FAKE IT EASY IV

El cambio del milenio fue tan generoso en iconos fake que se podía empezar a reconocer esa cualidad fractálica de lo falsario con cierta facilidad, ya fuera a escala personal, local o global: el estallido de la contabilidad creativa (y la entrada en el euro), de las burbujas inmobiliaria, de internet, de canales digitales, y de tantas otras, el powerpoint de las armas de destrucción masiva iraquíes, el estreno de Matrix, los disfraces de edad y género en las salas de los “chat”… y el efecto Y2K. Desde luego, no podemos presumir de rácanos a la hora de abonar el terreno en el que años más tarde cosecharíamos las fake news. Si los noventa habían marcado la aparición de la tele low-cost, la nueva década iba a explorar todas sus posibilidades hasta el límite.

(aunque se puede leer por separado, este post se entiende mejor tras leer los capítulos anteriores de esta mini-serie: Fake it easy IFake it easy II y Fake it easy III)

Escena IV (ficción dramática). Algún momento entre 1999 y 2000. Barcelona. Joan Ramón Mainat y Javier Sardá

(Esta escena es -por supuesto- un fake. Probablemente nunca existió o existió a lo largo de muchas otras escenas repartidas por el tiempo. Lo que sí es verdad es que los protagonistas eran grandes amigos y que juntos dieron forma al programa en el que lo vulgar y lo estelar intercambiaron sus lados del espejo ya para siempre. Tal vez la conversación se realizó en catalán, tal vez no, de ahí que el nombre de Xavier Sardá esté transcrito en su fonética castellana, sin ánimo de molestar).

JRM: Las cifras de audiencia lo dejan claro, Javier, no están mal, pero no son lo que teníamos en mente.

JS: No se puede más, el share es muy bueno, pero no hay más margen para crecer, no con un presupuesto como el nuestro, bastante hacemos con lo poco que tenemos, mira a Navarro, tampoco él pudo hacer mucho más en el Mississipi.

JRM: No lo creo, tiene que haber alguna manera de que toda esa gente que anda despierta a las doce de la noche se enganche al programa y que empiece a entrar publicidad de la buena, de la que deja dinero. A partir de ahí podemos pensar en hacer grande el programa, pero tenemos que pensar algo nuevo, algo que no se haya hecho.

JS: Claro, algo que arrase en audiencia pero que no cueste un duro (nota: en aquel momento España sigue usando su propia moneda). En televisión está todo inventado, Joan. Si quieres que la gente te vea tienes que darle algo que no tengan otros. Si quiero una exclusiva tenemos que pagarla y caro. Las estrellas cuestan, y lo sabes. Nosotros tenemos de lo otro, los frikis, cómicos y una stripper, qué más quieres que encontremos a esas horas. Algún colaborador de medio pelo, como mucho. Tenemos la suerte de haber dado con Boris, que Lecquio y él hacen bien su papel, pero es todos los días muy parecido, no tenemos nada cada noche de la semana que la gente no esté dispuesta a perderse.

JRM: Espera, espera, que a lo mejor sí tenemos algo. ¿Has visto lo que estamos preparando con Mercedes? Lo del Gran Hermano, digo. En Holanda ha arrasado. La gente habla todos los días de una casa, de unos tipos que son como cualquiera, que no hacen nada, solo estar ahí.

JS: Sí, lo conozco, pero no le veo qué tiene que ver eso con Crónicas. ¿A dónde quieres llegar?

JRM: A lo de las estrellas. Estamos convencidos de que las estrellas son las que hacen los programas, pero a las estrellas quién las ha puesto ahí. ¿Quién ha hecho de la Preysler, de Lecquio, de ti mismo, Javier, o de Boris alguien famoso? No son ellos, Javier, es la tele la que hace las estrellas. No tenemos por qué esperar a que lo sean para pagarles una fortuna por salir en nuestros programas. Basta con fabricarlas nosotros.

JS: Lo cuentas muy fácil, pero lo acabas de decir tú mismo, qué van a hacer en el programa si lo único que saben hacer es estar en una casa, como cualquiera. No tienen nada especial. ¿Cómo les vamos a convertir en alguien famoso?

JRM: A ver cómo te lo explico, porque lo empiezo a ver muy claro. Los famosos de siempre llegan a la tele porque tienen un pasado. Venden lo que han hecho de especial o de relevante, aunque sea casarse con un noble o un cantante, ganar Eurovisión, desnudarse en una peli o estar en la cárcel, da igual, es su pasado lo que te cuentan una y otra vez para que no se nos olvide por qué los hemos convertido en “nuestros” famosos. Pero estos que no conoce nadie no tienen pasado, se lo pueden inventar, es más, se lo podemos inventar, su pasado y su presente, lo que queramos. Ellos, que no han hecho nada para ser famosos son los que más van a pelear por no perder ese futuro de fama que les vamos a proponer. Ya verás, serán capaces de cualquier cosa, de decirlo, y si me apuras, de hacerlo. A los famosos de siempre les pesa su imagen pública, a los anónimos no. Yo les he visto en Gran Hermano, Javier, la cámara les vuelve locos, y ni sabían la audiencia que tenían, daba igual. Van a ver el pilotito rojo y van a quedar hipnotizados.

JS: Bien, pongamos que sí, que los convertimos en famosos. El problema vuelve al punto de partida, empezarán a cobrar como famosos…

JRM: No, precisamente, ahí tenemos la oportunidad. Vamos a disponer de famosos en nómina, a sueldo, no por programa, sino por mes. Imagina lo que va a ocurrir. Van a firmar un contrato en exclusiva por una cantidad que para nosotros es nada y para ellos un mundo, cediendo sus derechos de imagen, todo, a cambio de una seguridad que no han conocido jamás y a cambio de una fama con la que ni soñaban. Y lo mejor va a ser lo que va a ocurrir con los famosos “de pata negra”.

JS: ¿Qué no van querer venir más?

JRM: Jajajaa, qué va, todo lo contrario. Cuando vean lo que sus “vulgares competidores” son capaces de hacer delante de una cámara se darán cuenta de que o cubren la apuesta o se quedan fuera de juego. Entrarán, Javier. Los tendremos a nómina, les daremos el guión de su propia vida pública, con quién se acuestan y con quién se pelean. Y solo para nuestra cadena, Javier. ¿Querías algo en exclusiva? Ahí lo tienes. La audiencia, los anunciantes vendrán detrás de estas nuevas estrellas, esperando ver qué nuevo límite son capaces de cruzar. Ah, Javier, lo vas a pasar muy bien…

JS: Pero la gente se dará cuenta tarde o temprano de que todo eso que les enseñamos es una farsa.

JRM: No, no, ni mucho menos. Nadie se dará cuenta, porque los primeros que van a querer vivir esa farsa a cualquier precio van a ser ellos. Eso, o volver a su vida de mierda. Y si ellos se lo creen, ¿quiénes somos los demás para ponerlo en duda?

 

Escena V. primavera de 2001. Una tarde de día laborable. Oficina en Madrid de Gestmusic/Endemol.

Por aquel entonces andaba yo empeñado en sacar adelante un proyecto de canal temático que aspiraba a ser “el MTV de los libros” (y que terminaría siendo con el tiempo un programa de media hora en el canal autonómico valenciano con el título de Fahrenheit). Gracias al contacto de uno de mis socios en aquella aventura llegamos a la oficina de Isabel Raventós, una profesional del medio como pocas y una conocedora también de la gran mayoría de sus entresijos, corresponsable entre otras cosas de Saber y Ganar, uno de los pocos quiz show televisivos de «vieja» escuela que han sobrevivido al cambio de época, uno de esos en los que el espectáculo todavía reside exclusivamente en el conocimiento fuera de serie del que hace gala el concursante.

Dando muestras de una generosidad que no sería la última vez que tendría la ocasión de presenciar, Isabel se prestó a que conversáramos sobre libros y televisión en una atmósfera absolutamente marciana, dicho sea literalmente ya que Gestmusic/Endemol, de la que entonces Isabel era su Directora Internacional, era la productora que firmaba los grandes artefactos audiovisuales de mayor éxito: Gran Hermano, Operación Triunfo y, claro está, Crónicas Marcianas. Pero lo que se me quedó grabado de la conversación en aquel coqueto chalecito de la colonia madrileña de El Viso fueron dos elementos sin los cuales no estaría escribiendo esta miniserie: el primero, entender el papel crucial de Joan Ramón Mainat en la metamorfosis televisiva hacia la apoteosis de lo fake, y el segundo, muy relacionado con el anterior, ese momento al despedirnos en el que Isabel me lanzó la pregunta que menos podía esperar: ¿y a ti, qué tipo de reality se te ocurre?

No supe que responder, así, de inmediato. Pero ése es el poder de una pregunta en el aire. Aquella noche comencé a analizar qué era lo que definía al reality como género. Había sido espectador interesado -sin llegar a apasionado- de la primera edición de GH, cuando Mercedes Milá se autoexculpó (y con ella a todos los fans de aquel “guilty pleasure”) al calificarlo de “experimento sociológico”, y tenía claro (como todos, como la propia Milá) que no era la búsqueda de la verdad científica lo que alimentaba aquel show. Cada reedición del mismo formato, e incluso del mismo programa en sus sucesivas temporadas, era una nueva vuelta de tuerca a esa realidad de la que aparentemente se partía como contenido sustancial. Lo más parecido que se me ocurre de lo que hace el reality con la realidad es imaginar una galería de espejos deformantes (sí, los del esperpento del callejón del gato de Valle Inclán y de las atracciones de feria) enfrentados unos a otros, de tal forma que cada nuevo reflejo acentúa la deformación hasta volver irreconocible la imagen inicial, al igual que ocurre con las frases con las que jugamos al “teléfono estropeado”.

Empecemos con una premisa sencilla, la misma que planteó Agatha Christie en Diez Negritos. Unos desconocidos se ven atrapados en un espacio limitado del que no pueden salir, y del que van siendo eliminados por una inteligencia que les supera. Sólo sobrevivirá quien acierte a resolver cuál es la clave por la que son eliminados y consiga neutralizarla. ¿Simpatía, escándalo, histrionismo, sigilo…? Lejos de descubrir la verdadera personalidad de quienes están encerrados, a lo que asistimos es a una multiplicidad de técnicas de camuflaje y supervivencia, de ocultamiento de los flancos vulnerables, de la simplificación de las propias facetas hasta mostrar solo una caricatura de trazo grueso.

Así, en cada nueva edición de GH bastará con introducir un nuevo factor de dificultad para la adaptación del individuo a su jaula de cristal. Los diseñadores del “experimento”, en realidad los creadores de cada nuevo “show de Truman” toman los datos y la información que extraen de los participantes para someterlos a un proceso creativo, “pre-guionizarlos”, y así, juntar, por ejemplo, a un racista y a un negro, a un homófobo y a un homosexual, a cada síndrome con su némesis… de tal forma que el conflicto esté servido. A mayor presión en las condiciones (no solo de espacio, también de tiempo) menos control de las reacciones y más dosis de “espectáculo”, es decir, más atención del público. Se ha escrito y comentado ya mucho sobre el tema, pero lo que aquí me interesa destacar es cómo a medida que se va retorciendo el género de “reality” (famosos, granjas, islas y todas sus combinaciones y permutaciones) podemos vislumbrar lo que va a ocurrir en la década siguiente, en ese momento en el que la jaula de cristal (de grafeno) se vuelva global, y todos nos sintamos observados, juzgados, medidos y, en caso de no ser lo suficientemente valorados por el publico, descartados y expulsados del juego.

Puede que sí, que GH finalmente cumpliera con su eslogan de experimento sociológico, pero desde luego no para prevenir los trastornos de un planeta mediatizado hasta el extremo, sino en todo caso para estimular su crecimiento desordenado y explosivo. Una vez convertidos en personajes de una ficción audiovisual, la misma distancia entre realidad y reality se terminará trasladando a nuestras pantallas y canales individuales, a cada smartphone, y de ahí a nuestras vidas. La advertencia orwelliana contra los totalitarismos que daba título al programa no llegó a tener en cuenta este giro inesperado de la trama, que el “gran hermano” no fuera un tirano invisible, sino que quienes ejerciéramos la vigilancia, el control, la coerción y la exclusión fuéramos nosotros mismos; que termináramos llegando a la dualidad, a la esquizofrenia casi, de ser el juez más feroz de nuestro propio personaje mediático, y que la vida que eligiéramos mostrar pudiera terminar por convertirse en la única que deseáramos tener.

Los tertulianos de las mesas de los programas televisivos de mañana, tarde y noche ya no necesitaban comentar una noticia real para ocupar minutos de programación. Tal y como había previsto Mainat, podían dedicarse a analizar algo que la propia televisión se había inventado. Ya no era la realidad la que se colaba en el guión, sino el propio guión, el que se volvía realidad por el mero hecho de salir en pantalla. Se avanza así en la construcción de un entorno audiovisual autárquico y autorreferente, en el que el espectador, una vez dentro, al igual que ocurre en los casinos de Las Vegas, termina por perder de vista lo que ocurre en el exterior. Mientras el televisor es un electrodoméstico, sin embargo, las consecuencias de esa inmersión no son apreciables; fuera de casa la vida continúa. Pero de pronto, alrededor de 2010, ese aparente equilibrio se quiebra en millones de pedazos, en el momento en el que el televisor comienza a salir de casa y acompañarnos a todas partes en nuestros bolsillos, primero, y sin casi despegarse de la mano después. El smartphone no matará al televisor sino todo lo contrario, lo volverá omnipresente…

(continuará)

P.S. En sus inicios, y dada la coincidencia temporal, se desató un cierto debate entre quienes defendían Gran Hermano y quienes lo atacaban poniéndose del lado de Operación Triunfo, por su objetivo de premiar el talento artístico. La polarización de la audiencia siempre es beneficiosa para ambos contendientes, que deja de tener simples espectadores para tener seguidores, prosélitos. OT se basaba en el mismo fundamento de reducir presupuestos de producción convirtiendo a los anónimos en estrellas. Donde antes actuaban famosos cantantes y músicos ahora sólo era necesario un decorado grandilocuente en el que desplegar un inmenso karaoke. Llamarlo “talent” no deja de ser un ingenioso etiquetado para otra variante más de la realidad “realitizada”.

 

FAKE IT EASY III

Para llegar a la sencillez perversa de la «fake new», es decir de la información que desinforma, hubo que ir desmontando paulatinamente una serie de verdades anteriores firmemente afianzadas en el imaginario colectivo. Una de las más cruciales, la de que la televisión cuidaba lo que salía por la pantalla, tanto en forma como en contenido. A lo largo de los años noventa del siglo pasado, esa percepción se fue disolviendo a golpe de formatos televisivos que hicieron de la necesidad (presupuestaria) su virtud. Aunque hablar aquí de virtud quizás sea algo desproporcionado.

(aunque se puede leer por separado, este post se entiende mejor tras leer los capítulos anteriores de esta mini-serie: Fake it easy I y Fake it easy II)

(ENTREACTO)

En 1990 la televisión española entró en la pubertad, con las hormonas revolucionadas gracias a llegada de “las privadas”, que se sumaban así a la oferta audiovisual de las cadenas públicas nacionales y autonómicas: nacía el zapping y al mando a distancia que se entregaba junto con el televisor le descubrimos no sólo su utilidad sino también todo su significado: quien tenía el mando tenía el mando. El estirón fue tan notable que al igual que un adolescente en plena metamorfosis, las virtudes de la incipiente madurez de la industria televisiva arrastraban en idéntica medida un buen puñado de efectos secundarios no siempre gratos a la vista o al oído.

De algún modo, la televisión pública nacional, TVE, ya había comenzado a prepararse para el impacto del nuevo escenario. Un par de años antes del cambio de década, había comenzado su emisión matinal en días laborables. El encargado de desarrollar aquel formato inédito en España fue Jesús Hermida, que fue nuestro primer experto en asuntos americanos (los del norte, claro) y que por tanto era el profesional idóneo para tratar de adaptar a nuestra realidad los míticos “Today” (NBC) o “Good Morning America” (ABC).

Se llamó “Por la mañana” y mostró desde el primer momento no sólo la inteligencia de Hermida para conducir un matinal y convertirlo en un icono de la cultura Pop. También mostró cuál iba a ser la tónica que definiría el broadcast televisivo en los años que vendrían: la era del low cost.

Muy resumidamente se trata de lo siguiente: por la mañana no hay anunciantes porque no hay audiencia. Sin publicidad, los recursos de producción de un programa se vuelven muy escasos casi inexistentes. Así que lo que en el prime time nocturno puede costar un minuto, por la mañana tiene que dar para costear una hora de televisión. A partir de ahí, ¿cómo se llenan horas de contenido televisivo? Eliminando producción (es decir, un mismo set sirve para todo el día), eliminando guión, evitando productos de ficción cuyo precio por pase no compensa la escasa audiencia que lo verá, etc, etc.

“Por la mañana” estrenó en nuestras pantallas algo que los españoles apenas sabíamos que existía, el culebrón. Los snobs se reían, la crítica se mofaba, pero la gente lo adoraba. Daba igual que cuando el protagonista diera un portazo temblara toda la pared del decorado de cartón, que se vieran colgando de la oreja los pinganillos por los que se dictaba a los actores lo que tenían que decir, o que la misma escena se mostrara una y otra vez en distintos capítulos y que lo que se podía haber contado en veinte durara doscientos. El culebrón había llegado para triunfar, y no sólo al mediodía, sino a horas mucho más visibles, como se vería. La «culebrización» de los contenidos guarda relación directa con la escasez presupuestaria, no solo en términos de producción sino sobre todo de guión. En España los episodios de las comedias tenían que durar una hora por capítulo -mientras en Norteamérica duraban media hora- para ser rentables. El relato se «estira» más allá de la ficción. Ahí nos encontraremos también con la manera en la que se alargan «conflictos» en los programas de cotilleos, por ejemplo. Como nueva regla, lo artificioso supera el contenido y se extiende a la propia forma con la que se presenta.

Sin embargo, el mayor golpe de timón se hizo sentir en el punto de vista de los nuevos contenidos a emitir. Hasta entonces, lo que la “tele” decía iba a misa. “Lo he visto en la tele” era un argumento tan o más potente que el actual “lo he visto en la wikipedia”. El rigor objetivo en el tratamiento de la noticia era una condición sine qua non para cualquier cadena que se preciara de seria, más aún una pública. Y entonces, sin preámbulo ni aviso, las horas muertas de la mañana abrieron la puerta principal a la “opinión”. Era un subgénero importado de la radio, de las tertulias, que la tele nunca había tenido demasiado en cuenta por su poca sustancia audiovisual (“gente sentada hablando” no sonaba por aquel entonces como la definición de lo que podría ser un “taquillazo”). El caso es que en la nueva tele de bajo coste irán adquiriendo protagonismo los “especialistas”, los “comentaristas”, los tertulianos sin más aval que su simpatía y versatilidad…

“Lo han dicho en la tele” se va volviendo de repente líquido y casi gaseoso, evanescente. De todo se puede opinar y el que más grita es el que más razón tiene. Si no en aquel primer programa de Hermida, sí en todos los que seguirán cuando lleguen las demás cadenas de la parrilla. Como cantaba Antonio Vega, aprendimos a mentir y no sentir temor. Las opiniones son libres siempre que no se presenten como otra cosa, con la salvedad de que en el contexto televisivo adquieren un peso de veracidad que es el propio medio el que la otorga.

En apenas dos movimientos sin gran trascendencia aparente, Culebrón y Tertulia, se apuntan ya las claves de la televisión de los noventa y, con el tiempo, del futuro continuo mediático digital: lo que era estelar, lujoso, de cuidada producción y estética inicia su pendiente hacia lo vulgar. En paralelo lo que era común, invisible, ordinario, comienza su ascenso hacia lo estelar. Estas dos tendencias avanzarán de un modo imparable anunciando la llegada del momento verdaderamente interactivo, de ese cruce de vías a partir del cual ya no se podrá distinguir entre estrellas y anónimos, dando origen a una nueva categoría de pobladores de las antenas, las celebrities. Ese momento llegará alrededor del cambio de milenio y tendrá un título igualmente deudor de Ray Bradbury: Crónicas Marcianas. De la década del low-cost audiovisual llegaremos a una nueva cota de la interactividad que nos conduciría al otro lado del espejo. No diga realidad, diga «reality». Pero eso será en la siguiente escena, ya en el próximo capítulo.

(continuará)

NOTA: Sin aspirar a un detalle exhaustivo, la “foto” que acompaña este post muestra los hitos más reconocibles y relevantes de ese recorrido cruzado a lo largo de la década (y se prolonga con menos detalle en algunos hitos más recientes).

 

 

FAKE IT EASY II

«Comenzamos codiciando aquello que vemos cada día», le decía el Dr. Lecter a la agente Starling. (para entender mejor este post en su contexto, recomiendo empezar por el primer capítulo de esta miniserie, Fake It Easy I)

Escena I. Algún momento entre 1800 y 1850. El salón de la casa de una familia burguesa.

No son reyes ni nobles ni representan a ninguna institución. No son artistas, no son conocidos ni célebres más que para su grupo de íntimos y familiares. Sin embargo su rostro va a quedar inmortalizado en una pintura al óleo, que están encargando a un retratista a la altura de su presupuesto. El cuadro no será expuesto en ningún edificio oficial ni museo sino que está destinado a ocupar un lugar en la pared de la estancia doméstica. Sólo para sus ojos y los de los invitados ocasionales. No son los primeros, otros antes que ellos les han hecho desear ver su imagen reflejada con el mismo tratamiento que hasta entonces sólo se reservaba para los miembros más notables de la sociedad.

Aún faltan algunos años para que un invento llamado fotografía acelere el tiempo entre el encargo del retrato y el producto final, aunque eso no impedirá que continúe habiendo público suficiente como para que un pintor pueda ganar algo de dinero gracias a la vanidad de quien quiera verse (y pueda pagárselo) como protagonista único de una obra de arte.

La guillotina revolucionaria ha certificado el fin (teórico) de la jerarquía que enaltecía a reyes, nobles, altos clérigos y mandos militares, y establece el principio de igualdad como sostén del estado contemporáneo y democrático. Pero no nos basta con decirlo, no basta con saberlo en el fondo; la igualdad se demuestra también igualándonos en la forma. La nueva clase burguesa dominante codicia los signos de ese poder que durante siglos se ha exhibido inalcanzable ante sus ojos. Comienza la conquista de la representación pública de nuestra imagen.

De este modo, silencioso, sin que haya una reseña especialmente notoria en los libros de historia, en el pequeño salón de la casa de un pequeño burgués se ha comenzado a desarrollar un fenómeno clave en la construcción de un nuevo modelo de percepción de la propia identidad individual y social que alcanzará su punto álgido dos siglos después. Entre medias, Andy Warhol cumplirá con su papel de profeta del inminente descubrimiento del hombre de a pie, del ciudadano común, de mirarse/admirarse, y desear que los demás participen de esa ceremonia del ensimismamiento.

Escena II. 1981. Sección de Imagen y Sonido de unos grandes almacenes.

Durante los febriles preparativos de «sus» Mundiales de fútbol, una España que todavía contempla gran parte de su realidad en blanco y negro, se apresta a equiparse con el ya irrenunciable televisor en color y su inseparable aliado de la década, el grabador-reproductor de vídeo. Parece mentira que el color llegue más de diez años tarde a la mayoría de los hogares de nuestro país, pero sin duda es un atraso que ya no se repetirá nunca más. Estamos a punto de entrar en el Mercado Común, o simplemente en el Mercado, y los siguientes artilugios los iremos adquiriendo al mismo ritmo y velocidad que el resto de consumidores occidentales, compartiendo con ellos, por ejemplo, el gran dilema del tecnoconsumidor de ese momento: ¿betamax o vhs? Una de esas batallas comerciales comparables a la que años después protagonizarían mac y pc o iOS y Android, por citar alguna. El resultado de aquel combate es ya irrelevante, toda vez que la cinta magnética es una reliquia vintage sobre la manta de cualquier mercadillo callejero. Sin embargo, lo que está ocurriendo en ese centro comercial es una revelación de imprevisibles consecuencias, casi una revolución.

Junto al reproductor de vídeo las compañías electrónicas han desarrollado también una cámara capaz de grabar la realidad en esa misma cinta magnética. El avance es considerable, si tenemos en cuenta que hasta entonces grabar una película casera exigía un proceso moroso y complejo de revelado, por no hablar de la escasa duración de las películas de Super 8 con las que se cargaban los “tomavistas” (otro nombre-reliquia que define la inocencia del “cineasta” doméstico). Por primera vez se puede grabar una hora, incluso más, y esa misma cinta en la que grabamos va directamente de la cámara al reproductor (y al televisor) de casa sin ningún proceso intermedio.

Dejémoslo ahí de momento. Ya habrá ocasión de recuperar este momento revelador (sin revelado) más adelante. Quedémonos en esa escena de la tienda de televisores, la pared plagada de monitores encendidos a los que alguien ha decidido conectar una cámara de vídeo que apunta directamente a los visitantes de la tienda. Cada vez que uno de ellos se pone delante del objetivo su cara se multiplica por las pantallas e, inevitablemente, se desencadena una serie de reacciones que parten del descubrimiento de la propia imagen en movimiento, la réplica o imitación de poses “televisivas” y una exclamación dirigida a sus acompañantes: “miraaa, que salgo en la tele”.

El salto de verse en una imagen estática a verse en movimiento no es sólo técnico. De pronto, la gente, así, en general, se planta en el umbral de un mundo que, una vez más, estaba reservado a las élites, a quienes tuvieran alguna virtud o pecado que se hiciera merecedor de enviar a un operador de cámara para alimentar el espectáculo audiovisual. Más aún, en ese momento, el hasta ahora espectador de las imágenes filmadas o grabadas por otros, se convierte en director, en creador de un material audiovisual con el que, y es la primera vez que ocurre, puede interrumpir la programación televisiva para emitir, aunque sea sólo dentro de su propio entorno doméstico, el contenido que él mismo ha creado. Es decir, puede intervenir en la programación televisiva sin más esfuerzo que apretar una tecla.

En ese momento, Alfonso Arús tiene 20 años

Escena III. 18.09.1990. Martes, después de la cena. El salón de una vivienda, cualquier vivienda.

En los años ochenta, el certero Juan Cueto, recientemente fallecido, había titulado como “El ojo del cíclope” la columna sobre asuntos y contenidos televisivos  que escribía semanalmente para “El País”. El hecho de definir al televisor como ese ojo colosal, al que nada se escapaba (quizás de haberse publicado en este siglo la hubiera titulado “el ojo de sauron”), introducía un aspecto novedoso (visionario, si jugamos con las palabras), el de convertir al objeto observado en observador, anticipando de algún modo este presente interactivo en el que somos vistos en la misma medida en la que vemos.

Ese 18 de septiembre de 1990 en el que situamos la escena, la transformación del televisor en televidente se hizo (por seguir jugando) evidente. Los españoles atendimos con especial pasión al inicio de un programa cuyo contenido consistía en vídeos grabados por los propios espectadores, vídeos caseros como se denominaron o, según el título del programa, “Vídeos de primera”. La crítica televisiva no tardó en poner en la picota el formato, especialmente por lo que tenía de exhibición impúdica de los propios espectadores, dispuestos a dejar caer a sus hijos por un barranco con tal de tener un documento merecedor del millón de pesetas de entonces que el programa entregaba al vídeo más votado por la audiencia. El público, en cambio respaldó sin ambages las primeras temporadas de emisión con unas cifras de seguimiento igualmente millonarias.

Al margen de los datos, que en este caso sí son relevantes, lo más llamativo de esa escena es la escenografía del programa. Apenas un sofá y un televisor ocupan el centro del set por el que Alfonso Arús, el presentador, se mueve como si fuera su casa, es decir, lo que se ve es una imagen especular de la habitación desde la que los propios telespectadores se concentran ante el televisor, un reflejo que invita al engaño, un trampantojo que permite la ilusión de pensar que los dos lados de la pantalla son el mismo. Aquel día la televisión giró sobre sí misma e hizo la primera demostración de interactividad de un medio de comunicación masivo. Lo vulgar iniciaba su viaje de transformación hacia lo estelar. Ese deseo sembrado por la burguesía del XIX había culminado su primera cumbre, su primer ochomil; el vídeo grabado en casa ya no sólo era mirado/admirado por los miembros del entorno privado, sino que se exhibía ante millones de otras familias y en prime time.

El pueblo llano había centrado la mirada de las cámaras con anterioridad, pero sólo por cuestiones extraordinarias, como un suceso u otro evento de actualidad informativa, como contenido documental, objeto de un estudio antropológico o social, o como originales intérpretes de algún número artístico o extravagante. Ahora no era así, lo que se mostraba eran tropiezos, golpes, caídas o algún que otro “frikismo” (antes de que el nombre se popularizara) de lo más corriente y cotidiano. Y la gran diferencia, que era el propio público el que se grababa a sí mismo, todavía de un modo inocente, infantil, casi como en los principios del nickelodeon: carreras, resabalones y trompazos.

A lo largo de la década de los noventa esa estelarización de lo vulgar fue dando pasos cada vez más ambiciosos y generando un efecto simétrico y de signo contrario, el de la vulgarización de lo estelar. Ambas corrientes tenderían hacia su confluencia final, hacia ese momento en el que estrellas y vulgares terminarían por ser indistinguibles. Sólo había que esperar que se dieran las condiciones necesarias, y no tardarían mucho en llegar.

(continuará…)

 

 

 

FAKE IT EASY I

Las noticias falsas, las falsas noticias. ¿No es asombroso lo rápido que nos han invadido? Recuerda en parte esas campañas militares en las que un ejército ocupaba un territorio como un relámpago, sin encontrar “apenas resistencia”. ¿Cómo es posible que hayamos dejado que algo tan contrario a lo que declaramos por principio nos haya conquistado tan rápidamente? ¿Han vencido nuestra resistencia o es que ésta nunca se produjo?

Reconozcamos que hablamos de las fake news como de un fenómeno ajeno a nosotros. No somos los creadores, así que debemos de ser las víctimas, claro, sin duda, de algún malvado cerebro en la sombra (ese Putin) que orquesta desde su guarida secreta las oleadas de desinformación con las que pretende alcanzar sus oscuros intereses de dominio global. Es decir, Spectra. Eso o, sencillamente, nos resignamos a pensar que es un precio a pagar por la multiplicidad de rendijas que abre el mundo digital en una sociedad que apenas ha comenzado a intentar adaptarse a sus nuevas leyes sin ley.

Ambos pretextos autoexculpatorios (el “no soy yo sino el Maligno”, y el “es que el mundo digital es incontrolable”) se antojan de una simplicidad que llama la atención, especialmente en dos tipos de reacción, la pública y la privada, la de las instituciones y la de la industria de la información. Los teóricos guardianes de la veracidad informativa han hecho gala de unos reflejos tan escasos como los de un boxeador a punto de besar la lona. Incluso asumiendo que la irrupción de las fake news les haya pillado con la guardia baja en una primera oleada, ¿no resulta extraño que siendo unos los gestores de los servicios de inteligencia y los otros los dueños y conocedores de todo tipo de mecanismo de información y difusión hayan mostrado tan poca diligencia para ayudar a su clientela a solucionar un problema que preocupa a más del 80% de los ciudadanos?

Apenas unas semanas antes de las elecciones europeas, el Gobierno español anunciaba la creación de una unidad de vigilancia de fake news, sin que haya habido más noticia de ella desde entonces, salvo el comentario añadido de que no se conseguiría una legislación europea al respecto hasta 2025. No news, bad news. Mientras, en las sedes de las empresas de comunicación, sobre todo las esencialmente orientadas a la información, como las grandes cabeceras periodísticas, tampoco se observa mucho más que la habitual cobertura que vienen dedicando desde hace mucho tiempo a los asuntos digitales, asomando ese sesgo tremendista del que sangra por una herida que aún no es capaz de cauterizar. A riesgo de equivocarme no he visto que ningún periódico online, ningún servicio informativo de renombre haya dispuesto algo tan sencillo como, por ejemplo, una sección permanentemente actualizada de bulos (una traducción al español que me gusta especialmente, y que sirve tanto para “fake news” como para “hoax”).

En el MIT hace ya casi un año que desarrollaron un algoritmo para detectarlos con un 65% de eficacia. Puede que alguien esté ya en ello, pero ¿a qué esperan las grandes compañías de telecomunicaciones para ofrecer a sus millones de clientes una app preventiva de la intoxicación informativa? Quizás habría que recordarles que la mujer del César no solo debe ser honrada.

Unos y otros señalan la gravedad del asunto pero sus acciones desdicen las palabras. Y en cierta medida lo mismo ocurre con nosotros, los consumidores, los ciudadanos. Si nos preguntan por las fake news enseguida respondemos que la democracia está en peligro, pero como ocurre con sus parientes cercanos, los hoax, rara vez nos paramos apenas a comprobar si el mensaje que acabamos de reenviar nada más recibirlo era o no verdad.

Hay quien ha apuntado a los intereses económicos de los dueños de internet, los facebook, whatsapp, linkedin… y otros beneficiarios subsidiarios del tráfico de datos que circula por ellas. Y no deja de haber quien se acuerde de citar aquello de no dejar que la verdad te arruine una buena historia, que se ha convertido en el estigma de los magnates periodísticos sin escrúpulos, valga la redundancia. Pero aún y con todo el que haya intereses en difundir falsedades no explica la facilidad (¿felicidad?) con las que nos las hemos creído y difundido. Esa colaboración necesaria, la de todos nosotros, me parece más interesante de explorar, a fin de entender los mecanismos de eso que se llama posverdad y que parece tan ligado al nuevo relato del mundo.

Las razones para esta divergencia entre la preocupación que declaramos y la reacción que no adoptamos son, como siempre, de muy distinta naturaleza, pero ya que estamos en el terreno de la comunicación y la percepción me ceñiré a él. Es fácil suponer que, una vez más, el fenómeno de fake news no es novedoso sino la última vuelta de tuerca de algo que hemos ido construyendo a lo largo del tiempo, que es parte intrínseca de nuestra construcción social, humana, y que, simplemente, ha encontrado en el ecosistema digital las condiciones perfectas para su propagación tumoral. Quizás si viajamos en el tiempo y nos detenemos en algunos momentos puntuales de nuestra historia, sea más fácil distinguir esas semillas iniciales, esos brotes que han terminado por cubrirnos de mala hierba informativa.

Escena 0. El Silencio de los Corderos (1991) Minuto 1:19:11. Una celda en medio de un gran salón.

Hannibal Lecter:

Vuelve a los básicos, Clarice. Lee a Marco Aurelio. De cada asunto en particular pregunta qué es en sí mismo. ¿Cuál es su naturaleza? ¿Qué es lo que hace él, este hombre al que buscas?

Clarice Starling:

Mata mujeres …

Hannibal Lecter:

¡No! Eso es secundario. ¿Qué es lo primero que hace, lo esencial? ¿Qué necesidad satisface al matar?

Clarice Starling:

Ira, resentimiento social, frustración sexual …

Hannibal Lecter:

No. Lo que hace es codiciar. Esa es su naturaleza. ¿Y cómo empezamos a codiciar, Clarice? ¿Buscamos cosas que codiciar? Procura esforzarte en la respuesta.

Clarice Starling:

No. Solo …

Hannibal Lecter:

No. Exacto. Comenzamos codiciando lo que vemos cada día. ¿No sientes las miradas cuando recorren tu cuerpo, Clarice? ¿Y acaso no diriges tu mirada hacia las cosas que deseas?

¿Y qué es lo que vemos cada día que podamos codiciar en las fake news? Eso es precisamente lo que muestran las siguientes escenas que irán apareciendo en las próximas publicaciones de este blog.

(continuará)