los que hemos educado a las máquinas al ir relacionando conceptos y enlazarlos en nuestros perfiles sociales con citas, canciones o vídeos una y otra vez. ¿Menos intermediarios? Sí, pero también somos un poco menos clientes, y nos ofrecemos como producto, como comerciales de nosotros mismos, y como eficientes secretarios que recopilan y entregan puntualmente todos los datos que se nos soliciten.

Si has leído hasta aquí 😀 te dejo una pequeña pregunta: ¿No te suena extraño que todas las estadísticas sobre uso de las tecnologías nos cuentan con qué dispositivo navegamos, cuánto tiempo dedicamos y que tipo de aplicaciones usamos? ¿Nos sirven para entender algo esas cifras? ¿Por qué nunca aparecen las de cuántos datos transferimos, de qué tipo son y en qué momento y lugar lo hacemos, por ejemplo? Porque las compañías que los canalizan y analizan sí disponen de esa información. ¿Por qué no se hace pública, entonces, para que todos podamos acceder a una información que contribuimos a generar? ¿Curioso, no?

publicado originalmente en LinkedIn el 19.01.2021

photo: hunter leonard – unsplash

SE ALQUILAN VAINAS.III

Nos asomamos a un momento tan sorprendente como vertiginoso, el de ser capaces de crear un poder omnisciente, omnipresente y absolutamente indiferente al sufrimiento humano; al que entregamos el criterio de lo que debe ser protegido o eliminado sin discusión, en aras de un supuesto bien común. Como los vecinos del edificio Dakota, actuamos como protectores de una semilla ya implantada, la del dios todavía inmaduro al que nutrimos constantemente de alimento informativo para que llegue a emanciparse cuanto antes.

En cierto modo todas las distopías nacen de la imposibilidad de concebir la libertad absoluta dentro de la utopía. Y por tanto, todas ellas están basadas en el fracaso de la utopía original, la del paraíso creado para un hombre al que se le permite ser libre con la única condición de estar sometido a una autoridad mayor a la que no debe intentar aproximarse -el árbol de la ciencia del bien y del mal-. El enunciado de libertad obediente es de primeras dadas un oxímoron, porque está escrito que en cuanto el hombre desobedece el dueño del edén le indica el camino de salida de forma expeditiva. Las consecuencias son siempre nefastas; que si sudar por el pan, que si parir con dolor, que si caer al mar envuelto en llamas o que las rapaces te devoren el intestino una vez al día por lo menos. Así las gastan los dioses -o los de arriba si se prefiere- cada vez que los de abajo actuamos por cuenta demasiado propia. Pasa con los héroes proteicos y tampoco mejora cuando cambiamos de escala. En la magnitud de miles de millones de seres humanos el precio de la utopía es la vuelta al redil, el sometimiento a la autoridad, a menudo invisible, intangible, divinizada por tanto en sus formas y acciones. Nadie ve nunca al Gran Hermano, ni al Mago de Oz ni al cerebro de Matrix.

Desde otra perspectiva la distopía que parece más inminente en su cumplimiento, la de que la Máquina tome el control absoluto, creo intuir que es un fenómeno que responde más a lo humano que a lo tecnológico, como una retorcida vuelta de tuerca al concepto Deus ex machina. Nuestro cerebro es capaz de inventar diversos futuros posibles, y lo hace incesantemente, eso de deducir lo que ocurrirá a partir de lo que percibimos que ya ocurrió. Está en el origen de todas las conspiranoias, que no son más que un reflejo de nuestra arraigada tentación de convertir la consecuencia que conocemos en la causa que desconocemos.

La trampa que cualquier teoría de la conspiración nos tiende es la de pensar que puesto que podemos explicarnos el pasado a partir de relacionar los distintos factores que lo originaron, es altamente probable que hubiera una inteligencia que los provocó. Como en tantas otras cosas, puede que nos engañemos y simplemente estemos necesitando que haya un razonamiento previo como reflejo del que aplicamos “a toro pasado”, lo que se conoce como “sesgo retrospectivo”.

De este modo, tendemos a pensar o deseamos creer que hay una autoridad creadora inteligente que planifica o al menos dispone las condiciones para lo que nos está ocurriendo. Llamémosle Dios (Hume ya se ocupó en su momento de desmontar esa visión conspiranoica de la divinidad planificadora dando inicio a la deriva racionalista de la que nace todo esto que vivimos hoy) o “poder oculto en la sombra”, el caso es calmar nuestra inquietud por pensar lo contrario, que no hay plan alguno, que todo es circunstancial e imprevisible aunque explicable (si no, de qué iban a vivir los economistas). Hasta ahora esa presencia superior ha sido cuestión de fe, pero los tiempos están cambiando, gracias a otra cualidad bien humana, la de inventarnos no sólo lo que soñamos sino también aquello que tememos. Somos, ya se sabe, el animal que mejor ha desarrollado su capacidad de imaginar una amenaza donde no la hay. Ese miedo “de fantasía” que llamamos ansiedad ha encontrado terreno abonado en esta sociedad hiperultracomunicada a la que podríamos datar dentro del “Ansiolítico Inferior”.

La mayoría de las distopías tecnológicas, de Huxley a Black Mirror, se han elaborado a partir de esa suerte de proceso “divinizador” de una Máquina que termina por superar y superponerse al designio con el que la creamos. Hoy asistimos con fascinación creciente y no menos creciente inquietud a los avances de una inteligencia artificial que nos va relegando día tras día en todo eso que de tan humano nos parecía intransferible. La mayoría de los empleos en trance de deshumanización no son, contra lo que se pensó inicialmente, los de “cuello azul” sino los de “cuello blanco”. ¿En la sociedad del tráfico exacerbado de información qué aporta esa ingente masa laboral que ni crea ni transforma, que simplemente se encarga de acarrear la información de un lado a otro? Los modelos de negocio de intermediación son los que más han sufrido y sufren el embate digital.

Tampoco los “creadores” se quedan fuera de la onda expansiva. Al pasar por la turmix de la sociedad de consumo, las industrias de la creatividad no se distinguen de las de cualquier otro sector fabril. Los guionistas del cine, los autores del pop, los escritores de best-sellers, e incluso los artistas plásticos al servicio del mercado y la producción masiva ya empiezan a ser sustituidos por programas especializados sin que seamos capaces de distinguir unos de otros. Las distopías auguran ese momento en el que la Máquina tomará finalmente conciencia de que el ser humano haya dejado de necesitar a otros seres humanos para mantener su modo de vida. Parte del proceso de individualización y aislamiento que percibimos en esta sociedad (paradójicamente llamada en red) se refleja en que cada vez confiamos menos en nuestros congéneres y más en los algoritmos para asuntos tan sencillos como preguntar por el mejor camino para ir a tal sitio o tan personales como elegir a la persona con quien podríamos llegar a relacionarnos.

Así, de los dos grandes poderes con los que la divinidad nos arrojaba al infierno o al cielo, el de infundir miedo o el de inspirar amor, parece que la tecnología de cuyo culto nos hemos ido revistiendo actúa como herramienta más al servicio del primero que del segundo. La inteligencia artificial ha sido nuestra apuesta y viene a ser nuestra culminación de siglos reverenciando a la inteligencia en detrimento de la bondad como virtud de referencia. Hemos querido creer que la bondad nos hacía vulnerables y la inteligencia invencibles cuando en realidad lo que está sucediendo, lo que ya sucedió, es justo lo contrario. Nos asomamos a un momento tan sorprendente como vertiginoso, el de ser capaces de crear un poder omnisciente, omnipresente y absolutamente indiferente al sufrimiento humano; al que entregamos el criterio de lo que debe ser protegido o eliminado sin discusión, en aras de un supuesto bien común. Como los vecinos del edificio Dakota, actuamos como protectores de una semilla ya implantada, la del dios todavía inmaduro al que nutrimos constantemente de alimento informativo para que llegue a emanciparse cuanto antes.  

¿Quién podrá discutirle al algoritmo su verdad construida con trillones de datos? ¿Quién querría planteárselo, pensar en desconectar la Máquina cuando la alternativa es volver a la inseguridad de las decisiones irracionales? ¿Quién desearía volver a la nebulosa de creer a ciegas en un dios inmaterial cuando nos hayamos dotado al fin de un dios tan anhelado, tan tangible, tan fiel a la imagen y semejanza de nuestra razón? ¿Y cuando todo esté calculado, para qué preocuparnos, interesarnos, apasionarnos, arriesgarnos a nada que no sepamos a donde nos lleva con la máxima seguridad? La vaina en la que Matrix nos cultiva es una imagen terrible, cinematográfica y, por eso mismo, excesivamente costosa y altamente improbable. La realidad es mucho más sutil, más económica. En el imperio de la inteligencia la cápsula que nos aísla somos nosotros mismos.

(continuará…)