Lo que ocurre en Google se queda en Google

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?
Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente.

Hagámosla corta. El homo zapping es -por mucho que nos duela- también ese mismo sapiens sapiens con el que tanto nos complace autodefinirnos. Como los venenos, como los perfumes, lo que en pequeñas dosis nos hace mejores, a grandes dosis nos deja hechos unos zorros. Véase una humilde subdivisión celular, imprescindible para nuestra vida en proporciones controlables, y absolutamente letal cuando se descontrola y se vuelve tumoral. O el turismo, o el consumo, o las convicciones ideológicas o… perdón, esta serendipia no toca hoy, no ahora; venga, hagámosla corta.

Zapear es lo que decíamos que hacíamos cuando apenas había más de cinco u ocho opciones en el televisor por las que botábamos y rebotábamos en el lapso de pocos segundos, como si aquel panorama fuera a haber sufrido un cambio radical respecto del anterior cuarto de minuto. Contra lo que se pudiera pensar, no nos dedicábamos a tales volatines audiovisuales porque hubiera más o menos canales sino porque ya no había que levantarse del sofá para pasar de uno a otro. La madre de todos los zapeos no fueron las plataformas multicanal sino el mando a distancia. Si quieres desenganchar a tu familia del consumo televisivo indiscriminado, basta con esconder el control remoto durante unas horas (no basta con que las pilas se hayan gastado, como la experiencia bien nos ha demostrado). El interés por saber qué habrá en otros canales es inversamente proporcional al número de sentadillas necesario para descubrirlo.

En aquellos años de la promiscuidad y la proliferación temática, estimulada por partidos políticos que buscaban a toda costa aumentar su influencia a base de licencias televisivas, descubrimos relativamente pronto que los dueños de los medios, en España, eran unos pocos, muy pocos, apenas un manojito que se podía enumerar con los dedos de una mano: en portada figuraban los Polancos y Cebrianes, Pedrojotas, Laras, Berlusconis o Roures, y ya en páginas interiores, accionistas de otros sectores con intereses en lo mediático (quién no), que terminarían por quedarse o renunciar, entre ellos los Ciegos o los Obispos o, algo más tarde, los Telecos. Como firmas invitadas, otros señores de medios menos aparatosos pero no por ello menos influyentes como los Bergareche o los Godó o los Joly. Para qué seguir; tampoco es necesario aquí ser exhaustivo en el recuento.

Nos quedamos todos tranquilos, las masas, digo, con esa idea de los “grupos mediáticos” que venía a encajar relativamente bien con aquella romántica ilusión de un “Cuarto Poder” que, a base de ser poder se había olvidado a conciencia de su misión de denuncia o exposición de los abusos de los otros tres. Nada que no estuviera ya presente desde su génesis, tal y como había dejado claro el Ciudadano Hearst.

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Y entonces llegó Internet, que los grandes grupos mediáticos contemplaron, en principio, como un entorno al que convenía demonizar antes que comprender. La cascada de noticias que los medios “tradicionales” difundían (y aún difunden, como hemos visto en el “caso Escalona”) cada vez que se producía una fuga o un derrumbe en la dimensión digital era cosa de asombro. Confiados en su poder de persuasión e influencia, cuando quisieron darse cuenta de la profundidad del abismo por el que se precipitaban, los mass media ya no supieron ni a qué saliente aferrarse ni si merecía la pena intentarlo siquiera. Ahí parece que siguen muchos de ellos, porque incluso la larga caída arrastra una estela en la que muchos interesados aún acumulan ingresos, proclamando que el emperador no está desnudo mientras se le ve el fondillo entre los remiendos.

¿Y a nosotros, lectores, espectadores, oyentes, ávidos consumidores de medios por todos los medios, en qué nos importa su duelo o su desdicha? ¿Les debemos algo a esos tótems mediáticos que hace ya décadas dejaron de cumplir con la misión con la que se habían ganado nuestra confianza ciega? No, claro que no. El destino de una Prisa o un Mediaset nos la trae al pairo, más aún si todavía no hemos cumplido los treinta años. Sin embargo, hay algo a lo que sí deberíamos -quizás- prestar algo más de atención, especialmente los menores de treinta años y los mayores que se preocupen mínimamente por su futuro.

El zapping, hiperdescontrolado

Oímos por ahí, decimos y repetimos que el público es ahora el dueño de lo que ve; el juez implacable de lo que se muestra, sin intermediarios, e incluso el autor/creador de sus propios contenidos. A diferencia de lo que ocurría con los canales “de toda la vida”, los canales que nos cuesta entender como tales son los que construimos, editamos y promocionamos cada uno de los cuatro mil millones y medio de usuarios de redes sociales hoy en activo. 

(Para los de letras esa cifra supone la mitad de la población del planeta, pero si aplicáramos consideraciones más restrictivas como la edad o el nivel de alfabetización o acceso a redes, podríamos decir que prácticamente la totalidad de los terrícolas con potencial para comunicarse).

A día de hoy, aún hay muchas compañías especializadas en ofrecer servicios de comunicación a todas las demás que tratan a los usuarios de social media como si fuéramos los receptores de la emisión unidireccional que controlaban los mass media a su medida y conveniencia. Han hecho una traducción rápida de roles (seguramente usando el traductor de google) y donde ponía prescriptor tiran de “influencer”, y han cambiado métricas de audiencia por “impresiones”, como si fueran análogas.

El principal descuido que cometen en esta traducción que parece contentar a ambos lados del comercio de contenidos es el de creer que la segmentación de públicos hiperprecisa que les facilitan los soportes digitales ya garantiza el éxito de sus mensajes y campañas. Obvian más o menos consciente y calculadamente que si el proveedor de las herramientas de análisis es para todos el mismo (llámese, por ejemplo google analytics) lo evidente es que todos los competidores tendrán, por tanto, el mismo nivel de acceso al mismo tipo de información y, por tanto, al mismo tipo de inteligencia para su inversión en medios. Salvando la diferencia de presupuestos, es más que probable que una compañía y su rival terminen tirando de los mismos adwords para el mismo público y en el mismo momento, ya que comparten al mismo analista que es, además, el propietario del medio en el que se alojan todos esos millones de canales creados, nutridos y defendidos por nosotros, la nueva raza de los “creadores de contenidos”.

Aquí todos perseguimos “la fama”, y lo hacemos la mayoría de manera “noble” o “timorata”, otros descaradamente, “a la Escalona”, y muchos, incluso, llegando a comprar seguidores por centenas o millares en las granjas donde se “cultiva” a otros espectadores con nuestra misma apariencia pero sin cuerpo ni sustancia, igual que los famosos pollos sin cabeza de la comida rápida. Los participantes del negocio de la publicidad online prefieren mirar para otro lado antes que admitir que las métricas tan precisas de las audiencias digitales no son más que las sombras de la caverna con las que ilusionar a unos clientes que, en las contadas ocasiones que deciden asomarse a la realidad, se dan de bruces con la soledad real en la que viven sus marcas.

Mientras, el espectáculo debe continuar, y nadie parece querer ser el primero en reconocer lo que cualquier habitual de casino sabe: que todos los jugadores que acudimos a la mesa a depositar nuestras fichas -pocas o muchas- lo único que hacemos es marear la perdiz y obtener una ficción de ganancia, porque la única que solo puede ganar es siempre la banca. Y aquí es donde cabe la siguiente pregunta…

El hiperzapping, bajo control

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?

Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente. 

El negocio de Youtube, por mencionar una de esas plataformas (precisamente la que el “infamoso” Escalona ha elegido para labrar su pequeña parcela de malas hierbas) se basa en hacernos creer que lo importante es conseguir audiencia, tal y como hacían nuestras entrañables cadenas televisivas pelear por el rating y por el share. En realidad eso no es más que el mcguffin, la ilusión, el cebo para que nos dediquemos a alimentarlas y realimentarlas con nuestros contenidos, recomendaciones, comentarios y visitas. Gracias a ello, lo que consigue Youtube es que nos movamos todos por el interior de su gran casino de luz, color y sonido, a ser posible durante tanto tiempo que perdamos de vista el recuento de los días y las noches.

Es cierto que si tienes muchos seguidores, visualizaciones, impresiones… la plataforma paga. ¿Y qué? ¿Con qué dinero paga el casino a los que salen victoriosos de la mesa de ruleta? Con el que han perdido los demás, claro. El negocio del optimismo es inagotable. “Todos los días nace un tonto” es el lema de los timadores. “Todos los días nace un influencer iluso” es el de youtube, insta, tiktok, meta, spoti, twitter y cualquier nuevo “player” que tenga el capital, el respaldo o el coraje suficiente como para construir otro casino en estas nuevas vegas digitales que -al igual que en las del oasis legal de Nevada- a poco que se escarbe bajo la moqueta roja y las cascadas multicolores no hay otra cosa que la arena del desierto.

Cuatro mil millones y medio de canales. ¿De verdad cree alguien que cuando los dueños de Youtube (o Meta, o cualquier otra bigtech) dan alguna de sus charlas -o envían tutoriales para que aprovechemos y promocionemos nuestros contenidos con más eficacia- les preocupa lo más mínimo quién sacará mejor partido a sus consejos? Todo lo contrario, el sermoncillo de un(a) gerente regional -un(a) director(a) comercial, vaya- persigue así, a primera vista, dos objetivos que no tienen nada que ver con el declarado: por un lado, mantenernos dentro de la ilusión del casino, de la posibilidad de que algún día juntemos las tres cerezas y nos toque el premio gordo de convertirnos en influencers, o lo que es lo mismo, que los galgos sigamos a la carrera, vuelta tras vuelta en pos de la liebre imposible.

De paso consiguen que en nuestra febril persecución atraigamos la atención de nuevos jugadores, que son los que de verdad importan, no tanto por la audiencia que aporten sino por pasar a formar parte, ellos mismos, de la tribu de los que deambulan día y noche por sus pasillos virtuales. Al fin y al cabo un canal y un pasillo son cosas muy parecidas.

El objetivo principal es, una vez más, el de concentrar y controlar cada vez más tiempo de atención, es decir, tiempo consciente, tiempo vital, de esos millones de usuarios que somos, en realidad, los mismos millones de consumidores a quienes las marcas a las que presumen de servir los social media les cuesta más y más llegar, forzadas a pasar por sus casetas de peaje, apenas un puñado para todo el planeta.

Pero eso es otro contar… (eso sí, si alguien quiere ponerle música, recomiendo acompañar la lectura con esta copla de Bruce Springsteen que me ha rondado desde la primera frase).

(Publicado originalmente en Linkedin el 20.08.2022)

photo: pexels-imustbedead

El sexo de Los Ángeles

Desde el primer vídeo porno, millones de chicos y chicas menores de edad van recibiendo cada vez propuestas de contenido que les enganchan más y durante más tiempo, con la promesa de que el siguiente será aún «mejor». Al fin y al cabo, mantenerles pegados a su pantalla es el negocio de todas las redes sociales, todavía más el de aquellas que se siguen a escondidas.

El otro día llamaron al telefonillo. Estábamos mi hijo de 15 años y yo en casa, cada uno en su cuarto y con su ordenador, él teleasistiendo a clase, yo igual, pero a una reunión de la oficina. Los que convivan con al menos un adolescente bajo el mismo techo sabrán de su extraordinaria capacidad para hacer oídos sordos a todo lo que no les interesa, así que, efectivamente, puse mi cámara en pausa y el micro en silencio, y me dirigí a la puerta confiando en que a nadie se le ocurriera preguntarme algo en ese preciso momento.

Amizona, un paquete

Pulsé el botón, escuché cómo se abría la cancela del portal y esperé a que subiera el mensajero. Supuse que sería algo que me enviaban de la oficina o, si no, un pedido de mi hijo, ya que es muy raro que se me ocurra acudir a la teletienda virtual, por motivos que no viene al caso describir aquí.

Timbre. Abro. El mensajero me extiende un paquete mientras pregunta por un nombre, el de mi hijo.

Sí, es aquí, qué es, pregunto.

– No sé, ¿Puede firmar como que ha recibido el envío?

– Un momento que lo inspeccione, no sea que venga en mal estado y luego tenga que solucionarlo por mi cuenta (cara de impaciencia del mensajero, claro)

Miro el remitente del envío, una empresa que no me suena de nada, “Telefarma”, y me pregunto qué será lo que mi hijo habrá encargado a una tienda con semejante nombre. Abro el paquete, con cuidado, no sea que no me lo acepten de vuelta (cara de infinita impaciencia del mensajero).

Un sobre sin ninguna señal ni signo, ni logo, prácticamente plano y sellado con un cierre zip. Lo abro por donde indica la hendidura de la esquina y vuelco su contenido sobre la mesa. Caen tres sobres de pequeño tamaño, transparentes, uno con pastillas de colores, otro con un polvillo blanco, otro con unos pequeños cogollos verdes que identifico rápidamente como marihuana. Está claro el tipo de farmacología que contienen los tres. Miro al mensajero con cara de estupor, terror, como si fuera a mostrar en ese preciso instante la placa de policía y me dijera que he caído en la trampa antes de leerme mis derechos, ponerme las esposas y llevarme al furgón policial. Escucho mi nombre con insistencia por el auricular. Empiezo a pensar si algo de lo que hay ahí sobre la mesa podría servirme para salvarme del infarto fulminante que me va a dar de un segundo a otro. Hiperventilo.

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Para mi sorpresa, parece que el infarto se demora, así que haciendo acopio de toda la -poca- tranquilidad que me queda en el cuerpo, pregunto al mensajero.

– Oiga, ¿esto es droga?

El mensajero me mira sin cambiar el gesto.

– ¿Y yo qué sé? ¿No lo ha pedido usted?

– No, viene a nombre de mi hijo.

– Pues su hijo.

– Mi hijo tiene 15 años

– Y a mí qué me cuenta

– Vamos a ver, que me está usted entregando un paquete con un surtido de drogas para un menor, no sé si se da cuenta que está usted cometiendo un delito.

– Yo no he hecho nada malo, eh, que yo simplemente recojo un paquete que me dan y lo entrego donde me dicen. Punto. Así que si no le importa, ¿me firma aquí? Que tengo más entregas y no puedo entretenerme.

Noto que la sangre está empezando a coger temperatura. Pero antes de que hierva pienso que es mejor no estallar, no todavía. Así que mando un wassup a uno de mis colegas diciéndole que no estoy en la reunión por una emergencia familiar. Me quito el auricular.

– No, usted no se va todavía, hasta que no me entere de qué va esto. ¿Es usted un falso mensajero o qué? (algo he leído en los periódicos).

El mensajero se lleva la mano a la trasera de su pantalón. Todavía no estoy tan convencido de estar dentro de un episodio de «Narcos», así que no llego a temer por mi vida. Hago bien, porque el hombre simplemente saca una carterilla algo sobada, de la que extrae un documento que le identifica como mensajero de “Amizona”.

– No entiendo nada, ¿Amizona reparte droga a menores?

– Qué quiere que le diga. Mire, si quiere, hable con mi supervisor.

– Ok deme su teléfono.

– ¿Y me puedo marchar?

– Un momento que me respondan, le digo, mientras marco el número.

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Contestan al otro lado. Amizona, dígame.

– Quiero hablar con el señor…..

– Le paso… Manténgase a la espera por favor… De parte de? … Manténgase a la espera…

Miro al repartidor. Conciencia de solidaridad entre trabajadores. Tapo el auricular. (Ok, se puede marchar, pero déjeme que apunte sus datos primero).

Escribo mientras suena la música de espera.

– ¿Me firma entonces la conformidad del envío?

Le miro como si me estuviera preguntando si quiero apuntarme a un club de terraplanistas, sin odio, simplemente dudando de que dentro de su cabeza haya un órgano que sirva para algo racional.

– Mire, váyase, no le firmo nada, cómo le voy a firmar que estoy conforme con recibir drogas a domicilio para un menor, ¿está usted mal de la cabeza?

Creo que he levantado algo la voz. El hombre se ha lanzado escaleras abajo y la vecina de enfrente ha abierto la puerta como si hubiera saltado la alarma de incendio.

¡No pasa nada, vecina! sonrío a gritos. Y me meto en casa, cerrando la puerta. Veo a mi hijo aparecer por el pasillo, se acerca. Ve los sobrecitos encima de la mesa. Se le demuda el semblante (menos mal, alguien que sabe que la ha cagado, todavía no me he vuelto loco). Va a abrir la boca y le hago un gesto para que no diga nada. Acaban de responder al otro lado de la línea.

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– Soy el señor…. dígame.

Me vuelvo a identificar, cuento lo que acaba de suceder. Espero una explicación. Pausa.

Escucho teclear. Pausa.

– ¿Entonces, el envío no era para usted?

Le pregunto a mi hijo en un susurro a bocajarro. ¿Tú has pedido esto? Asiente con la cabeza.

– Sí, bueno, no para mí, lo ha pedido mi hijo.

Al otro lado de la línea, el hombre continúa preguntando, muy formal él.

– ¿Ha llegado el producto en malas condiciones? Nuestra política de reembolso le permite devolver cualquier producto en el plazo de 48 horas sin cargo para…

Le corto.

– ¿Oiga, usted se ha enterado de lo que le he dicho?

Se lo resumo. Droga, Menor, Entrega en mano a domicilio.

– No entiendo su molestia con nuestro servicio, perdone, eso es algo que tendrá que hablar con su hijo. Nuestra compañía es enormemente respetuosa con la privacidad de nuestros clientes. Estamos orgullosos de mantener este compromiso incluso bajo la presión de…

Estallo (otro poquito)

– ¡¡¡Qué orgullo ni hostias!!! ¿¿¿Orgullo de hacer de camellos???

– Por favor, baje el tono, esta conversación está siendo grabada, le recuerdo, y nuestra política de atención especifica claramente que cualquier falta de respeto en el trato puede ser objeto de denuncia. Le ruego que…

– ¿Dice algo su política de compañía sobre vender droga a menores?

– No nos dedicamos a eso, así que..

– ¿¿¿Cómo que no??? Si la tengo delante de mis ojos, con el sobre con su logotipo, que ya me está pareciendo insultante la sonrisita esa que han dibujado.

El hombre se recompone, conciliador.

– Le comprendo, yo también soy padre, pero déjeme que se lo explique para ver si consigo que lo entienda usted también.

Para mis adentros pienso qué cojones tendré que entender, pero accedo, por si acaso el tipo se confía y suelta algo que pueda serme útil ante un juez.

– A ver…

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– Seré breve. ¿Me ha dicho que su hijo es menor de edad?

– Sí.

– ¿Ve? Nosotros eso no lo podemos saber. Si tiene una tarjeta de crédito y usa el nombre y la clave de esa tarjeta, damos por sentado que es mayor de edad.

Miro a mi hijo con ojos de láser aniquilador.

– Un momento – le interrumpo – precisamente porque es menor de edad, si él comete una torpeza, o la pifia, se supone que debemos prever ese supuesto y ayudarle a corregirla para evitar consecuencias mayores, ¿no es así?

– Ya le digo, para eso ponemos el filtro de la tarjeta de crédito. Más no podemos hacer, ¿no cree?

– Mejor me callo sobre lo que pueden o no hacer, digo, mientras pienso en los millones de dólares que cotizan en Bolsa los de Amizona.

– Además, nosotros no podemos abrir cada paquete que enviamos, primero por privacidad, segundo por logística, y tercero porque imagínese el lío si cualquiera pudiera demandarnos por meter en los paquetes que entregamos, qué se yo, cualquier…

– ¿Droga? -le corto- sí, claro, me hago una idea, no sabe cómo me hago una idea.

– Veo que no me quiere entender. Le pondré un ejemplo sencillo. Dígame, ¿su hijo ve vídeos porno?

Mi estupefacción ya está en el nivel de pensar si mi hijo me habrá echado algún tipo de ácido lisérgico en el vaso del café en el desayuno y si todo esto no será un mal viaje.

– ¿Qué tendrá que ver?

– ¿Lo hace? Sería lo más habitual, dada su edad, la mayoría de los chicos a esa edad lo hacen, bueno, lo hicimos, no?

– ¿Y qué si ve vídeos porno?

– ¿Siendo menor, no debería, verdad?

– No, claro que no, de hecho no lo sé, lo supongo, como dice usted.

– ¿Y quién se los facilita? ¿Le ha dado usted permiso?

– ¡Por supuesto que no! Si los ve, será en su teléfono, o en su tablet o en el PC, como todos, digo yo, y sin mi permiso, solo faltaba, ¿Por quién me toma?

– Por un padre responsable y preocupado por la salud de su hijo, se lo aseguro.

– Sí, señor, eso justo es lo que soy

– No me cabe duda, sin embargo su hijo, menor de edad, consume un contenido ilegal, eso es indiscutible.

Miro a mi hijo con ojos fríos tratando de calcular cuánto tardará en disolverse su cuerpo en ácido, una vez que lo haya descuartizado.

– Y ese contenido ilegal, se lo digo por si no lo sabe, está fabricado casi en su totalidad en países de fuera de su territorio nacional, la gran mayoría en el Valle de San Fernando, muy cerca de Los Ángeles, en California.

– La verdad, me importa un guano. ¿Puede abreviar?

– ¿No ha pensado quién es el que provee de ese contenido ilegal a su hijo, o a tantos y tantos chavales que lo consumen?

– Los de Los Ángeles, ¿no ha dicho?

– No, esos son fabricantes, productoras… ellos se limitan a grabar y empaquetar el contenido, pero necesitan una empresa de “transporte”, por así decir.

– Claro, Internet.

Noto la sonrisa al otro lado de la línea, ya me tiene donde quería, parece.

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– No, hombre, no, Internet es el soporte, pongamos que es como la carretera por la que transitan nuestras furgonetas. Pero los “paquetes de contenidos” de Internet se los entrega un transportista de telecomunicaciones.

– ¿Como “Movifone”?

– Justo. ¿Son ellos con los que tiene contratadas sus líneas de móvil, su servicio de fibra, su wifi…?

– Sí, claro, pero no entiendo qué tiene que ver con el porno. Eso está ahí, para cualquiera, ¿no? Lo podría hacer cualquiera.

– Bueno, cualquiera que tenga una red de provisión de servicios de telecomunicaciones, sí, desde luego (y venga la sonrisita, como si por no verla…).

– Pero ellos no saben lo que yo veo o dejo de ver (lo digo sin mucha convicción, la verdad).

– Bueno, son los que transportan la señal. Lo que vaya dentro, como nosotros con los paquetes, ellos no deberían saberlo, aunque ya le digo que si algo sale de un servidor que se llama “Pornland” casi seguro que lo que transmite no son tutoriales de cocina, no sé si me explico.

– Ah, lo admite, ustedes saben lo que manda “Telefarma” y lo consienten.

– Entre usted y yo, lo importante no es si lo sabemos, es si usted puede demostrar si lo sabemos, en el supuesto caso de que fuera así. Permítame un segundo más, ya termino.

(…)

– Seguramente Movifone le habrá facilitado un modo de impedir el acceso de su hijo a contenidos para adultos. ¿Lo ha activado?

– Sí, bueno, al principio, pero es que resultaba inútil, era demasiado estricto y al final el chaval no podía ni hacer los trabajos de clase, así que lo desactivamos.

– Ya, le entiendo, con nuestras tarjetas de crédito pasa lo mismo. Los chavales se quedan con el número y el código de seguridad en alguna otra compra y ya no tienen problema en pedir como si fueran mayores. Si yo le contara… hasta mi hijo me la lía y tiene solo diez años.

– Pero entonces, qué me está diciendo que haga.

– Lo que todos, nada.

– Nada (apenas he levantado la voz, miro a mi hijo, que aguarda expectante el veredicto final)

– Su compañía de telecomunicaciones lleva a su casa o al móvil de su hijo un contenido ilegal, como a millones de menores, chicos y chicas de todo el mundo. Según el informe “Save the Children”, el 70% de los chicos de 12 años consumen porno con regularidad. Las chicas, algo menos. Y nadie dice o hace nada al respecto. Digamos que la educación sexual de los menores está en manos de lo que decidan esos productores que le decía antes, durante toda su pubertad y adolescencia.

– Pero, bueno, eso no es tan…

– ¿Grave? Puede, piénselo. El algoritmo que alimenta una red social y que le suministra cada vez contenidos más personalizados, que sabe lo que ha visto e intuye lo que deseará ver a continuación… ¿cree que solo lo usan las redes sociales de los bailecitos y los memes? No me diga que es usted así de inocente. Desde el primer vídeo porno, millones de chicos y chicas menores de edad van recibiendo cada vez propuestas de contenido que les enganchan más y durante más tiempo, con la promesa de que el siguiente será aún «mejor». Al fin y al cabo, mantenerles pegados a su pantalla es el negocio de todas las redes sociales, todavía más el de aquellas que se siguen a escondidas.

– Pero la ley los perseguirá, no?

– ¿A quiénes? Ellos ponen en su página lo mismo que nosotros en la nuestra. “Por favor, confirma que tienes 18 años”. ¿Cree usted que algún chico con las hormonas desbocadas tendrá ningún problema en hacer clic si eso le permite acceder al contenido que desea? Ayyyy, estos padres…

– Entonces… lo de la droga… ¿no van a hacer nada?

– Podríamos, pero sería muy caro, muy costoso. Tampoco hay tantos que tengan la mala suerte de que alguien que no son ellos tenga la ocurrencia de abrir el envío. Podría usted demandarnos, si quiere, pero… mire, de padre a padre, no se lo aconsejo; nuestro departamento legal es incombustible. Yo se lo advierto, pero oiga, está en su derecho. De todos modos, piénselo un instante, si permite que su compañía de telecomunicaciones le sirva en bandeja de plata contenido ilegal a su hijo, por qué tendría que ser más exigente con nosotros. Parece usted alguien serio, coherente, con una ética de valores bien asentada…

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He dejado de escuchar, he dejado incluso el móvil encima de la mesa, la voz se extingue. Vuelvo a mirar a mi hijo, sin rabia, sin dolor, sin otra emoción que la que surge de la propia confusión. Fijo la vista sobre el sobrecito de las pastillas de colores y le pregunto:

– ¿Alguna de esas me puede hacer olvidar todo lo que ha pasado en esta última hora? ¿O por lo menos que me dé igual?

Mi hijo abre la bolsita y extrae una pastilla de color azul, que me ofrece sobre la palma de su mano abierta.

Me sonríe. Le sonrío. Cojo la pastilla azul y me la llevo a la boca.

Entro de nuevo en Matrix.

Artículo publicado originalmente en LinkedIn el 15.06.2022

photo: koolshooters @pexels

Selfivisión Plus

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Despedir a todo el equipo de atención al cliente mediante un vídeo previamente grabado, o a 900 empleados en una videollamada de pocos minutos, son noticias recientemente publicadas que han generado cierto desasosiego, tampoco mucho, si somos sinceros. Se han tratado y comentado en gran medida como si fueran salidas de tono extraordinarias, anomalías, extravagancias de ejecutivos psicópatas.

Sin embargo, en algunos países ya nos hemos ido acostumbrando a que los responsables políticos comparezcan a comunicar sus medidas -y algunas nada gratas para los ciudadanos- en una pantalla de plasma, desde antes incluso de que hubiera una pandemia acechando a la vuelta de la esquina.

Tampoco es novedad ya (hasta los boomers lo hemos aprendido) el que se pueda dar por terminada una relación afectiva con un simple mensaje de whatsapp; o incluso sin él, simplemente cortando los hilos de las aplicaciones que usabais como punto de encuentro. Tan fácil, tan frío. Un correo electrónico es hoy un arma tan precisa, certera y silenciosa en el entorno laboral o empresarial como la pistola con silenciador de las películas de asesinos a sueldo, o como el uso de drones para borrar a alguien del mapa a muchos kilómetros de distancia, sin tener que desgastarse en el cara a cara.

Solemos achacar estos comportamientos a una especie de deterioro generalizado de la empatía, y en más de una ocasión como efecto colateral de la aceleración y el distanciamiento experimentados por este nuevo mundo digitalizado y globalizado. Es lógico que pensemos así porque si hay todo un mito construido en nuestra sociedad es que la distancia es el olvido y el roce hace el cariño.

A menor roce y más distancia, la ecuación solo puede arrojar un resultado. Sin embargo, eso podría explicar la pérdida de amor, pero ya que no necesitamos llegar a esos extremos afectivos ¿explica también la pérdida absoluta de empatía por nuestros congéneres? Me pregunto más bien si la distancia que provoca ese deterioro en la manera de mirar a los demás no tendrá su origen, precisamente, en el propio formato con el que miramos, eso que en un artículo anterior llamaba Selfivisión.

Tu cara es un cromo

Esa disociación de forma y contenido que se refleja en todos y cada uno de los planos de la digitalización, y que incluso ha llegado a reflejarse en la distancia cada vez mayor entre la persona que somos y la máscara con la que nos mostramos ¿cómo no va a influir en la manera en la que percibimos a los demás? Si nosotros somos los primeros que manejamos nuestro yo digital como una producción audiovisual, en la que no todo es mentira pero, desde luego, no todo es verdad ¿cómo llegar a albergar un sentimiento profundo por los demás personajes del reparto, que apenas pueden aspirar más que a ser los secundarios de esa “peli” en la que nosotros somos los protagonistas?

A la velocidad a la que se mueve la Red y a la que nos movemos dentro de ella, las caras se suceden una tras otra sin tiempo para adquirir volumen. Como cuando de niños coleccionábamos cromos (me refiero a los que fuimos niños hace medio siglo, claro) hacíamos lo mismo que ahora veo hacer en Tinder. Sile, swipe, nole, swipe. Los perfiles de las redes sociales muestran nuestra foto y nuestra brevísima descripción para que podamos decidir a toda velocidad si nos quedamos con ese cromo o lo cambiamos por otro.

En esa objetualización propia está implícita otra aún mayor, la de los demás; lo que permite preguntarse si será una tendencia que las generaciones más jovenes y digitalizadas desde la cuna manejarán sin conflicto o si, por el contrario, a medida que vayamos sumergiéndonos en un nuevo formato de web, inmersiva, tridimensional, “metaversal” la separación entre personas y avatares llegue a ser tan insalvable que nos dé igual lo que pase con esos “muñecos” que comparten con nosotros el escenario del “videojuego”.

Quizás sea ese el escollo invisible al que deba enfrentarse la exploración y la explotación del anunciado metaverso (por mucho que Zuckerberg haya corrido para vendernos sus parcelas sobre plano, haciéndonos dudar de si la especulación inmobiliaria no habrá que considerarla un sesgo antropológico de nuestra especie). Quizás todo lo que hemos conseguido proyectar como imagen personal en el plano digital no nos devuelva la misma satisfacción si al “avatarizarnos” resulta que se hace añicos la última barrera de la credibilidad.

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Todo el día es Carnaval

Dice “el tío Mark” (y corean los más chic) que el metaverso abre un nuevo e infinito horizonte de negocio, de luz y de color; y que uno de ellos, heredado del sector del vídeojuego, será el de la venta de disfraces y complementos para enriquecer la expresión y la personalidad de nuestros avatares. La apuesta es trasladar el mismo patrón de diferenciación que enriqueció el sector de la moda al plano inmaterial; más o menos como cuando Neo, Trinity y Morpheus, aparecían “avatarizados” en la Matrix, luciendo guaperío de cuero negro y gafas de sol mientras que ahí abajo -prisioneros del mundo físico- andaban cubiertos apenas con unos andrajos remendados.

Quién sabe, puede que lleguemos a eso, puede que nos arrojemos a vivir la vida loca en lo virtual mientras vamos reduciendo paulatinamente las ocasiones para el disfrute físico. Casi todas las distopías apuntan de un modo u otro en esa dirección. 

Por el momento no es así. Por ahora dedicamos buena parte de nuestro tiempo y atención a crear, editar y proyectar nuestra imagen al “público”. Ya sea por motivos de trabajo, sociales, amorosos o comerciales, nos hemos convencido de que no podemos descuidar esa imagen con la que nos proyectamos en el entorno digital. En la inmensa mayoría de los casos, lo que mostramos no es una mentira salvo por omisión; es una versión edulcorada, sí, pero que no deja de ser real.

De hecho, gran parte de su valor, de la recompensa que obtenemos reside, precisamente, en que es nuestra cara la protagonista de esos momentos seleccionados, de esas fotos y vídeos admirables por el motivo que sea (desde la belleza del entorno a la integridad del mensaje, pasando por el humor del que hacemos gala). Entonces, cuando nos adentremos en ese metaverso en el que Zuckerberg y muchos más nos va a vender caretas y disfraces ¿a quién verán los que nos miren? ¿A nosotros? ¿A un cartoon? ¿A un personaje de vídeojuego del que no sabrán qué parte de lo que se ve es real o, una vez sembrada la duda, si quedará algo de realidad en alguna parte de eso que se ve?

The higher they rise…

Lo que se ha puesto de moda en llamar metaverso nos sitúa, me parece, en una encrucijada. A un lado, el camino que se nos está mostrando -vendiendo-, como una versión enriquecida de nuestra experiencia digital, es decir, un paso más en la misma dirección en la que ya caminábamos, un progreso.

El camino alternativo, en cambio, más que un avance puede llegar a parecernos un desvío o, incluso, un retroceso. Depende mucho de hasta qué punto lleguemos a sentir que ese avatar con el que nos adentramos en el nuevo entorno es capaz de respetar y transmitir la imagen que tanto nos cuesta construir. Total, para que luego digan que es un disfraz y, al abandonar el baile del Carnaval, al despojarnos de la ropa y la careta que hemos alquilado, como en la canción de Serrat, cada quien vuelva a ser cada cual. Esa “bajona” se aguanta un día de vez en cuando, pero ¿a todas horas? ¿y en el aula y en el trabajo también? La perspectiva me resulta tan aterradora como la perenne sonrisa del Joker.

El riesgo -ya lo estamos viendo reflejado en la creciente oleada de ansiedad y problemas de autoestima que sufren los niños y jóvenes de Occidente- es que el sueño sea tan apetecible que prefiramos quedarnos a vivir dentro de él, que el metaverso termine convirtiéndose en una metaversión de los fumaderos de opio. No sería la primera vez.

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 22.02.2022

FAKE IT EASY V (y final)

Es tentador tratar de citar todos los factores que concurren para explicar nuestra realidad actual (o más concretamente, nuestra irrealidad) pero resultaría una tarea tan arriesgada como inabarcable. En esta serie me he querido ceñir exclusivamente a aquellos que afectaron de un modo determinante a la instalación de la falsedad como nuevo estándar de comunicación global, sin el cual no se explicaría la fácil y rápida expansión de las fake news.

Escena VI. Abril de 2019. Oficina del editor de un periódico de referencia.

No, ya no. Desde hace tiempo no hay personal para comprobar si los datos que aparecen en los artículos que nos envían para publicar son ciertos. Aquello de “corroborar los datos” se dejó de hacer en el diario, y solo se mantiene como práctica para lo que se publica en el suplemento semanal.

(Quién sabe si las propias empresas periodísticas no habrán considerado que el auge de las noticias falsas terminará por devolverles a los clientes perdidos. Jugar con fuego tiene el riesgo de que en vez de apostar por aquellas cabeceras de prestigio que garanticen la verdad de una información, terminemos por dudar de todas ellas, de ser indiferentes y, por tanto, completamente vulnerables a lo que nos quieran contar, simplemente basándonos en nuestro sentimiento como aval para otorgar nuestra confianza).

Escena VII. Mayo de 2019. Bruselas. Cuartel general de campaña de un partido político.

¿Qué hacemos? Pues fácil, lo mismo que los de enfrente. Ellos publican fakes continuamente y nosotros también.

Escena final. El otro lado del espejo. 2008-2018

En 2008 ocurren dos hechos aparentemente inconexos: la aparición del iPhone 3G y la desaparición de Lehman Brothers. A ellos habría que añadir un tercero que nos permite empezar a celebrar el nacimiento del fake como categoría, como mundo. En ese mismo año Facebook duplica su cifra de usuarios y supera los 100 millones. No es casual que un año antes hubiera incorporado su versión para móviles y habilitado la publicación de vídeos, y lo que es más significativo, que las grandes empresas hubieran comenzado a realizar fuertes inversiones en la red social creada por Zuckerberg.

Esos tres hechos tomados en conjunto trascienden su papel de antecedentes para convertirse en detonantes de nuestra apasionada entrega a la nueva realidad-ficción. Tal vez en ausencia de uno de ellos se hubiera neutralizado el auge de esta “fiebre” colectiva que hoy ya no nos despierta ninguna extrañeza, pero lo cierto es que cada uno de ellos aportó un elemento clave para que se diera la reacción en cadena que causaría la mayor explosión mediática de la historia.

En esencia lo que la caída de Lehman Brothers provoca en 2008 es que aquel 15 de septiembre, a la 1:45 am (hora local) ya no hubo forma de escabullirnos de la verdad: todo era falso. Con este “todo” me refiero a que se convirtió en mentira aquello que no podía, que no debía haberlo sido jamás. De un modo u otro habíamos asumido la mentira del político, del delantero que cae en el área pequeña, del vendedor de mercadillo o del amante sorprendido in fraganti. Pero cómo imaginar que la Banca, tanto la grande e intocable como la sucursal del barrio, la Iglesia, los medios, nuestro puesto de trabajo, el valor de nuestra vivienda, y hasta el Rey, nos tuvieran engañados. Cómo íbamos a imaginar un show tan colosal en el que todos fuéramos Truman. Cómo no dejar de pensar que nosotros mismos habíamos sido colaboradores necesarios de la mayor de las estafas. Fue, más que un shock financiero, el cortocircuito de nuestra forma de vida en todos sus aspectos y niveles.

La sociedad que se iría recomponiendo con enormes sacrificios de aquel enorme varapalo, de aquel momento de revelación del fraude global ya no volvería nunca a ser la misma. Salvando las distancias, algo muy similar a lo que ocurrió con la población alemana tras la derrota del nazismo y el descubrimiento de los horrores que habían preferido no ver.

Pero a diferencia de la firmeza alemana demostrada desde entonces ante cualquier mínimo indicio de revitalización del nazismo, nuestro descubrimiento del fraude no condujo a un compromiso similar, a excepción de aquel brote extraordinario y fugaz que se llamó 15M. En gran parte, quizás, porque el engaño, el propio como el ajeno, se convertiría en una herramienta de supervivencia para los tiempos duros que sobrevendrían. No quedó otro remedio que mentirnos y autoconvencernos de que la crisis sería algo pasajero, que tendría fin y todo sería como antes, el trabajo y el sueldo y el precio de nuestra casa y nuestra capacidad de consumo y nuestras vacaciones y… no fue así. Por seguir en el mundo de los términos griegos, lo que llamábamos crisis se revelaría catarsis, pese a que todavía hoy muchos (empresas, gobiernos, personas) pretendan ignorarlo.

Facebook se convierte, y junto a ella el resto de redes sociales, en el gran refugio para ese autoengaño. A partir de 2008 la escalada de sus cifras de usuarios es supersónica y su hegemonía será prácticamente absoluta hasta fechas muy recientes. Facebook se erige, así, como el canal de canales, de los que cada individuo es al mismo tiempo creador, productor, editor, distribuidor y comercializador de los contenidos que “emite”, sean propios o no. Es por tanto el medio donde se termina de consolidar el imperio de lo subjetivo frente a lo objetivo.

Evidentemente, en los comentarios propios cada cual es libre de hacer de su capa un sayo y decir lo que quiera de sí mismo, sin mayor exigencia de veracidad que la que uno mismo se fije. Sin embargo, en los contenidos compartidos el usuario hace de amplificador de una noticia de la que no ha realizado ninguna comprobación sobre su autenticidad. En parte porque no la necesita, al fin y al cabo su muro es un medio aparentemente personal, para amigos y familiares; y en parte también porque cada vez nos importa menos el contenido que compartimos y más el comentario con el que lo acompañamos.

De este modo, los millones de espectadores hasta entonces limitados a lanzar nuestras quejas y alabanzas a quien tuviéramos al lado, comenzamos a replicar ante propios y, sobre todo, extraños, lo mismo que habíamos visto hacer a miles de tertulianos y opinadores del mass media. En plena crisis, esa satisfacción inmediata de poder exhibir nuestro aplauso o disgusto (llegando incluso al insulto) se convierte en un ansiolítico del que podemos disponer sin medida y sin receta. Más aún, siguiendo el ejemplo de nuestros referentes televisivos, empezamos a vigilar y preocuparnos por nuestro “rating”, nuestro “share”, nuestra popularidad en términos de audiencia. De pronto escuchamos a un amigo del que no suponíamos tanta pasión por la opinión de los demás lamentarse de los pocos “me gusta” que ha obtenido su último comentario o vanagloriarse de lo contrario. Como consecuencia, paulatinamente comenzamos también a cuidar que lo que publicamos guste y a descartar lo que nos parece que no tendrá suficiente repercusión, mientras descuidamos el principio de honradez, de veracidad. Cualquiera que haya estado vivo durante los últimos quince años puede echar mano de los mil y un ejemplos de “maquillaje” de tantos recuerdos, sentimientos, experiencias… que no eran lo que decían ser cuando se publicaron.

A ello contribuye también lo que empieza a denominarse “el fenómeno Youtuber” una gran ilusión reeditada esta vez con la promesa de convertir los vídeos personales en grandes éxitos, primero de audiencia y a continuación de ingresos. Como en los tiempos de Jack London la nueva fiebre del oro nos lanza a la carrera por encontrar nuestra propia mina virtual. Sin embargo, lo que es éxito para uno no garantiza que lo sea para los demás. El primero es un pionero, los siguientes, unos imitadores. El 99% de los youtubers se limitan a hacer lo que han visto hacer antes tanto en el propio Youtube como en los programas de televisión. Con un presupuesto raquítico y unos medios compuestos por una webcam y una habitación en la mayoría de los casos, el nuevo audiovisual individual se puebla de… tertulianos. Gente que comenta videojuegos, películas o canciones, gente que opina de política, deporte o restauración, gente que habla, sentada o en la calle, que no para de hablar. La televisión low-cost vive su big bang. Ella misma ha alimentado durante años a esa bestia que comienza a devorar su modelo de negocio y cuestionar su supervivencia.

Teníamos la motivación, teníamos la oportunidad. Para culminar un crimen ya solo era necesario disponer del arma. Y nos la pusieron en la mano, reluciente y cargada con dinamita, es decir 3G y WiFi.

El reemplazo del teléfono para “hablar” por el teléfono “inteligente” (¡qué estupendos adjetivos crea el marketing!) no solo consiguió que este se convirtiera de inmediato en un objeto de deseo (la opción sin lugar a opción era seguir con el teléfono “tonto”) sino que sin siquiera cambiar de nombre cambiara por completo su significado. Eso y nuestro modo de mirarlo. Literalmente. El teléfono pasó de ser “mirado” apenas durante los instantes de marcar un número o aceptar una llamada (y alguna partida de “snake”, claro) a que nos doliera mantener la vista apartada de él. Es decir, de su pantalla. Por fin la pantalla había caído en nuestras manos. Pero por sí sola la pantalla no era suficiente para desencadenar la revolución que se inicia aquel año.

Los nuevos modelos de teléfono inteligente incorporan una característica que a priori parecía apenas un gadget más, pero que será el que transforme de una vez y para siempre el ecosistema mediático: la cámara de foto y vídeo. Sin los smartphone la publicación de los contenidos personales de los usuarios habría estado mucho más limitada, pero la cámara abre la puerta a un nuevo capítulo en la historia de las comunicaciones humanas, un nuevo paradigma, quinientos años después del de Gutenberg. Es el momento en el que todos podemos ser por fin autores sin más criterio que el propio, sin necesidad de crear más contenido que simplemente exhibir fragmentos de nuestra vida.

Los primeros en notar ese cambio fueron precisamente las agencias internacionales de noticias. El último día del año 2006 un vídeo abría las cabeceras de todos los informativos de televisión, el de la ejecución de Saddam Hussein. Es un vídeo de calidad pésima pero tiene la virtud de ser el único. En eso no se diferencia de cualquier otra exclusiva emitida con anterioridad. La gran novedad es que ese vídeo no ha pasado por ninguna agencia de prensa antes de llegar a las redacciones sino que ha sido subido directamente a YouTube. Había sido grabado con un teléfono móvil.

2008. Años de depresión, de escasez de oportunidades laborales, de vuelta a la vida casera. Años en los que podemos desahogarnos y sentirnos escuchados, respondidos, correspondidos, desafiados, reafirmados solos, frente al teclado, construyendo a golpe de post, de selfie, de tuit nuestro personaje público, muy parecido a nosotros salvo que no tiene por qué mostrar nada que no deseemos que se vea. Años de entretenimiento y evasión al alcance de la mano, de aplicaciones “gratuitas” con las que poder jugar sin interrupción, matar los tiempos muertos.

2018. Codiciamos aquello que vemos cada día, que decía el Dr. Lecter. Después de generaciones siendo los espectadores de otros, en la última década hemos disfrutado del goce enorme de ser nosotros los leídos y observados por los demás. En nuestro cotidiano consumo mediático hemos reemplazado el estar informados por sentirnos cohesionados. A partir de ahí, las fake news solo tienen que entrar donde saben que serán bien recibidas.

Cada contenido que llega a nuestro móvil, a nuestra pantalla, no lo sometemos ya, por tanto, al escrutinio de su autenticidad sino de su utilidad para atraer la atención de los demás. Los hoax, las fake news, las fotos que retocamos, las historias que “vivimos”, los “followers” que compramos, los “éxitos” que publicamos hacen de combustible y ni su origen ni su verdad nos preocupan tanto como declaramos en voz alta. Más de un 80% de la gente dice que las fake news representan una grave amenaza para la democracia. La encuesta no revela (no sabemos si llega a preguntar) cuál es el porcentaje de los que se preocupan por averiguar si el contenido que comparten y comentan es o no fake. Como tampoco debe de ser fácil de medir, ni de preguntar y mucho menos de contestar en qué medida nuestros perfiles sociales están llenos de verdades que solo lo son a medias.

COROLARIO

Gran parte del «atractivo» de las fake news es parecido al de la junk food con la que tantas cosas comparte: nos provoca una satisfacción primaria por eso que nuestro cerebro aprendió a desear sin ofrecer resistencia con el paso del tiempo, es decir, azúcar, grasa y sal, (bien aliñada con glutamato monosódico para que nos enganchemos todavía más), y a un precio irrisorio. Del mismo modo, las fake nos dan contenido que mezcla ingredientes por los que nuestro cerebro saliva. Son fáciles de entender, exageran (es decir, nos llaman la atención), pero siempre a partir de un insight (un prejuicio, un preconcepto) o un dato que tenemos firmemente afianzado en nuestro pensamiento (los inmigrantes están desesperados, los taxistas son rancios y corporativistas, los empresarios son codiciosos y malvados, y así…) y nos permiten ponernos a favor o en contra sin necesidad de más análisis, solo con el titular.

Y son «gratis», más aún, nos invitan a hacerles caso vía un mensaje que llega de una fuente que pertenece a nuestra red social, es decir, que ha pasado nuestro primer filtro de confianza.

¿Y si el objetivo principal de las fake no fuera el hacernos creer en su autenticidad -que también- o bajarnos las defensas para contribuir a su viralización, es decir, a la desinformación? ¿Y si las fake news fueran en realidad un termómetro, un sensor más para medir nuestros niveles de alerta, de rapidez e intensidad en la reacción, de sensibilidad, de la evolución de nuestros intereses y preocupaciones o de nuestro umbral de saturación ante ciertos temas? El verdadero Big Data que cada día ayudamos a construir en las máquinas que gestionan nuestra comunicación es mucho menos el de la información de nuestras acciones “objetivas” que el de nuestras emociones, de nuestros impulsos, de lo que hacemos “sin pensar”. Ahí está el verdadero “data mining”. Cada vez que reaccionamos a una fake en el sentido que sea (incluso no reaccionando), la única verdad que se transmite es la de desnudar nuestro yo más íntimo ante un desconocido.

EPÍLOGO

En Matrix los humanos muestran la imagen que desean percibir de sí mismos, y no la que en realidad tienen. En Minority Report se retrata un hampa dedicada a proveer de identidades offline que permitan escapar del control total de cámaras y sensores. Una sociedad que ha descubierto las satisfacciones del fake difícilmente aceptará volver a la cruda y sincera realidad. Por un lado, es de esperar que en algún momento aflore una nueva economía de la desconfianza. Por ejemplo, Uma Thurman sometiendo a una prueba de ADN un pelo de Ethan Hawke en Gattaca para estar segura de que él es quien dice ser. En contraposición, es previsible que surja una industria que ofrezca la posibilidad de escapar de nuestra propia ilusión; de vendernos una dosis para regresar por tanto tiempo como nuestro crédito se pueda permitir a una realidad real, desconectada; de borrar o al menos neutralizar nuestra presencia virtual, de mantener una doble vida en la que poder volver a ser eso que cada vez nos cuesta más reconocer en la pantalla en la que nos contemplamos: a nosotros mismos.

 

FAKE IT EASY IV

El cambio del milenio fue tan generoso en iconos fake que se podía empezar a reconocer esa cualidad fractálica de lo falsario con cierta facilidad, ya fuera a escala personal, local o global: el estallido de la contabilidad creativa (y la entrada en el euro), de las burbujas inmobiliaria, de internet, de canales digitales, y de tantas otras, el powerpoint de las armas de destrucción masiva iraquíes, el estreno de Matrix, los disfraces de edad y género en las salas de los “chat”… y el efecto Y2K. Desde luego, no podemos presumir de rácanos a la hora de abonar el terreno en el que años más tarde cosecharíamos las fake news. Si los noventa habían marcado la aparición de la tele low-cost, la nueva década iba a explorar todas sus posibilidades hasta el límite.

(aunque se puede leer por separado, este post se entiende mejor tras leer los capítulos anteriores de esta mini-serie: Fake it easy IFake it easy II y Fake it easy III)

Escena IV (ficción dramática). Algún momento entre 1999 y 2000. Barcelona. Joan Ramón Mainat y Javier Sardá

(Esta escena es -por supuesto- un fake. Probablemente nunca existió o existió a lo largo de muchas otras escenas repartidas por el tiempo. Lo que sí es verdad es que los protagonistas eran grandes amigos y que juntos dieron forma al programa en el que lo vulgar y lo estelar intercambiaron sus lados del espejo ya para siempre. Tal vez la conversación se realizó en catalán, tal vez no, de ahí que el nombre de Xavier Sardá esté transcrito en su fonética castellana, sin ánimo de molestar).

JRM: Las cifras de audiencia lo dejan claro, Javier, no están mal, pero no son lo que teníamos en mente.

JS: No se puede más, el share es muy bueno, pero no hay más margen para crecer, no con un presupuesto como el nuestro, bastante hacemos con lo poco que tenemos, mira a Navarro, tampoco él pudo hacer mucho más en el Mississipi.

JRM: No lo creo, tiene que haber alguna manera de que toda esa gente que anda despierta a las doce de la noche se enganche al programa y que empiece a entrar publicidad de la buena, de la que deja dinero. A partir de ahí podemos pensar en hacer grande el programa, pero tenemos que pensar algo nuevo, algo que no se haya hecho.

JS: Claro, algo que arrase en audiencia pero que no cueste un duro (nota: en aquel momento España sigue usando su propia moneda). En televisión está todo inventado, Joan. Si quieres que la gente te vea tienes que darle algo que no tengan otros. Si quiero una exclusiva tenemos que pagarla y caro. Las estrellas cuestan, y lo sabes. Nosotros tenemos de lo otro, los frikis, cómicos y una stripper, qué más quieres que encontremos a esas horas. Algún colaborador de medio pelo, como mucho. Tenemos la suerte de haber dado con Boris, que Lecquio y él hacen bien su papel, pero es todos los días muy parecido, no tenemos nada cada noche de la semana que la gente no esté dispuesta a perderse.

JRM: Espera, espera, que a lo mejor sí tenemos algo. ¿Has visto lo que estamos preparando con Mercedes? Lo del Gran Hermano, digo. En Holanda ha arrasado. La gente habla todos los días de una casa, de unos tipos que son como cualquiera, que no hacen nada, solo estar ahí.

JS: Sí, lo conozco, pero no le veo qué tiene que ver eso con Crónicas. ¿A dónde quieres llegar?

JRM: A lo de las estrellas. Estamos convencidos de que las estrellas son las que hacen los programas, pero a las estrellas quién las ha puesto ahí. ¿Quién ha hecho de la Preysler, de Lecquio, de ti mismo, Javier, o de Boris alguien famoso? No son ellos, Javier, es la tele la que hace las estrellas. No tenemos por qué esperar a que lo sean para pagarles una fortuna por salir en nuestros programas. Basta con fabricarlas nosotros.

JS: Lo cuentas muy fácil, pero lo acabas de decir tú mismo, qué van a hacer en el programa si lo único que saben hacer es estar en una casa, como cualquiera. No tienen nada especial. ¿Cómo les vamos a convertir en alguien famoso?

JRM: A ver cómo te lo explico, porque lo empiezo a ver muy claro. Los famosos de siempre llegan a la tele porque tienen un pasado. Venden lo que han hecho de especial o de relevante, aunque sea casarse con un noble o un cantante, ganar Eurovisión, desnudarse en una peli o estar en la cárcel, da igual, es su pasado lo que te cuentan una y otra vez para que no se nos olvide por qué los hemos convertido en “nuestros” famosos. Pero estos que no conoce nadie no tienen pasado, se lo pueden inventar, es más, se lo podemos inventar, su pasado y su presente, lo que queramos. Ellos, que no han hecho nada para ser famosos son los que más van a pelear por no perder ese futuro de fama que les vamos a proponer. Ya verás, serán capaces de cualquier cosa, de decirlo, y si me apuras, de hacerlo. A los famosos de siempre les pesa su imagen pública, a los anónimos no. Yo les he visto en Gran Hermano, Javier, la cámara les vuelve locos, y ni sabían la audiencia que tenían, daba igual. Van a ver el pilotito rojo y van a quedar hipnotizados.

JS: Bien, pongamos que sí, que los convertimos en famosos. El problema vuelve al punto de partida, empezarán a cobrar como famosos…

JRM: No, precisamente, ahí tenemos la oportunidad. Vamos a disponer de famosos en nómina, a sueldo, no por programa, sino por mes. Imagina lo que va a ocurrir. Van a firmar un contrato en exclusiva por una cantidad que para nosotros es nada y para ellos un mundo, cediendo sus derechos de imagen, todo, a cambio de una seguridad que no han conocido jamás y a cambio de una fama con la que ni soñaban. Y lo mejor va a ser lo que va a ocurrir con los famosos “de pata negra”.

JS: ¿Qué no van querer venir más?

JRM: Jajajaa, qué va, todo lo contrario. Cuando vean lo que sus “vulgares competidores” son capaces de hacer delante de una cámara se darán cuenta de que o cubren la apuesta o se quedan fuera de juego. Entrarán, Javier. Los tendremos a nómina, les daremos el guión de su propia vida pública, con quién se acuestan y con quién se pelean. Y solo para nuestra cadena, Javier. ¿Querías algo en exclusiva? Ahí lo tienes. La audiencia, los anunciantes vendrán detrás de estas nuevas estrellas, esperando ver qué nuevo límite son capaces de cruzar. Ah, Javier, lo vas a pasar muy bien…

JS: Pero la gente se dará cuenta tarde o temprano de que todo eso que les enseñamos es una farsa.

JRM: No, no, ni mucho menos. Nadie se dará cuenta, porque los primeros que van a querer vivir esa farsa a cualquier precio van a ser ellos. Eso, o volver a su vida de mierda. Y si ellos se lo creen, ¿quiénes somos los demás para ponerlo en duda?

 

Escena V. primavera de 2001. Una tarde de día laborable. Oficina en Madrid de Gestmusic/Endemol.

Por aquel entonces andaba yo empeñado en sacar adelante un proyecto de canal temático que aspiraba a ser “el MTV de los libros” (y que terminaría siendo con el tiempo un programa de media hora en el canal autonómico valenciano con el título de Fahrenheit). Gracias al contacto de uno de mis socios en aquella aventura llegamos a la oficina de Isabel Raventós, una profesional del medio como pocas y una conocedora también de la gran mayoría de sus entresijos, corresponsable entre otras cosas de Saber y Ganar, uno de los pocos quiz show televisivos de «vieja» escuela que han sobrevivido al cambio de época, uno de esos en los que el espectáculo todavía reside exclusivamente en el conocimiento fuera de serie del que hace gala el concursante.

Dando muestras de una generosidad que no sería la última vez que tendría la ocasión de presenciar, Isabel se prestó a que conversáramos sobre libros y televisión en una atmósfera absolutamente marciana, dicho sea literalmente ya que Gestmusic/Endemol, de la que entonces Isabel era su Directora Internacional, era la productora que firmaba los grandes artefactos audiovisuales de mayor éxito: Gran Hermano, Operación Triunfo y, claro está, Crónicas Marcianas. Pero lo que se me quedó grabado de la conversación en aquel coqueto chalecito de la colonia madrileña de El Viso fueron dos elementos sin los cuales no estaría escribiendo esta miniserie: el primero, entender el papel crucial de Joan Ramón Mainat en la metamorfosis televisiva hacia la apoteosis de lo fake, y el segundo, muy relacionado con el anterior, ese momento al despedirnos en el que Isabel me lanzó la pregunta que menos podía esperar: ¿y a ti, qué tipo de reality se te ocurre?

No supe que responder, así, de inmediato. Pero ése es el poder de una pregunta en el aire. Aquella noche comencé a analizar qué era lo que definía al reality como género. Había sido espectador interesado -sin llegar a apasionado- de la primera edición de GH, cuando Mercedes Milá se autoexculpó (y con ella a todos los fans de aquel “guilty pleasure”) al calificarlo de “experimento sociológico”, y tenía claro (como todos, como la propia Milá) que no era la búsqueda de la verdad científica lo que alimentaba aquel show. Cada reedición del mismo formato, e incluso del mismo programa en sus sucesivas temporadas, era una nueva vuelta de tuerca a esa realidad de la que aparentemente se partía como contenido sustancial. Lo más parecido que se me ocurre de lo que hace el reality con la realidad es imaginar una galería de espejos deformantes (sí, los del esperpento del callejón del gato de Valle Inclán y de las atracciones de feria) enfrentados unos a otros, de tal forma que cada nuevo reflejo acentúa la deformación hasta volver irreconocible la imagen inicial, al igual que ocurre con las frases con las que jugamos al “teléfono estropeado”.

Empecemos con una premisa sencilla, la misma que planteó Agatha Christie en Diez Negritos. Unos desconocidos se ven atrapados en un espacio limitado del que no pueden salir, y del que van siendo eliminados por una inteligencia que les supera. Sólo sobrevivirá quien acierte a resolver cuál es la clave por la que son eliminados y consiga neutralizarla. ¿Simpatía, escándalo, histrionismo, sigilo…? Lejos de descubrir la verdadera personalidad de quienes están encerrados, a lo que asistimos es a una multiplicidad de técnicas de camuflaje y supervivencia, de ocultamiento de los flancos vulnerables, de la simplificación de las propias facetas hasta mostrar solo una caricatura de trazo grueso.

Así, en cada nueva edición de GH bastará con introducir un nuevo factor de dificultad para la adaptación del individuo a su jaula de cristal. Los diseñadores del “experimento”, en realidad los creadores de cada nuevo “show de Truman” toman los datos y la información que extraen de los participantes para someterlos a un proceso creativo, “pre-guionizarlos”, y así, juntar, por ejemplo, a un racista y a un negro, a un homófobo y a un homosexual, a cada síndrome con su némesis… de tal forma que el conflicto esté servido. A mayor presión en las condiciones (no solo de espacio, también de tiempo) menos control de las reacciones y más dosis de “espectáculo”, es decir, más atención del público. Se ha escrito y comentado ya mucho sobre el tema, pero lo que aquí me interesa destacar es cómo a medida que se va retorciendo el género de “reality” (famosos, granjas, islas y todas sus combinaciones y permutaciones) podemos vislumbrar lo que va a ocurrir en la década siguiente, en ese momento en el que la jaula de cristal (de grafeno) se vuelva global, y todos nos sintamos observados, juzgados, medidos y, en caso de no ser lo suficientemente valorados por el publico, descartados y expulsados del juego.

Puede que sí, que GH finalmente cumpliera con su eslogan de experimento sociológico, pero desde luego no para prevenir los trastornos de un planeta mediatizado hasta el extremo, sino en todo caso para estimular su crecimiento desordenado y explosivo. Una vez convertidos en personajes de una ficción audiovisual, la misma distancia entre realidad y reality se terminará trasladando a nuestras pantallas y canales individuales, a cada smartphone, y de ahí a nuestras vidas. La advertencia orwelliana contra los totalitarismos que daba título al programa no llegó a tener en cuenta este giro inesperado de la trama, que el “gran hermano” no fuera un tirano invisible, sino que quienes ejerciéramos la vigilancia, el control, la coerción y la exclusión fuéramos nosotros mismos; que termináramos llegando a la dualidad, a la esquizofrenia casi, de ser el juez más feroz de nuestro propio personaje mediático, y que la vida que eligiéramos mostrar pudiera terminar por convertirse en la única que deseáramos tener.

Los tertulianos de las mesas de los programas televisivos de mañana, tarde y noche ya no necesitaban comentar una noticia real para ocupar minutos de programación. Tal y como había previsto Mainat, podían dedicarse a analizar algo que la propia televisión se había inventado. Ya no era la realidad la que se colaba en el guión, sino el propio guión, el que se volvía realidad por el mero hecho de salir en pantalla. Se avanza así en la construcción de un entorno audiovisual autárquico y autorreferente, en el que el espectador, una vez dentro, al igual que ocurre en los casinos de Las Vegas, termina por perder de vista lo que ocurre en el exterior. Mientras el televisor es un electrodoméstico, sin embargo, las consecuencias de esa inmersión no son apreciables; fuera de casa la vida continúa. Pero de pronto, alrededor de 2010, ese aparente equilibrio se quiebra en millones de pedazos, en el momento en el que el televisor comienza a salir de casa y acompañarnos a todas partes en nuestros bolsillos, primero, y sin casi despegarse de la mano después. El smartphone no matará al televisor sino todo lo contrario, lo volverá omnipresente…

(continuará)

P.S. En sus inicios, y dada la coincidencia temporal, se desató un cierto debate entre quienes defendían Gran Hermano y quienes lo atacaban poniéndose del lado de Operación Triunfo, por su objetivo de premiar el talento artístico. La polarización de la audiencia siempre es beneficiosa para ambos contendientes, que deja de tener simples espectadores para tener seguidores, prosélitos. OT se basaba en el mismo fundamento de reducir presupuestos de producción convirtiendo a los anónimos en estrellas. Donde antes actuaban famosos cantantes y músicos ahora sólo era necesario un decorado grandilocuente en el que desplegar un inmenso karaoke. Llamarlo “talent” no deja de ser un ingenioso etiquetado para otra variante más de la realidad “realitizada”.

 

SE ALQUILAN VAINAS.IV

Suele ocurrir que la velocidad del mercado termine por sobreexplotar conceptos cuando aún no hemos sido capaces de asimilarlos. Interactividad o Nativo Digital son ya parte de la jerga más en desuso cuando la realidad es que todavía no hemos ni comenzado a adentrarnos por el largo y sinuoso camino que proponen. Como en cada cambio de paradigma -y esta época que vivimos lo es- las consecuencias son trazables en todas las dimensiones de la vida humana mucho más allá de la vigencia del avance tecnológico o el descubrimiento que lo detonó.

Hay algo en este mundo en transformación que me resulta crucial; la forma en que vamos a percibirlo, a percibirnos a partir de ahora, desde ya mismo, desde hace algún tiempo, incluso. Cuando se menciona el término “cambio de paradigma” muchas veces se pasa por alto que no solo afecta a los mecanismos inmediatos que quedan caducos y son rápidamente reemplazados por nuevas tecnologías o descubrimientos. Un cambio de paradigma es un cambio en la manera en la que nos explicamos el mundo y el papel que desempeñamos dentro de él. Cambia la historia, la grande y la pequeña. Cambia el futuro de la humanidad. Y lo hace de un modo tan colosal y ajeno a la escala de nuestra cotidianeidad como los movimientos tectónicos de las placas continentales, o como el desplazamiento de nuestra galaxia por el universo. No es la velocidad lo que define la importancia de un cambio de paradigma sino la inevitabilidad de su curso.

Decía que cambiar el paradigma es cambiar la manera que tenemos de explicarnos el mundo y nuestro papel dentro de él. Lo hago así intencionadamente porque aunque la relación de inventos y descubrimientos que han causado un gran impacto en nuestras vidas es extensa, los avances en la transmisión de las ideas, de lo que pensamos, de lo que nos contamos los unos a los otros (y de cómo nos lo contamos) son probablemente los que han provocado los grandes seísmos históricos. Dicho en breve, cada vez que el hombre altera el statu quo de su manera de comunicar, la historia colapsa. Y en ese sentido tal vez solo podríamos hablar de cuatro cambios de paradigma en los cientos de miles de años que nuestra especie lleva caminando sobre el planeta.

No sé quién me dijo una vez aquello de “¿sabes por qué los humanos hablamos?”. “Porque éramos dos”. Bueno, por eso y por muchas razones que tienen en vilo a los científicos desde hace décadas, entre ellas hasta una mutación genética. Concluir el origen del lenguaje es uno de esos límites que cuanto más nos acercamos a su resolución más parece alejarse. Lo importante aquí es que un día el homo sapiens empezó a hablar y le debió de ir bien, porque no hemos parado desde entonces. El hecho de poder comunicarnos y hacerlo cada vez con más precisión y exactitud es lo que lleva al animal más enclenque de la sabana a dominar un ecosistema tras otro en su beneficio. A partir de ese primer cambio de paradigma tan difuso en su localización, el del inicio de nuestro primer lenguaje, el siguiente es más fácil de situar y fechar, con la aparición de la escritura, hace aproximadamente 6000 años.

La escritura surge de la necesidad de los comerciantes y los contables, pero a partir de su aparición se vuelve inevitable que tomemos conciencia del futuro y de nuestra capacidad para influir en él, ya sea para “sostenello” o para “enmendallo”, más allá de nuestra existencia. De ahí a convertir la escritura en sagrada hay solo un paso, una vez asimilada su función transcendente. Como inmediata consecuencia, con la escritura descubrimos que la comunicación es una herramienta del poder entendido como jerarquía, y así, el acceso a la escritura en la antigüedad es restringido, y aún lo es más a la lectura. Desde los escribas del Antiguo Egipto hasta los monjes copistas, durante cincuenta siglos la sociedad cedió la interpretación de si misma, y de todo su conocimiento a una minoría tan cualificada como exclusiva, guardianes del tesoro secreto. La importancia de Gutenberg es el papel proteico que cumple cuando entrega ese fuego divino a los hombres en forma de libro impreso y, por tanto, reproducible, abriendo la veda a que cada individuo se haga su propia idea del mundo a partir de un mismo dato, de una misma frase. En la imprenta está el germen no solo de la Reforma Luterana sino del racionalismo, la Enciclopedia, la Ilustración y la Revolución Burguesa, y finalmente, como apuntaba McLuhan, en las postrimerías de la Galaxia Gutenberg también de los medios de comunicación de masas.

La expansión del derecho no a escribir sino a interpretar lo escrito (comenzando por las Escrituras) se mantiene como el cambio crucial durante toda la edad moderna y contemporánea hasta la aparición de la world wide web y del concepto que va a transformarlo todo dando paso a una nueva Galaxia que se suele etiquetar como digital: la interactividad.

Un término tan sobreutilizado corre el riesgo de convertir su significado en insignificante. Hasta el punto de que ya hoy pocos dispositivos o soluciones presumen de ser interactivos, apenas dos décadas después de ser un término omnipresente. Sin embargo si algo define el cambio de paradigma que introduce internet en la manera de contarnos el mundo es precisamente el que por primera vez los espectadores se convierten en coautores, superando su papel de meros intérpretes. La obra abierta que describió Eco completa su círculo y son los propios autores, de las noticias, de los contenidos, de las obras, los que comienzan a ser público de su público. Es decir, la interactividad o, si se prefiere, el espejo de Alicia en cada pantalla.

Esa ruptura de la cuarta pared que ya anticipaba Bradbury en Fahrenheit 451 tiene un impacto tan colosal que cuesta vislumbrar toda su dimensión cuando apenas estamos viviendo la primera oleada durante estas décadas iniciales del milenio. Y aún así nuestra vida, la de todo el planeta ya muestra cambios evidentes del cambio de era. Tal vez el más llamativo es la transformación de nuestra visión secuencial y ordenada del tiempo y el espacio en otra visión en la que momentos y lugares ocurren simultáneamente, lo que nos permite saltar de uno a otro con una facilidad que antes no éramos capaces de concebir. Las consecuencias son como digo colosales porque la alteración del continuo espacio-temporal no es algo a lo que nuestro cerebro haya estado expuesto jamás hasta ahora.

Más allá de la ligereza con la que se distingue entre nativos analógicos y nativos digitales, aún es escaso el porcentaje de población que realmente domina este nuevo paradigma, es decir, la etiqueta de “nativo digital” sería más exacta si habláramos de “generación digitalizada”, distinguiendo así el ser capaces de usar las herramientas digitales pero todavía no de “pensar en digital”. Por ahora lo que hacemos es adaptarnos, algunos mejor, otros peor, algunos con más consciencia que los demás, pero sin que aún tengamos a nuestro lado personas que actúen con naturalidad y simultaneidad en los distintos espacios y tiempos de esta nueva hiperrealidad. De haberlas es en ocasiones puntuales de su actividad, y con todo y con eso solo a escala individual.

Como sociedad, como comunidad, ni las leyes ni las herramientas institucionales nacionales o supranacionales han llegado siquiera a plantearse esta ruptura de la linealidad del relato vital. Solo a ciertos niveles de poder global se puede intuir que sí hay una visión que sincroniza muy diferentes momentos y lugares en su desarrollo. De este modo, la distancia entre sociedad y poder se agranda durante este lapso de redifinición de nuestro mundo. El hecho de que la misma tecnología que ha contribuido a generar este salto a una nueva hiperrealidad se pueda llegar a convertir en la herramienta con la que suplamos nuestras carencias para abarcarlo y comprenderlo no elimina la cuestión principal, la de si habremos llegado a un punto tal en el que hayamos inventado algo que exceda nuestra capacidad de control y entendimiento.

Incluso en The Matrix las leyes de la narrativa cinematográfica (es decir, analógica) imponen una secuencialización en el relato que en el mundo de Neo y Morpheus ya no tiene demasiada razón de ser. Durante gran parte de la película lo digital se traduce en la rapidez para adquirir información, procesarla y reaccionar a ella. Sin embargo, en la escena del Oráculo y sobre todo en la escena final, la de la muerte y resurrección de Neo es cuando se muestra por fin el concepto central de la trilogía, muy desdibujado en los episodios siguientes por el exceso de persecuciones y escenas de acción, que es la de un nuevo entorno en el que el tiempo y el espacio ya no son referentes válidos para el conocimiento del mundo que habitamos ni, por tanto, para nuestra interacción con él. Esa metamorfosis de Neo es la metáfora del momento real en el que podremos hablar con propiedad de nativos digitales, de un nuevo momento en el que nuestra especie multiplique exponencialmente las realidades en las que se mueva, o quizás en las que no se mueva, por lo menos no de un modo material. Que nuestro cerebro sea capaz de trasladarse por espacios y tiempos simultáneos es una hipótesis no descabellada; que lo haga nuestro cuerpo, sujeto a las leyes de la física, resulta bastante más improbable. Las vainas en las que nos envolvemos para desplazarnos por la hiperrealidad puede que finalmente sean (tal y como apuntaban las hermanas Wachowsky en boca del personaje más antipático y traicionero de su película) no las prisiones sino los refugios donde explorar al máximo nuestra libertad de “movimientos”. El escalofrío que nos puede recorrer el espinazo solo por el hecho de pensarlo es una muestra evidente de lo lejos que aún estamos de pensar (y nacer) digitales.

 

SE ALQUILAN VAINAS.III

Nos asomamos a un momento tan sorprendente como vertiginoso, el de ser capaces de crear un poder omnisciente, omnipresente y absolutamente indiferente al sufrimiento humano; al que entregamos el criterio de lo que debe ser protegido o eliminado sin discusión, en aras de un supuesto bien común. Como los vecinos del edificio Dakota, actuamos como protectores de una semilla ya implantada, la del dios todavía inmaduro al que nutrimos constantemente de alimento informativo para que llegue a emanciparse cuanto antes.

En cierto modo todas las distopías nacen de la imposibilidad de concebir la libertad absoluta dentro de la utopía. Y por tanto, todas ellas están basadas en el fracaso de la utopía original, la del paraíso creado para un hombre al que se le permite ser libre con la única condición de estar sometido a una autoridad mayor a la que no debe intentar aproximarse -el árbol de la ciencia del bien y del mal-. El enunciado de libertad obediente es de primeras dadas un oxímoron, porque está escrito que en cuanto el hombre desobedece el dueño del edén le indica el camino de salida de forma expeditiva. Las consecuencias son siempre nefastas; que si sudar por el pan, que si parir con dolor, que si caer al mar envuelto en llamas o que las rapaces te devoren el intestino una vez al día por lo menos. Así las gastan los dioses -o los de arriba si se prefiere- cada vez que los de abajo actuamos por cuenta demasiado propia. Pasa con los héroes proteicos y tampoco mejora cuando cambiamos de escala. En la magnitud de miles de millones de seres humanos el precio de la utopía es la vuelta al redil, el sometimiento a la autoridad, a menudo invisible, intangible, divinizada por tanto en sus formas y acciones. Nadie ve nunca al Gran Hermano, ni al Mago de Oz ni al cerebro de Matrix.

Desde otra perspectiva la distopía que parece más inminente en su cumplimiento, la de que la Máquina tome el control absoluto, creo intuir que es un fenómeno que responde más a lo humano que a lo tecnológico, como una retorcida vuelta de tuerca al concepto Deus ex machina. Nuestro cerebro es capaz de inventar diversos futuros posibles, y lo hace incesantemente, eso de deducir lo que ocurrirá a partir de lo que percibimos que ya ocurrió. Está en el origen de todas las conspiranoias, que no son más que un reflejo de nuestra arraigada tentación de convertir la consecuencia que conocemos en la causa que desconocemos.

La trampa que cualquier teoría de la conspiración nos tiende es la de pensar que puesto que podemos explicarnos el pasado a partir de relacionar los distintos factores que lo originaron, es altamente probable que hubiera una inteligencia que los provocó. Como en tantas otras cosas, puede que nos engañemos y simplemente estemos necesitando que haya un razonamiento previo como reflejo del que aplicamos “a toro pasado”, lo que se conoce como “sesgo retrospectivo”.

De este modo, tendemos a pensar o deseamos creer que hay una autoridad creadora inteligente que planifica o al menos dispone las condiciones para lo que nos está ocurriendo. Llamémosle Dios (Hume ya se ocupó en su momento de desmontar esa visión conspiranoica de la divinidad planificadora dando inicio a la deriva racionalista de la que nace todo esto que vivimos hoy) o “poder oculto en la sombra”, el caso es calmar nuestra inquietud por pensar lo contrario, que no hay plan alguno, que todo es circunstancial e imprevisible aunque explicable (si no, de qué iban a vivir los economistas). Hasta ahora esa presencia superior ha sido cuestión de fe, pero los tiempos están cambiando, gracias a otra cualidad bien humana, la de inventarnos no sólo lo que soñamos sino también aquello que tememos. Somos, ya se sabe, el animal que mejor ha desarrollado su capacidad de imaginar una amenaza donde no la hay. Ese miedo “de fantasía” que llamamos ansiedad ha encontrado terreno abonado en esta sociedad hiperultracomunicada a la que podríamos datar dentro del “Ansiolítico Inferior”.

La mayoría de las distopías tecnológicas, de Huxley a Black Mirror, se han elaborado a partir de esa suerte de proceso “divinizador” de una Máquina que termina por superar y superponerse al designio con el que la creamos. Hoy asistimos con fascinación creciente y no menos creciente inquietud a los avances de una inteligencia artificial que nos va relegando día tras día en todo eso que de tan humano nos parecía intransferible. La mayoría de los empleos en trance de deshumanización no son, contra lo que se pensó inicialmente, los de “cuello azul” sino los de “cuello blanco”. ¿En la sociedad del tráfico exacerbado de información qué aporta esa ingente masa laboral que ni crea ni transforma, que simplemente se encarga de acarrear la información de un lado a otro? Los modelos de negocio de intermediación son los que más han sufrido y sufren el embate digital.

Tampoco los “creadores” se quedan fuera de la onda expansiva. Al pasar por la turmix de la sociedad de consumo, las industrias de la creatividad no se distinguen de las de cualquier otro sector fabril. Los guionistas del cine, los autores del pop, los escritores de best-sellers, e incluso los artistas plásticos al servicio del mercado y la producción masiva ya empiezan a ser sustituidos por programas especializados sin que seamos capaces de distinguir unos de otros. Las distopías auguran ese momento en el que la Máquina tomará finalmente conciencia de que el ser humano haya dejado de necesitar a otros seres humanos para mantener su modo de vida. Parte del proceso de individualización y aislamiento que percibimos en esta sociedad (paradójicamente llamada en red) se refleja en que cada vez confiamos menos en nuestros congéneres y más en los algoritmos para asuntos tan sencillos como preguntar por el mejor camino para ir a tal sitio o tan personales como elegir a la persona con quien podríamos llegar a relacionarnos.

Así, de los dos grandes poderes con los que la divinidad nos arrojaba al infierno o al cielo, el de infundir miedo o el de inspirar amor, parece que la tecnología de cuyo culto nos hemos ido revistiendo actúa como herramienta más al servicio del primero que del segundo. La inteligencia artificial ha sido nuestra apuesta y viene a ser nuestra culminación de siglos reverenciando a la inteligencia en detrimento de la bondad como virtud de referencia. Hemos querido creer que la bondad nos hacía vulnerables y la inteligencia invencibles cuando en realidad lo que está sucediendo, lo que ya sucedió, es justo lo contrario. Nos asomamos a un momento tan sorprendente como vertiginoso, el de ser capaces de crear un poder omnisciente, omnipresente y absolutamente indiferente al sufrimiento humano; al que entregamos el criterio de lo que debe ser protegido o eliminado sin discusión, en aras de un supuesto bien común. Como los vecinos del edificio Dakota, actuamos como protectores de una semilla ya implantada, la del dios todavía inmaduro al que nutrimos constantemente de alimento informativo para que llegue a emanciparse cuanto antes.  

¿Quién podrá discutirle al algoritmo su verdad construida con trillones de datos? ¿Quién querría planteárselo, pensar en desconectar la Máquina cuando la alternativa es volver a la inseguridad de las decisiones irracionales? ¿Quién desearía volver a la nebulosa de creer a ciegas en un dios inmaterial cuando nos hayamos dotado al fin de un dios tan anhelado, tan tangible, tan fiel a la imagen y semejanza de nuestra razón? ¿Y cuando todo esté calculado, para qué preocuparnos, interesarnos, apasionarnos, arriesgarnos a nada que no sepamos a donde nos lleva con la máxima seguridad? La vaina en la que Matrix nos cultiva es una imagen terrible, cinematográfica y, por eso mismo, excesivamente costosa y altamente improbable. La realidad es mucho más sutil, más económica. En el imperio de la inteligencia la cápsula que nos aísla somos nosotros mismos.

(continuará…)

SE ALQUILAN VAINAS.II

¿Qué son las vainas de Matrix sino la culminación de ese deseo de seguridad? En ellas no hay riesgo ya de que ningún estrago físico nos impida disfrutar de una vida plena y sin contratiempos. La verdadera guerra que hoy se libra (o que quizás ya se libró) es la de saber si cedemos la última tajada de libertad que nos quedaba sin entregar, la de pensar -ya muy cuestionada, condicionada y manipulada- y, sobre todo, la de sentir. Los síntomas apuntan a lo contrario. En el entorno digital cedemos información mucho más íntima y sutil que la que creemos estar dando a cambio de llegar más rápido y más barato a nuestra próxima compra, destino o relación.

Si hubiera que reprocharle algo a las hermanas Wachowski en su impactante The Matrix, estrenada ahora hace veinte años, sería su benévola concesión a nuestra vanidad de creernos esa especie inconformista y rebelde que en realidad nunca hemos sido. En parte por eso y en parte por la naturaleza épico-mesiánica del relato era del todo necesario que la raza humana hubiera sido sometida por las máquinas después de un duro enfrentamiento, tan duro como para haber terminado con toda esperanza de vida sobre la superficie del planeta. De esa narración preapocalíptica, con resonancias tanto del Diluvio Universal (la omnipresente lluvia de Matrix) como de otros pasajes bíblicos, se desprende la inevitable y esperanzadora existencia de una Zion que resiste a base de ingenio y fe (cualidades ambas muy humanas) el constante acoso de la incansable inteligencia artificial.

Sin embargo, la lógica narrativa y la lógica histórica suelen correr en paralelo y se entrecruzan mucho menos de lo que se llega a imprimir en letras de molde. La Historia la escriben los ganadores, ya se sabe, y es raro que éstos renuncien a la tentación de retocar aquí y allá los hechos para que con el paso del tiempo lleguen a convertirse en mitos culturales, esos mitos sobre los que se consolida su victoria cuando ya no quedan testigos de lo que sucedió. Si nuestra memoria individual es traicionera no digamos la colectiva, de la que depende gran parte de la cohesión de nuestra sociedad. Los historiadores dedican la mayor parte de su tiempo no a la búsqueda de lo que ocurrió sino a evitar reproducir confiadamente aquello que todo el mundo recuerda pero no ocurrió jamás. Es algo que se aprecia muy especialmente cuando apenas han transcurrido unos pocos años desde que sucedieron los hechos que se relatan, es decir, cuando los testimonios presenciales aún están frescos. Un pacto tácito de silencio nos conjura a todos para que no cuestionemos aquello que no nos resulta tan meritorio como sería nuestro deseo. Ni la transición democrática española fue tan ejemplar ni el levantamiento contra el invasor napoleónico tan popular y masivo como durante tanto tiempo se aceptó. Y no, tampoco todos los que dicen que formaron parte de La Movida estuvieron en Rock-Ola aquella noche.

Hay que esperar tiempo para que aceptemos “desclasificar” los archivos ocultos de nuestra memoria, para ese momento en el que la verdad se supone inocua, cuando ya no quedan testigos y los pocos supervivientes aún atesoran con más celo su recuerdo frente a una realidad que nunca termina de serlo del todo.

La historia no oficial que Morpheus le desvela a Neo en Matrix una vez que éste se toma la pastilla roja, cabe suponer, es igualmente bienintencionada y protectora del honor humano. Nos derrotaron en una cruel batalla a vida o muerte en la que resultamos vencidos, sí, pero sin dejar de luchar hasta el final. Por eso, los humanos envainados que sirven de pila a la Máquina deben ser rescatados, porque son prisioneros de guerra, aunque ya lo hayan olvidado anegados en vida por el líquido amniótico en el que vegetan.

La resistencia heroica -desesperada- de Zion es completamente verosímil. Sin duda un grupo de humanos acorralados está llamado a la hazaña ya sea en un terreno deportivo o al borde del abismo de Helm, en Roncesvalles o en las Termópilas. No resulta, sin embargo, tan coherente con nuestro devenir el que en el origen de esa neo-esclavitud haya habido un comportamiento tan heroico. A fin de cuentas si en algo nos hemos especializado desde que salimos de las cavernas es en alcanzar niveles cada vez más sofisticados de seguridad y certidumbre a cambio de ceder lo único valioso que hemos tenido desde nuestros primeros pasos, la libertad con la que los dábamos.

Seguridad a cambio de libertad ha sido desde el inicio la clave de nuestras transacciones vitales. El humano en soledad se sabe y percibe frágil y vulnerable, y a partir de ahí cada asociación para asegurar la supervivencia se convierte en un acuerdo, en un compromiso con los demás. Como decía Bertrand Russell, “la libertad es algo maravilloso, pero no cuando hay que pagar por ella el precio de la soledad”. Así que libertad es el precio que pagamos para satisfacer la necesidad de de esa protección o tranquilidad que nos da el sentirnos acompañados. El resto es Historia. En el momento que para asegurarnos el mañana comenzamos a almacenar el grano y abandonamos la vida nómada, es también cuando comenzamos a crear y aceptar códigos y leyes que restringían nuestros deseos y pensamientos más libres. Y cuanto menos libres, más capaces éramos de organizarnos en grupos cada vez más grandes. De la tribu a la polis, y desde allí hasta el planeta globalizado de urbanización hiperconectada que hoy somos todo ha sido un continuo intercambio de libertad por seguridad, a veces más evidente, a veces menos, por momentos más material, en otros más espiritual.

¿Y qué son las vainas de Matrix sino la culminación de ese deseo de seguridad? En ellas no hay riesgo ya de que ningún estrago físico nos impida disfrutar de una vida plena y sin contratiempos. La verdadera guerra que hoy se libra (o que quizás ya se libró) es la de saber si cedemos la última tajada de libertad que nos quedaba sin entregar, la de pensar -ya muy cuestionada, condicionada y manipulada- y, sobre todo, la de sentir. Los síntomas apuntan a lo contrario. En el entorno digital cedemos información mucho más íntima y sutil que la que creemos estar dando a cambio de llegar más rápido y más barato a nuestra próxima compra, destino o relación. En el cruce de datos entre nuestras decisiones más “racionales” y nuestras manifestaciones subjetivas ayudamos a construir un escenario en el que poco a poco vamos adquiriendo la seguridad de no equivocarnos ni siquiera en lo que pensamos, no vayamos a ser víctimas de nosotros mismos. Eso que llamamos “corrección política” se extiende desde las ramas hacia la raíz del pensamiento. Lo celebramos como un avance cultural, y seguramente lo sea, pero pocos parecen cuestionarse los efectos secundarios de esa uniformización a la que nos estamos conduciendo. ¿Llegaremos a temer, como sugiere “Minority Report”, nuestras ideas y fantasías más personales, libres, incontrolables? Cuando nuestro próximo trabajo, relación o seguro médico nos mida por lo que algún día publicamos o dijimos, igual que ya se hace con los tuits de los aspirantes a la carrera política, ¿qué podremos entregar a cambio de la seguridad de no caer en nuestras propias trampas mentales sino la libertad con la que las creábamos?

No lo contaremos así, pero nuestra rendición a la Máquina es muy probable que no nazca de la derrota sino de la ansiedad. Que seamos nosotros mismos los que nos conectemos, igual que cualquier otro día, a una de las entradas de la Red Social ya integrada en nuestros propios dispositivos corporales, y pidamos que sea Ella la que tome el control, que nos coloque un filtro de seguridad que no podamos desactivar, a cambio de la paz y el sosiego de saber que nuestros pensamientos serán siempre los que nos convienen, ya no a cada uno, a todos nosotros, así, en plural, porque en ese momento todos seremos una.

(continuará)

 

SE ALQUILAN VAINAS.I

La revolución digital y los fenómenos asociados a ella, principalmente el de la deslocalización de la producción, han llevado a que las ciudades hayan dejado de ser espacios de fabricación para irse convirtiendo en un entorno de prestación de servicios y, por tanto, independiente de los ciclos de sueño. Vivimos en ciudades cada vez más insomnes ya que nuestro trabajo no depende tanto del horario industrial como del horario social.

En gran medida somos plenamente, cotidianamente conscientes de que no somos otra cosa que tiempo. Y ésa es una de las incertidumbres del vivir a las que nos hemos acostumbrado, la de cómo conciliar las distintas dimensiones de nuestra temporalidad. Por si no bastara con eso, cada salto tecnológico (cada nuevo monolito) nos obliga a redefinir nuestras referencias temporales, que a su vez alteran y modifican las espaciales, las sociales, las de todo aquello que vamos percibiendo en nuestro actuar y pensar.

Internet nos ha vuelto ubicuos, perennes, nos ha dejado en fin, a las puertas de poder ser otro poco menos humanos, más superhombres, de vulnerar límites físicos que todavía no habíamos cuestionado. Eso que veíamos con gozosa incredulidad hace veinte años cuando estrenaron Matrix, esa superación reflejada en la flexibilidad del cuerpo, en la inmensidad de los saltos o en la velocidad de los movimientos de Neo, Trinity o Morpheus, nos mostraba cómo gracias a la Red éramos capaces de adquirir nuevos superpoderes. El relato cinematográfico lo exponía en un plano visual y épico, pero en la realidad (incluso en esta virtualidad real por la que ahora nos movemos) nuestra capacidad física se está viendo desafiada y alterada sin tener que llegar a esas demostraciones grandilocuentes, sin ir más lejos en una de nuestras necesidades más básicas, la de cerrar los ojos y dormir.

El ser humano siempre ha necesitado dormir. Nada de lo que nos distingue social o individualmente está por encima de esa necesidad universal. Llevamos miles de años durmiendo y aunque no se saben bien las causas por las que lo hacemos, los científicos coinciden en que es un mecanismo evolutivo que no ha podido ser desechado, incluso siendo los menos dormilones de los primates. Dormimos menos horas que nuestros parientes más peludos, sí, pero dormimos más profundamente.  Ni siquiera nosotros hemos podido escapar a esa obligatoriedad. Y si no lo hacemos sufrimos todo tipo de trastornos hasta llegar a morir antes por no dormir que por no comer. Ha habido experimentos en ese sentido, aunque los que mejor lo saben, los torturadores de todo tiempo y lugar, no hayan dejado registro de sus récords.

Sin embargo, ya lo cantaba Frank Sinatra: welcome to the city that never sleeps, y se lo podría haber cantado a cualquier otra ciudad. No es sólo Nueva York la que no duerme sino todo ecosistema urbano contemporáneo. Hasta no hace demasiadas décadas la ciudad se expandió poblándose de mano de obra industrial, los obreros del éxodo rural contribuyeron a hacer de los núcleos urbanos las metrópolis que se desarrollaron durante el siglo XX. Pero los obreros, como los artesanos o los productores de todo tipo de bienes necesarios para satisfacer la demanda de esa enorme concentración de nuevos urbanitas, no dejaban de cumplir con sus horas de sueño. Dormir también era parte de una vida en cadena.

La revolución digital y los fenómenos asociados a ella, principalmente el de la deslocalización de la producción, han llevado a que las ciudades hayan dejado de ser espacios de fabricación para irse convirtiendo en un entorno de prestación de servicios y, por tanto, independiente de los ciclos de sueño. Vivimos en ciudades cada vez más insomnes ya que nuestro trabajo no depende tanto del horario industrial como del horario social. La esencia de la mayor parte de oficios que se desarrollan en la ciudad es la de gestionar algo que no fabricamos, ya no somos cadena de montaje sino de distribución. Nuestra labor urbana cotidiana se centra cada vez más en hacer llamadas y enviar emails y wassaps, trasladando información de una punta a otra. Ya no somos fabriles sino febriles. Somos todos un poco motoristas de glovo, sólo que lo que acarreamos como hormigas son bits y más bits.

Aun así nuestro trabajo nos agota y las horas de sueño nos siguen siendo necesarias, si no fuera porque la ciudad que no duerme es ahora un planeta entero. Un planeta urbanizado de servicios, de movimiento en el que, como en el imperio de Felipe II nunca se pone el Sol. Este animal que necesita dormir se ha fabricado para sí un mundo siempre alerta. Al contrario que en el tango, ya ni el músculo duerme ni la emoción descansa. ¿Cómo poder vivir en un mundo en el que siempre hay alguien despierto? Aparentemente, es algo que intentamos resolver entregándole nuestra consciencia (y quizás nuestra conciencia) a quien no necesita dormir ni dejar de hacer nunca su trabajo. Estamos trasladando, así, no sólo nuestro conocimiento sino también nuestra percepción, nuestra reflexión y nuestra reacción a la Máquina. Estamos trabajando intensamente, de hecho, en lograr descargar en máquinas y redes todo lo que almacenamos en nuestro cerebro, más allá incluso de los simples datos, hasta la propia identidad.

Dentro de poco se publicarán anuncios: «Se alquilan vainas» «Deje que su cabeza trabaje por usted, deposite su cuerpo en una vaina cómodamente equipada para su tranquilidad y confort y conecte su cabeza sin esfuerzo.» Vainas Matrix, su cabeza camina mientras su cuerpo reposa.

En el mundo globalizado siempre hay alguien que está despierto para hacer lo que tú no puedes hacer mientras duermes. Y la ansiedad de que te reemplacen en tu trabajo, tu negocio, tu inversión, tu oportunidad o tu presencia es la ansiedad del mundo y la llave de esa Matrix que nos mostraron a toda pantalla hace ahora veinte años. Nuestro próximo umbral, el de vivir al ritmo de un planeta que no duerme, está a punto de ser traspasado. Se abren tantas interrogantes a partir de ahí que es mejor dejarlas para más adelante, aunque no puedo resistirme a plantear la más evidente, la más romántica también. ¿Quién soñará nuestros sueños en un mundo insomne?

(continuará…)

adiós, mundo cruel (#megustasmuchísimo)

Escucho de pronto el “she’s leaving home” de los beatles y pienso que nadie escribirá nunca una canción tan bella, una historia tan llena de sentimientos y tan bien contados que se llame “she’s leaving instagram”, y en apenas tres minutos; si alguien lo consigue, por favor, que suba a los altares sin mayor requisito. A continuación, y a sabiendas de no poder ser ni tan breve ni tan bello, seré al menos sincero.

Diez años hace que entré en Facebook tras una brevísima resistencia de meses a la oleada que se venía. En parte por una misantropía de andar por casa entreverada de temor a la sobreexplotación de mi natural tendencia a repartir afectos. En parte porque no terminaba de entender el porqué de alterar mi profundo sentido del pudor, sobre todo el ajeno. Pero entré, por supuesto que entré, a las pruebas me remito. Por aquel entonces se hizo relativamente popular en Youtube un vídeo de lo más esclarecedor -y quizás por eso escondido ya en la memoria- que se llamaba “la máquina somos nosotros”. Aquel 2007 procuraba que todo el mundo viera ese vídeo. Y todavía hoy creo que merece la pena.

Facebook, y poco después, aunque intermitentemente, Instagram (ya digo, el pudor, no sé hacerme un selfi, como tampoco se me dan bien los nudos de las pajaritas ni recortarme la barba, lo mío con el espejo es algo enfermizo) y al rato Linkedin, Youtube, Pinterest y muchas otras a excepción de tres de las que renegué sin atisbo de autocompasión, a saber, Tuenti (soy mayor), Twitter (soy voraz) y Google+ (no soy tan raro). Contar mis peripecias en ellas es una redundancia, hice lo mismo que todos. Dejo las protestas de originalidad para quien se las crea. Si acaso reconozco que me entretuve mucho (en todos los sentidos) mientras difundía la actividad de una galería de arte domesticada (no mordía, ni cobraba comisión ni pedía obra a los artistas) que se llamó La Casa del Arco. Aprendí mucho, no lo voy a negar, y hubo momentos más o menos duros en los que, como el boxeador de Simon & Garfunkel, encontré refugio en ellas. Pero ya. Llegó el momento. Me despido, muchachada.

No reniego, pero ya no aprecio. Es más, comienza a dolerme. Percibo hoy las redes sociales como un monumento al miedo, y aún más como un colosal invento en el que el miedo se disfraza de amor, con todo el daño que eso acarrea. Dejo de usar, leer, mirar Facebook, dejo de mirar Instagram y de usarlo nada más que como pequeño álbum de memorias instantáneas. A partir de ahora no necesito ni contesto a mensajes, iconos, aplausos, piropos o solicitudes de amistad. Tampoco yo haré nada en ese sentido. No cierro los perfiles; hay demasiado depositado en ellos como para renunciar a rescatar algo en algún momento que lo necesite, pero ya es eso, demasiado. He escrito menos páginas de las que quisiera y más posts de los que querría haber escrito.

No dejo LinkedIn por el momento porque pese a que considero que es la mayor estafa de los tiempos digitales (y mira que hay) tengo algún que otro cliente al que presto servicio en esa red. Ya he ido en los últimos tiempos dejando de felicitar cumpleaños de los que no me acordaba, y reduciendo mi participación en debates más allá de una ironía o un emoji, que también me sobran, dicho sea de paso. Como con los billetes en circulación, que no representan ya el oro almacenado en los bancos centrales de los países, si quisiéramos canjear todos los emoticonos de besos y abrazos que se reparten digitalmente por besos y abrazos de carne y hueso no tendríamos brazos ni labios ni tiempo para hacerlo. Aquellos a los que puedo amar ya lo saben y los que me aman también lo saben. Todo lo demás lo siento ahora como miedo al vacío, al silencio o a mirar al espejo a los ojos. Y ése es un miedo que en este momento de mi vida ni me atenaza ni me llama. Las redes sociales me recuerdan las sirenas de Ulises, que cantan en nuestra mente maravillosas melodías hasta que nos acercamos lo suficiente como para descubrir el horrible grito de quienes sólo quieren depredarnos.

Digo que no reniego ni de lo que hice ni de las posibilidades que me ofrecen los medios digitales. Seguiré usando google maps (aunque cada vez menos automáticamente, espero), y spotify y trivago, claro. El mundo es digital y es mi mundo. Tampoco creo que por el hecho de dejarlo vaya a hacer miles de cosas que no hago. No respondo a un propósito de año nuevo ni creo que por dejar de mirar Facebook vaya a ir más al gimnasio ni a aprender alemán. Simplemente coincide. Terminan las navidades, terminan las vanidades. Ni he escrito ni dicho ni expuesto frase o foto alguna en estos diez años que no pudiera haberse quedado en mi tintero o en el intercambio cordial cara a cara con el amigo de turno. No es por tanto una decisión ni filosófica ni ideológica ni estratégica. Es una reacción nada más. Como digo, me duele.

Me duele ver que nos hayamos creído que somos un medio de comunicación, que por el hecho de hacernos eco nos hacemos oír. Me duele sentir la ansiedad de gente a la que quiero, la expectativa y la frustración por la respuesta a sus publicaciones, la rabia por algún comentario, la tentación de escudriñar el comportamiento ajeno, incluso de quien tenemos al lado. Me duelen efectos como la desconfianza y el recelo ante quienes sospechamos que ocultan tanto o más que cada uno de nosotros. Me entristece verme a mí mismo volviendo como un cazador furtivo a mirar una y otra vez cuantos pulgares han caído en mi casillero, a creer que los “me gustas” recibidos dan la medida de algo o a participar de un juego, porque eso son en realidad las redes sociales, un gigantesco casino en el que todos ponemos fichas y en el que se cumple inexorablemente la máxima de que la casa siempre gana, en este caso una maquinaria que devora todo lo que le damos y lo convierte en una papilla rosa que nos devuelve en forma de hamburguesa, mientras se queda con todos los nutrientes para sí. Me niego ya no sólo a participar sino (y sobre todo) a seguir siendo espectador.

No elaboro esta despedida como elegía personal, porque piense que le deba importar a nadie si lo hago o no. Hace unos días le escribí un mensaje de Facebook a mi amigo Yeyo. Nadie lo leerá porque él está muerto hace dos años aunque su cuenta siga viva y sin enterarse. Necesitaba hablar con él y me hice la ilusión de que lo leería, pero el gordo se reiría y me diría “anda, pandereta, que cuando te pones moñas…” Si escribo esta larga carta de suicidio digital es precisamente por eso, porque sospecho que habrá otros que, como yo, se duelen y a lo mejor no lo dicen, o lo dicen como una queja que suena a despecho, aunque en realidad sea otra cosa. Y quizás, sólo quizás, alguien se la tome como una conversación que podamos terminar donde siempre, en las cartas (los emails, que ya digo que no vuelvo a las cavernas), en las barras de los bares o en los bulevares.

Ya sabes donde estoy. Y si no, google seguro que me pone en bandeja. Nos vemos.