¡Hacia la sombra, Carol Anne!

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Intro

Antes de entrar en materia, mi recomendación es dedicar un minuto y medio a ver esta escena de la soberbia miniserie de Paolo Sorrentino, The Young Pope (2016). Para quienes no hayan tenido el placer de degustarla en su momento, me detendré apenas unas líneas en situarla en su contexto.

El recién elegido Papa Pío XIII -encarnado por Jude Law- parece probar ante el mundo que los nuevos tiempos han terminado por llegar también al Vaticano. La baza de una cara fresca -joven y atractiva- ha sido jugada por esos mismos cardenales que ya manejaban los hilos de la Iglesia Católica pero que, conscientes de su escasa credibilidad ante las generaciones más jóvenes, han optado por elegir esta vez a un “novato” fotogénico pero también manipulable.

Sin embargo, ese Papa millennial parece haber llegado a la silla de Pedro con una agenda propia, que dista mucho de la que tienen los que han influido en su designación. Y lo va a demostrar en cuanto se le presenta la ocasión, en su primer discurso como pontífice, desde el balcón que se abre a la plaza de San Pedro, y ante los miles de devotos que llegarán de todos los rincones del mundo, ansiosos por verle en persona

Ante el asombro de todos ellos, Pio XIII les hablará desde la sombra, sin focos, sin luces que faciliten la labor de las cámaras, completamente invisible ante quienes tenían la esperanza de ver lo que se les va a negar, esa primera aparición convertida en desaparición y de la que, sin embargo, nadie apartará la mirada, continuamente atenta a la silueta en contraluz que se recorta en el balcón.

En la escena que he enlazado, el Papa -es decir, Sorrrentino- explica con claridad (y mucha ironía) el motivo de esta decisión. Cuando la veáis, creo que quedará más claro el planteamiento que os propongo a continuación…

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Más es menos 

A mis alumnos y algún que otro jovenzuelo que se me pone a tiro les suelo preguntar en algún momento de relajo si son más o menos conscientes de la constante reiteración de contenidos similares que les entregan las redes sociales más frecuentadas por ellos, es decir, insta o tiktok. Tengo la curiosidad de comprobar si, como es mi caso, al cabo de pocos minutos de recorrido por el feed de estas aplicaciones, ellos también se van encontrando una variación tras otra de los mismos cuatro o cinco temas que el algoritmo ha aprendido a considerar de su interés, ya sean bailes, recetas, chascarrillos, consejos de moda, cotilleos u otros.

Todos me responden que sí, que lo saben, por supuesto, lanzándome esa mirada de “no te equivoques con nosotros, boomer, que somos jóvenes, no imbéciles”. Es entonces cuando suelo dejar en el aire la siguiente pregunta, sin dirigirme a nadie en particular, solo a quien la quiera recoger:

¿A nadie le llama la atención que un contenido precocinado y reiterativo, que es lo que se le ofrece a los usuarios de las redes sociales, capte muchísima más atención y provoque más nervio que el contenido que se ofrece en el aula, por definición inédito, ignorado hasta ese momento, y renovado minuto a minuto? ¿Cómo es posible que nos atrape más lo que ya sabemos que viene a continuación que algo que desconocemos y, por tanto, susceptible de sorprendernos una y otra vez?

¿No resulta paradójico que lo previsible nos entretenga más que lo inesperado?

Esa falta de deseo por un contenido que a nosotros, los adultos, nos resulta aparentemente necesario, útil e incluso deseable, es el que provoca las dos reacciones que alimentan los medios en estos últimos días. Por un lado, la denuncia de las redes sociales, acusadas de culpables en primer grado de esa escasa atención y concentración del alumnado. Por otro, el renovado entusiasmo con el que el sector educativo parece abrazar la llegada del metaverso prometido, al que se fían toda suerte de prodigios capaces de insuflar verdadero fervor aprendiz entre los infantes del porvenir, para así acabar de una vez por todas con ese desinterés que nos atormenta a los responsables de su formación, dentro y fuera del aula.

Poseídos por este afán justiciero, empezamos a mostrar tal nivel de maniqueísmo (¡muerte a tiktok, gloria a las oculus!) que llegamos a olvidarnos -una vez más- de que esos a quienes les compramos el catálogo de maravillas de las apps y las redes sociales son los mismos -u otros muy parecidos- a los que estamos impacientes por entregar a nuestros hijos para que los reciban en las futuras aulas virtuales, inmersivas y tridimensionales del metaverso.

Se nos pasa, quizás, por alto, el reflexionar sobre cuáles fueron las causas de esa fuga masiva y apresurada de niños y adolescentes, esa escapada de los territorios del aprendizaje académico hacia la reiterativa entrega de contenidos anecdóticos que se borran de la memoria tan pronto como se han consumido.

Sin esa reflexión previa, no es improbable que tropecemos tarde o temprano en la misma piedra, y que sean los creadores y propagadores de esos metaversos a quienes pongamos en la picota. En el griterío de 2023 resuena el eco de conflictos y esperanzas pasadas, de cuando la llegada de los smartphones (que para algo se prometían como inteligentes), de aquel primer Internet al que se denominaba inocentemente como “autopista de la información”, o incluso del televisor, que pasó de “informar, formar y entretener” (por ese orden) a convertirse en la vilipendiada “caja tonta” que -reclamábamos- nos alienaba e hipnotizaba con cubos de telebasura.

Que conste que no desprecio las posibilidades formativas que entraña el que una inteligencia artificial nos permita estar de charleta con el mismísimo Julio César, así, de tú a tú, sea en pleno campo de batalla de la Galia como en el cruce del Rubicón, pero dudo enormemente de que por mucho que la vistamos de seda, la mona educativa deje de quedarse en lo que ha venido siendo hasta la fecha.

Es de ahí, de eso que parece que nos negamos -nosotros también- a aprender, de donde nace este artículo; de preguntarme si acaso no habremos aplicado la misma receta para la educación que para la elaboración del foie gras.

Educar no es hacer foie.

¿Sabéis cómo se hace, no? Es una receta tan sencilla como rápida de contar: se coge un pato o un ánsar y se le fuerza a comer varias veces al día hasta conseguir que su hígado desarrolle una esteatosis hepática que lo haga adquirir una dimensión desproporcionada, colosal. Se asemeja un poco a la manera en la que forzamos a tragar lección tras lección a los alumnos sin esperar que nos la pidan, sin que tengan opción de mostrar su hambre.

Creo que es precisamente en esa parte del modelo educativo vigente, sobre todo a partir de secundaria, que es cuando cunde el desánimo entre los pupitres, donde estriba la distinción entre el desinterés por el contenido académico original frente a la pasión devoradora por la inacabable copistería de contenidos digitales. Mientras que el primero es embutido a la fuerza, el segundo nos llega tras una exploración propia y personal, que terminará convirtiéndose en demanda y -si nos descuidamos- adicción.

Así de sencillo. Mientras que mayoritariamente se pone el acento en los contenidos formativos y los envoltorios con los que se presentan, en su originalidad o novedad, parecemos obviar que lo que a los humanos nos resulta excitante es en sí el propio acto de la búsqueda. Ese plus de dopamina que dilatará nuestras pupilas y tímpanos, el que recubrirá de emoción el conocimiento entregado para ganarse el alojamiento en nuestros cerebros, no se obtiene solo por implementar cada nueva herramienta gráfica o audiovisual de moda. Y lo sabemos, porque ya lo hemos vivido antes más de una vez.

Del texto árido al libro con viñetas y fotos a todo color; de ahí a las lecciones convertidas en cartoon; después en multimedia y un poco más tarde los vídeos, prezis o cualquier otro artificio online… Al margen de que los contenidos formativos se entreguen en formato impreso, audiovisual, interactivo, tridimensional, cuántico, simbiótico o ultrasensorial, lo que termine por definir nuestras reacciones, nuestro interés o nuestra desidia, será la diferencia entre sentirnos protagonistas activos del hecho educativo o meros asistentes forzosos a todo lo que en el aula cotidiana se considera (es decir, otros consideran) que debemos aprender.

Echar la culpa del desastre aprendiz, de la falta de concentración y atención de los estudiantes -tal y como se viene haciendo estas últimas semanas- a las redes sociales viene a ser como culpar a la oca del foie por comer en exceso, o lo que es lo mismo, un descarado ejercicio de autoindulgencia por parte de quienes la han estado cebando.

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Si pretendemos conseguir cambios reales y eficaces en los resultados educativos, no serán las herramientas tecnológicas en boga las que nos lo traigan; por muy grande que sea su potencial no dejan de ser herramientas. La clave de esa transformación educativa -que siempre demandamos y siempre nos queda como asignatura pendiente- reside en nuestra disposición a sembrar la duda antes que la certeza, y a estimular al alumno a hacerse preguntas y a probar una y otra vez su validez, sin miedo a equivocarse, y no en abundar en esa ingesta constante de saberes que deberán asimilar o memorizar sin sentir la necesidad de hacerlo, y sin opción siquiera a cuestionárselo.

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Pero lo que los chicos y chicas necesitan -y aprecian- es que convirtamos el conocimiento, una vez más, en un misterio a desvelar, en algo que si les atrae es, precisamente, no por su evidencia sino por estar oculto entre las sombras, aguardando a que lo descubran, a que se apoderen de él como recompensa a su curiosidad, ingenio, tenacidad o deseo. No, por mucho que se repita, los jóvenes no son -ni quieren ser- unos gansos.

(publicado originalmente en LinkedIn el 20.01.2023)

Selfivisión Plus

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Despedir a todo el equipo de atención al cliente mediante un vídeo previamente grabado, o a 900 empleados en una videollamada de pocos minutos, son noticias recientemente publicadas que han generado cierto desasosiego, tampoco mucho, si somos sinceros. Se han tratado y comentado en gran medida como si fueran salidas de tono extraordinarias, anomalías, extravagancias de ejecutivos psicópatas.

Sin embargo, en algunos países ya nos hemos ido acostumbrando a que los responsables políticos comparezcan a comunicar sus medidas -y algunas nada gratas para los ciudadanos- en una pantalla de plasma, desde antes incluso de que hubiera una pandemia acechando a la vuelta de la esquina.

Tampoco es novedad ya (hasta los boomers lo hemos aprendido) el que se pueda dar por terminada una relación afectiva con un simple mensaje de whatsapp; o incluso sin él, simplemente cortando los hilos de las aplicaciones que usabais como punto de encuentro. Tan fácil, tan frío. Un correo electrónico es hoy un arma tan precisa, certera y silenciosa en el entorno laboral o empresarial como la pistola con silenciador de las películas de asesinos a sueldo, o como el uso de drones para borrar a alguien del mapa a muchos kilómetros de distancia, sin tener que desgastarse en el cara a cara.

Solemos achacar estos comportamientos a una especie de deterioro generalizado de la empatía, y en más de una ocasión como efecto colateral de la aceleración y el distanciamiento experimentados por este nuevo mundo digitalizado y globalizado. Es lógico que pensemos así porque si hay todo un mito construido en nuestra sociedad es que la distancia es el olvido y el roce hace el cariño.

A menor roce y más distancia, la ecuación solo puede arrojar un resultado. Sin embargo, eso podría explicar la pérdida de amor, pero ya que no necesitamos llegar a esos extremos afectivos ¿explica también la pérdida absoluta de empatía por nuestros congéneres? Me pregunto más bien si la distancia que provoca ese deterioro en la manera de mirar a los demás no tendrá su origen, precisamente, en el propio formato con el que miramos, eso que en un artículo anterior llamaba Selfivisión.

Tu cara es un cromo

Esa disociación de forma y contenido que se refleja en todos y cada uno de los planos de la digitalización, y que incluso ha llegado a reflejarse en la distancia cada vez mayor entre la persona que somos y la máscara con la que nos mostramos ¿cómo no va a influir en la manera en la que percibimos a los demás? Si nosotros somos los primeros que manejamos nuestro yo digital como una producción audiovisual, en la que no todo es mentira pero, desde luego, no todo es verdad ¿cómo llegar a albergar un sentimiento profundo por los demás personajes del reparto, que apenas pueden aspirar más que a ser los secundarios de esa “peli” en la que nosotros somos los protagonistas?

A la velocidad a la que se mueve la Red y a la que nos movemos dentro de ella, las caras se suceden una tras otra sin tiempo para adquirir volumen. Como cuando de niños coleccionábamos cromos (me refiero a los que fuimos niños hace medio siglo, claro) hacíamos lo mismo que ahora veo hacer en Tinder. Sile, swipe, nole, swipe. Los perfiles de las redes sociales muestran nuestra foto y nuestra brevísima descripción para que podamos decidir a toda velocidad si nos quedamos con ese cromo o lo cambiamos por otro.

En esa objetualización propia está implícita otra aún mayor, la de los demás; lo que permite preguntarse si será una tendencia que las generaciones más jovenes y digitalizadas desde la cuna manejarán sin conflicto o si, por el contrario, a medida que vayamos sumergiéndonos en un nuevo formato de web, inmersiva, tridimensional, “metaversal” la separación entre personas y avatares llegue a ser tan insalvable que nos dé igual lo que pase con esos “muñecos” que comparten con nosotros el escenario del “videojuego”.

Quizás sea ese el escollo invisible al que deba enfrentarse la exploración y la explotación del anunciado metaverso (por mucho que Zuckerberg haya corrido para vendernos sus parcelas sobre plano, haciéndonos dudar de si la especulación inmobiliaria no habrá que considerarla un sesgo antropológico de nuestra especie). Quizás todo lo que hemos conseguido proyectar como imagen personal en el plano digital no nos devuelva la misma satisfacción si al “avatarizarnos” resulta que se hace añicos la última barrera de la credibilidad.

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Todo el día es Carnaval

Dice “el tío Mark” (y corean los más chic) que el metaverso abre un nuevo e infinito horizonte de negocio, de luz y de color; y que uno de ellos, heredado del sector del vídeojuego, será el de la venta de disfraces y complementos para enriquecer la expresión y la personalidad de nuestros avatares. La apuesta es trasladar el mismo patrón de diferenciación que enriqueció el sector de la moda al plano inmaterial; más o menos como cuando Neo, Trinity y Morpheus, aparecían “avatarizados” en la Matrix, luciendo guaperío de cuero negro y gafas de sol mientras que ahí abajo -prisioneros del mundo físico- andaban cubiertos apenas con unos andrajos remendados.

Quién sabe, puede que lleguemos a eso, puede que nos arrojemos a vivir la vida loca en lo virtual mientras vamos reduciendo paulatinamente las ocasiones para el disfrute físico. Casi todas las distopías apuntan de un modo u otro en esa dirección. 

Por el momento no es así. Por ahora dedicamos buena parte de nuestro tiempo y atención a crear, editar y proyectar nuestra imagen al “público”. Ya sea por motivos de trabajo, sociales, amorosos o comerciales, nos hemos convencido de que no podemos descuidar esa imagen con la que nos proyectamos en el entorno digital. En la inmensa mayoría de los casos, lo que mostramos no es una mentira salvo por omisión; es una versión edulcorada, sí, pero que no deja de ser real.

De hecho, gran parte de su valor, de la recompensa que obtenemos reside, precisamente, en que es nuestra cara la protagonista de esos momentos seleccionados, de esas fotos y vídeos admirables por el motivo que sea (desde la belleza del entorno a la integridad del mensaje, pasando por el humor del que hacemos gala). Entonces, cuando nos adentremos en ese metaverso en el que Zuckerberg y muchos más nos va a vender caretas y disfraces ¿a quién verán los que nos miren? ¿A nosotros? ¿A un cartoon? ¿A un personaje de vídeojuego del que no sabrán qué parte de lo que se ve es real o, una vez sembrada la duda, si quedará algo de realidad en alguna parte de eso que se ve?

The higher they rise…

Lo que se ha puesto de moda en llamar metaverso nos sitúa, me parece, en una encrucijada. A un lado, el camino que se nos está mostrando -vendiendo-, como una versión enriquecida de nuestra experiencia digital, es decir, un paso más en la misma dirección en la que ya caminábamos, un progreso.

El camino alternativo, en cambio, más que un avance puede llegar a parecernos un desvío o, incluso, un retroceso. Depende mucho de hasta qué punto lleguemos a sentir que ese avatar con el que nos adentramos en el nuevo entorno es capaz de respetar y transmitir la imagen que tanto nos cuesta construir. Total, para que luego digan que es un disfraz y, al abandonar el baile del Carnaval, al despojarnos de la ropa y la careta que hemos alquilado, como en la canción de Serrat, cada quien vuelva a ser cada cual. Esa “bajona” se aguanta un día de vez en cuando, pero ¿a todas horas? ¿y en el aula y en el trabajo también? La perspectiva me resulta tan aterradora como la perenne sonrisa del Joker.

El riesgo -ya lo estamos viendo reflejado en la creciente oleada de ansiedad y problemas de autoestima que sufren los niños y jóvenes de Occidente- es que el sueño sea tan apetecible que prefiramos quedarnos a vivir dentro de él, que el metaverso termine convirtiéndose en una metaversión de los fumaderos de opio. No sería la primera vez.

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 22.02.2022