¡Hacia la sombra, Carol Anne!

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Intro

Antes de entrar en materia, mi recomendación es dedicar un minuto y medio a ver esta escena de la soberbia miniserie de Paolo Sorrentino, The Young Pope (2016). Para quienes no hayan tenido el placer de degustarla en su momento, me detendré apenas unas líneas en situarla en su contexto.

El recién elegido Papa Pío XIII -encarnado por Jude Law- parece probar ante el mundo que los nuevos tiempos han terminado por llegar también al Vaticano. La baza de una cara fresca -joven y atractiva- ha sido jugada por esos mismos cardenales que ya manejaban los hilos de la Iglesia Católica pero que, conscientes de su escasa credibilidad ante las generaciones más jóvenes, han optado por elegir esta vez a un “novato” fotogénico pero también manipulable.

Sin embargo, ese Papa millennial parece haber llegado a la silla de Pedro con una agenda propia, que dista mucho de la que tienen los que han influido en su designación. Y lo va a demostrar en cuanto se le presenta la ocasión, en su primer discurso como pontífice, desde el balcón que se abre a la plaza de San Pedro, y ante los miles de devotos que llegarán de todos los rincones del mundo, ansiosos por verle en persona

Ante el asombro de todos ellos, Pio XIII les hablará desde la sombra, sin focos, sin luces que faciliten la labor de las cámaras, completamente invisible ante quienes tenían la esperanza de ver lo que se les va a negar, esa primera aparición convertida en desaparición y de la que, sin embargo, nadie apartará la mirada, continuamente atenta a la silueta en contraluz que se recorta en el balcón.

En la escena que he enlazado, el Papa -es decir, Sorrrentino- explica con claridad (y mucha ironía) el motivo de esta decisión. Cuando la veáis, creo que quedará más claro el planteamiento que os propongo a continuación…

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Más es menos 

A mis alumnos y algún que otro jovenzuelo que se me pone a tiro les suelo preguntar en algún momento de relajo si son más o menos conscientes de la constante reiteración de contenidos similares que les entregan las redes sociales más frecuentadas por ellos, es decir, insta o tiktok. Tengo la curiosidad de comprobar si, como es mi caso, al cabo de pocos minutos de recorrido por el feed de estas aplicaciones, ellos también se van encontrando una variación tras otra de los mismos cuatro o cinco temas que el algoritmo ha aprendido a considerar de su interés, ya sean bailes, recetas, chascarrillos, consejos de moda, cotilleos u otros.

Todos me responden que sí, que lo saben, por supuesto, lanzándome esa mirada de “no te equivoques con nosotros, boomer, que somos jóvenes, no imbéciles”. Es entonces cuando suelo dejar en el aire la siguiente pregunta, sin dirigirme a nadie en particular, solo a quien la quiera recoger:

¿A nadie le llama la atención que un contenido precocinado y reiterativo, que es lo que se le ofrece a los usuarios de las redes sociales, capte muchísima más atención y provoque más nervio que el contenido que se ofrece en el aula, por definición inédito, ignorado hasta ese momento, y renovado minuto a minuto? ¿Cómo es posible que nos atrape más lo que ya sabemos que viene a continuación que algo que desconocemos y, por tanto, susceptible de sorprendernos una y otra vez?

¿No resulta paradójico que lo previsible nos entretenga más que lo inesperado?

Esa falta de deseo por un contenido que a nosotros, los adultos, nos resulta aparentemente necesario, útil e incluso deseable, es el que provoca las dos reacciones que alimentan los medios en estos últimos días. Por un lado, la denuncia de las redes sociales, acusadas de culpables en primer grado de esa escasa atención y concentración del alumnado. Por otro, el renovado entusiasmo con el que el sector educativo parece abrazar la llegada del metaverso prometido, al que se fían toda suerte de prodigios capaces de insuflar verdadero fervor aprendiz entre los infantes del porvenir, para así acabar de una vez por todas con ese desinterés que nos atormenta a los responsables de su formación, dentro y fuera del aula.

Poseídos por este afán justiciero, empezamos a mostrar tal nivel de maniqueísmo (¡muerte a tiktok, gloria a las oculus!) que llegamos a olvidarnos -una vez más- de que esos a quienes les compramos el catálogo de maravillas de las apps y las redes sociales son los mismos -u otros muy parecidos- a los que estamos impacientes por entregar a nuestros hijos para que los reciban en las futuras aulas virtuales, inmersivas y tridimensionales del metaverso.

Se nos pasa, quizás, por alto, el reflexionar sobre cuáles fueron las causas de esa fuga masiva y apresurada de niños y adolescentes, esa escapada de los territorios del aprendizaje académico hacia la reiterativa entrega de contenidos anecdóticos que se borran de la memoria tan pronto como se han consumido.

Sin esa reflexión previa, no es improbable que tropecemos tarde o temprano en la misma piedra, y que sean los creadores y propagadores de esos metaversos a quienes pongamos en la picota. En el griterío de 2023 resuena el eco de conflictos y esperanzas pasadas, de cuando la llegada de los smartphones (que para algo se prometían como inteligentes), de aquel primer Internet al que se denominaba inocentemente como “autopista de la información”, o incluso del televisor, que pasó de “informar, formar y entretener” (por ese orden) a convertirse en la vilipendiada “caja tonta” que -reclamábamos- nos alienaba e hipnotizaba con cubos de telebasura.

Que conste que no desprecio las posibilidades formativas que entraña el que una inteligencia artificial nos permita estar de charleta con el mismísimo Julio César, así, de tú a tú, sea en pleno campo de batalla de la Galia como en el cruce del Rubicón, pero dudo enormemente de que por mucho que la vistamos de seda, la mona educativa deje de quedarse en lo que ha venido siendo hasta la fecha.

Es de ahí, de eso que parece que nos negamos -nosotros también- a aprender, de donde nace este artículo; de preguntarme si acaso no habremos aplicado la misma receta para la educación que para la elaboración del foie gras.

Educar no es hacer foie.

¿Sabéis cómo se hace, no? Es una receta tan sencilla como rápida de contar: se coge un pato o un ánsar y se le fuerza a comer varias veces al día hasta conseguir que su hígado desarrolle una esteatosis hepática que lo haga adquirir una dimensión desproporcionada, colosal. Se asemeja un poco a la manera en la que forzamos a tragar lección tras lección a los alumnos sin esperar que nos la pidan, sin que tengan opción de mostrar su hambre.

Creo que es precisamente en esa parte del modelo educativo vigente, sobre todo a partir de secundaria, que es cuando cunde el desánimo entre los pupitres, donde estriba la distinción entre el desinterés por el contenido académico original frente a la pasión devoradora por la inacabable copistería de contenidos digitales. Mientras que el primero es embutido a la fuerza, el segundo nos llega tras una exploración propia y personal, que terminará convirtiéndose en demanda y -si nos descuidamos- adicción.

Así de sencillo. Mientras que mayoritariamente se pone el acento en los contenidos formativos y los envoltorios con los que se presentan, en su originalidad o novedad, parecemos obviar que lo que a los humanos nos resulta excitante es en sí el propio acto de la búsqueda. Ese plus de dopamina que dilatará nuestras pupilas y tímpanos, el que recubrirá de emoción el conocimiento entregado para ganarse el alojamiento en nuestros cerebros, no se obtiene solo por implementar cada nueva herramienta gráfica o audiovisual de moda. Y lo sabemos, porque ya lo hemos vivido antes más de una vez.

Del texto árido al libro con viñetas y fotos a todo color; de ahí a las lecciones convertidas en cartoon; después en multimedia y un poco más tarde los vídeos, prezis o cualquier otro artificio online… Al margen de que los contenidos formativos se entreguen en formato impreso, audiovisual, interactivo, tridimensional, cuántico, simbiótico o ultrasensorial, lo que termine por definir nuestras reacciones, nuestro interés o nuestra desidia, será la diferencia entre sentirnos protagonistas activos del hecho educativo o meros asistentes forzosos a todo lo que en el aula cotidiana se considera (es decir, otros consideran) que debemos aprender.

Echar la culpa del desastre aprendiz, de la falta de concentración y atención de los estudiantes -tal y como se viene haciendo estas últimas semanas- a las redes sociales viene a ser como culpar a la oca del foie por comer en exceso, o lo que es lo mismo, un descarado ejercicio de autoindulgencia por parte de quienes la han estado cebando.

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Si pretendemos conseguir cambios reales y eficaces en los resultados educativos, no serán las herramientas tecnológicas en boga las que nos lo traigan; por muy grande que sea su potencial no dejan de ser herramientas. La clave de esa transformación educativa -que siempre demandamos y siempre nos queda como asignatura pendiente- reside en nuestra disposición a sembrar la duda antes que la certeza, y a estimular al alumno a hacerse preguntas y a probar una y otra vez su validez, sin miedo a equivocarse, y no en abundar en esa ingesta constante de saberes que deberán asimilar o memorizar sin sentir la necesidad de hacerlo, y sin opción siquiera a cuestionárselo.

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Pero lo que los chicos y chicas necesitan -y aprecian- es que convirtamos el conocimiento, una vez más, en un misterio a desvelar, en algo que si les atrae es, precisamente, no por su evidencia sino por estar oculto entre las sombras, aguardando a que lo descubran, a que se apoderen de él como recompensa a su curiosidad, ingenio, tenacidad o deseo. No, por mucho que se repita, los jóvenes no son -ni quieren ser- unos gansos.

(publicado originalmente en LinkedIn el 20.01.2023)

El príncipe y el principio

¿Cómo nacen las rebeliones que nos sirven de esperanza en la distopía? ¿Es ese germen de nobles ideales y heroísmo solidario y suicida que siempre nos han contado? ¿O ese es simplemente el mito en el que necesitamos creer? ¿Y si la chispa fuera algo más vulgar, más cotidiano, menos divino que humano?

Érase una vez un país muy, muy, muy lejano al que un vengativo genio maldijo con un hechizo terrible. Durante meses, los pobladores de aquella tierra lloraron la muerte de los miles a los que alcanzó una maldición que convertía cualquier soplo de viento, cualquier fría gota de lluvia en un veneno para los pulmones. Tanto, que el Príncipe que regía aquel país ordenó que todos sus habitantes se encerraran a cal y canto para no exponer sus vidas. Pero llegó el día que la última nube abandonó el cielo y el calor prendió en el suelo. La primavera inundó bosques y llanuras. Los animales se abandonaban a danzas de amor y festines de prado fresco.

Encerrado durante meses, un joven observaba aquella explosión sintiéndola reverberar en sus huesos. La joven a la que amaba había quedado atrapada en el momento de la orden regia en el extremo de la comarca más alejado de donde él vivía. Pero aquel sol, aquella vida que latía en el pecho del enamorado, no hacía más que reforzar la idea de su propia invulnerabilidad frente a cualquier brujería. En su mente dibujaba una y otra vez el retrato de su amada, cada vez con más temor a que con el tiempo se difuminaran los rasgos que conservaba en su memoria.

No lo resistió más. Una mañana salió al alba por la vía real dispuesto a llegar al pueblo de la joven antes de que anocheciera.

Para su sorpresa no era el único. A un lado y al otro de la carretera, entre los helechos y los eucaliptos, o despreocupadamente por el medio del camino, ahora abandonado de carruajes, diligencias y carretas, veía a otros jóvenes que, como él, parecían brincar más que andar, mimetizados con los corzos y las liebres de abril, lo que le llenaba de ánimo el corazón, a cada paso más y más convencido de que en el siguiente recodo podría ya divisar su destino.

Sin embargo, lo que irrumpió de improviso en aquella alegre marcha fue el retumbar de los cascos de caballo, decenas de ellos a juzgar por el violento redoble en el que el eco envolvía a los muchachos.

Tras el trueno llegó esta vez el relámpago, un batallón de la guardia ciudadana galopaba a su encuentro, desplegándose para reunir en un redil a todos los que habían desobedecido el decreto real. Una vez todos cercados, los guardias fueron preguntando el nombre y el origen de cada uno de los jóvenes, reagrupándolos para que cada guardia pastoreara a un grupo de ellos de vuelta a sus hogares. Muchos de los chicos obedecieron las órdenes pensando ya más en el disgusto venidero cuando sus padres les vieran aparecer en sus casas de tal guisa, como galeotes, que en el anterior deseo que sentían por ver cada cual a su enamorada. Algunos se resistían, sin embargo, a ser alineados en la humillante cordada, pero eran reducidos enseguida por los expertos guardias – sumados a algún que otro joven dispuesto a colaborar en la represión de su compañero de desdicha, intuyendo quizás un mejor trato, quién sabe si recompensa-. Entre los más rebeldes, el joven protagonista de nuestra historia se había enzarzado a puñadas con un guardia sorprendido por la fiereza con la que el chico peleaba por seguir camino. Tal era la decisión con la que lanzaba ora el puño ora la bota contra el guardia que esté había perdido la compostura y trastabillaba torpemente sin atinar ya a defenderse de los golpes que recibía. Otro de los guardias, al ver aquella escena, espoleó a su montura hacia donde se habían ido apartando del grupo los dos contendientes, temiendo que el éxito del joven envalentonara a los demás, que no perdían detalle desde sus hileras, como esperando que aquel combate decidiera el destino de todos.

Cuando ya parecía que se decantaría del lado del amor, se propuso el destino, como sabemos que suele hacer, burlar a aquel y cegar al joven con un rayo del mismo sol y que así no pudiera notar el galope del caballo que se le venía encima. Incapaz de contenerlo, el jinete tiró con fuerza de la brida de la bestia, que reaccionó al dolor alzando sus manos con tanta brutalidad que el joven apenas tuvo tiempo para notar en su sien el impacto del casco. Antes de caer al suelo ya su sentido le había abandonado, junto, tal vez, a un suspiro, una lágrima, una imagen tan fugaz como los retratos de su amada en los días de lluvia.

Y entonces, el silencio.

Ese instante eterno en el que el grito aún carece del aire que necesita para arrojarse al vacío.

La confusión de lo que ocurrió después contaminó cualquier información que pudiera ser tomada como veraz. No así el resultado. Ni un solo guardia sobrevivió a la oleada de ira, de miedo y deseo reprimido, que les arrasó como una hoz en agosto.

Cuando las noticias llegaron a palacio, el Príncipe montó en cólera y ordenó de inmediato la prohibición sin excusa ni justificación de que las gentes de su reino deambularan, se reunieran o conversaran con absoluta libertad, como hasta entonces.

De los jóvenes proscritos nadie volvió a tener conocimiento. Aunque se dice que…

… son cosas que se dicen, quién sabe qué hay de verdad en todo ello, que todos ellos se conjuraron para luchar hasta que su pueblo recuperara el derecho de caminar libres, y el sueño de encontrar su amor. Desde entonces se esconden, pelean contra las fuerzas del Príncipe, deshacen de noche lo que las autoridades ordenan de día y tienen su cabeza puesta a precio.

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Esta rebelión, ahora lo sabéis, no comenzó por un ansia de libertad o de lucha frente a la injusticia en la que ahora vivimos y nos gobiernan, continuó el anciano que veía sonriente el impacto que su relato había causado en los adolescentes que le rodeaban en torno al sillón que ocupaba. No fueron los nobles ideales los que prendieron la mecha de la rebelión. Fue simplemente un día de calor, un chico impaciente por hacer con su chica lo que la primavera hace con las flores, ya sabéis. Toda esa leyenda que en estos días del ya viejo siglo XXI nos cuentan los Bradburios, los Asimovianos y los Kadiques no nace de otro rasgo que pudiera ser más humano. Llamadlo puro instinto, hormonas, ardiente deseo o juventud, ahhh, qué locura. Pero… -y ahí les sonrío a todos con el ojo guiñado- ¿acaso se os ocurre que pudiéramos arriesgar la vida en rebelión si no fuera por lo que la primavera hace con los corazones?

 

El jarrón de incalculable valor (o Cómo matar un león con las manos)

Es un lugar común acudir a la primera copa o al primer cigarrillo (y antes a la primera visita al burdel) como un “rito de paso” hacia la edad adulta. Hasta tal punto está asumido que parece que hemos normalizado ese tipo de peaje sin preguntarnos la razón de que sea así, explorando los límites de nuestra salud. Las “locuras” de juventud forman parte de una tradición que, como tal, ni siquiera se discute, aunque recurrentemente la sociedad (así, de manera abstracta) se lamenta de que los chicos consuman sustancias tangibles o intangibles que no responden ya ni a la información de la que disponen ni al ejemplo que reciben de sus padres.

Así suelo contarlo. Un día recayó en mí la posesión de un jarrón de un valor extraordinario. Los que me conocen saben que no suelo dejarme llevar por tentaciones coleccionistas ni ningún otro tipo de fetichismo anticuario. No es que no los aprecie, al contrario, disfruto enormemente paseando entre las galerías de los museos de artes decorativas, especialmente el de Londres, pero más allá de esas visitas puntuales me incomodaría la presencia cotidiana de objetos tan imponentes. Intuyo que el sentido de la responsabilidad me llevaría a comportarme en su presencia como el ujier de uno de esos museos, aunque fuera en la intimidad de mi dormitorio.

Cuando uso el término “jarrón” no pretendo restarle valor alguno a aquella obra magnífica, pero no soy profesional ni entendido suficiente como para presumir aquí de nombres más precisos (que no sólo tendría que haber rebuscado en internet para dar con ellos sino que seguramente obligaría a más de uno a hacer lo mismo). Baste decir que sí, que era un jarrón antiguo, un jarrón conmovedor, admirable a los ojos de cualquiera.

Dos horas después de recibirlo, y de algunas tentativas de ubicarlo en dos o tres rincones de mi casa, más por cumplir con el trámite que por el deseo de encontrarle su sitio, había decidido que lo mejor que podía hacer con él sería regalarlo a quien supiera apreciarlo y, lo más importante, adoptarlo. Descarté uno por uno o en bloque a los amigos que tenían niños pequeños, pisos pequeños, gustos pequeños, igual que a los que ya tenían de todo y en gran cantidad. Ya que yo no iba a ser el que lo disfrutara pretendía, me parece, subrogar el placer de su posesión y que su nuevo propietario (o propietaria, aún no lo tenía claro) me regalara la satisfacción momentánea de saberle feliz a su vez con mi regalo. Después de aplicar todos los filtros y alguno más, un nombre destacó claramente entre todos los de mi lista de candidatos. Sin duda había encontrado al receptor perfecto (para un recipiente único, si se me permite el estrambote).

Persona de gusto y cultura, habitante solitario de un apartamento en el que cada cosa tenía su porqué, sin ningún pecado de exceso ni defecto, sin sucumbir a modas ni despreciar tendencias, confirmé con él (pues finalmente se trababa de un varón) una cita de inmediato, felicitándome por mi decisión, por mi elección y por la satisfacción -y la sorpresa- que estaba convencido de ir a causar. Aquella tarde me presenté en su casa con mi regalo perfectamente embalado. Había hecho acopio de algunos datos que reforzaran la historia del jarrón para que la entrega tuviera algo de solemne, como la de un embajador que se presentara por primera vez ante el rey de un país lejano.

Mi amigo se dejó avasallar sin perder la calma; ya me conoce en esos momentos entusiastas. Cuando puse punto y final a mi prólogo le invité a que se acercara a la mesa donde había depositado el paquete. Rememoramos aquel fotograma clásico de El Halcón Maltés mientras yo desenvolvía nervioso capa tras capa de papel, de burbuja, de más papel, hasta que el jarrón surgió como una Venus de Hollywood. “Ahora es tuyo”, le dije, “sé que tú lo tratarás como se merece”. “¿Mío, estás seguro, completamente mío?” Sonreí. “Por supuesto, es mi regalo. Es tuyo y puedes hacer con él lo que quieras”, se me ocurrió decir, y para reforzar la solidez de mi acción tomé el jarrón por sus extremos y se lo acerqué. “Tómalo. Es tuyo”.

Lo cogió por las asas. Lo sostuvo en alto y le dio la vuelta, acarició su superficie, acercó su oído a la boca, buscó el sello del ceramista, lo giró siguiendo la escena dibujada en el cuerpo, y finalmente me dijo: “voy a romperlo inmediatamente”.

Mi sonrisa se congeló y apenas tuve tiempo de sujetarle los antebrazos cuando ya estaba a punto de arrojarlo contra el suelo. “¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre? ¿Sabes lo que vale este jarrón? ¡Ni se te ocurra romperlo!”

Él bajó lentamente los brazos y, para mi tranquilidad, volvió a colocar el jarrón sobre la mesa, con mucha parsimonia. “Llévatelo. Hasta que decidas regalarlo de verdad”.

“¿Qué significa eso?”, le contesté sin poder contener la rabia, es decir, la frustración, el despecho. “Claro que te lo he regalado de verdad, pero no para romperlo, es un disparate, si lo llego a saber se lo hubiera dado a otro, cualquiera, seguro que nadie hubiera intentado lo que tú, no entiendo, por qué lo has hecho, ¿es que no te gusta? me lo podías haber dicho antes de aceptarlo, ¿no?”.

“Piénsalo”, me dijo muy tranquilamente en la primera pausa que hice para tomar aire. “Si no tengo tu permiso para romperlo, entonces, ¿de quién es el jarrón?”

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Cuando empecé a trabajar para una compañía tabacalera -una de esas grandes multinacionales que han conseguido mantenerse en el ámbito legal vendiendo un producto nocivo, al igual que los fabricantes de alcohol, de armas, o los dueños de los prostíbulos, con la complacencia cuando no la complicidad institucional o social- me hicieron descubrir muchas de las claves de nuestra atracción por lo que nos perjudica. Disponían de ingentes cantidades de estudios de todo tipo sobre el comportamiento humano, muy especialmente el de los jóvenes, es decir, de quienes están en el momento de construir su identidad.

Es un lugar común acudir a la primera copa o al primer cigarrillo (y antes a la primera visita al burdel) como un “rito de paso” hacia la edad adulta. Hasta tal punto está asumido que parece que hemos normalizado ese tipo de peaje sin preguntarnos la razón de que sea así, explorando los límites de nuestra salud. Las “locuras” de juventud forman parte de una tradición que, como tal, ni siquiera se discute, aunque recurrentemente la sociedad (así, de manera abstracta) se lamenta de que los chicos consuman sustancias tangibles o intangibles que no responden ya ni a la información de la que disponen ni al ejemplo que reciben de sus padres, muchos de ellos ex fumadores, concienciados vegetarianos de estilo de vida saludable, conductores responsables, moderados bebedores y tolerantes y abiertos en el diálogo sobre cualquier tema.

Pocas veces he escuchado o leído, al mencionar esos “ritos de paso”, algo que excediera la explicación antropológica. Todavía hay muchos ejemplos de culturas, no sólo indígenas, que enfrentan a sus jóvenes a una situación traumática para “matar” al niño y culminar la metamorfosis. En las sociedades urbanas occidentales hemos superado, creemos, ese estadio primitivo. Nosotros no embadurnamos a nuestros adolescentes en mierda de vaca, ni les hacemos meter la mano en un saco de “hormigas-bala” ni les circuncidamos sin anestesia rodeados de familiares mientras les exigimos que repriman las lágrimas. Nuestros adolescentes no tienen que demostrar su madurez internándose en la selva hasta cazar un león con sus propias manos y exhibir su presa ante el resto de la tribu.

La resistencia al dolor, la superación de los desafíos y la gestión de la ansiedad, la angustia o el miedo son habilidades que sabemos necesarias para la supervivencia del joven en el mundo adulto. No está de más recordar que precisamente el humano es, de todos los mamíferos el que más tarda en valerse por sí mismo (sin entrar en el tema de los contratos basura y de otros males de la época), dieciocho años, el doble que los chimpancés. Así que bienvenidos sean los ritos de paso que nos hacen más fuertes.

Más fuertes, pero ¿por qué también más imprudentes o temerarios? Ahí es donde lo que se expone, la demostración de capacidad para acceder a las exigencias de la vida adulta, se confunde con lo que no es tan evidente, la necesidad de sentirse dueño de la propia existencia. Y, como en el caso del jarrón, cómo sabemos que algo es nuestro si no tenemos la autoridad para ponerlo en riesgo, e incluso para destruirlo?

Tal vez así cobre algo más de sentido el que consumir tabaco, drogas, alcohol, conducción imprudente, sexo sin protección y otro tipo de danzas al borde del precipicio (otro fotograma, el de las Historias del Kronen, colgando del viaducto de la calle Bailén) sea un ritual equiparable al de la caza del león, si bien con una épica muy deformada, posiblemente con la misma distorsión óptica que se aprecia entre el buen salvaje que algún día fuimos y el civilizado monstruo en el que nos hemos llegado a convertir.

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Creo recordar bien aquel sentimiento que en estos días observo en la mirada de mis hijos. Si soy dueño de mi vida, me transmiten, no lo soy en régimen de copropiedad. Me parece bien, lógico y por momentos hasta reconfortante, que te preocupes de lo que hago, que estés pendiente, que me aconsejes, pero si no estás preparado para entender que mis límites los voy a explorar yo entonces es que no has aprendido nada de la vida, ni siquiera de la tuya.

De ahí nace en parte está reflexión, este ensayete, así como de contemplar año tras año la cascada de mensajes dirigidos a los jóvenes para que no cedan a esas tentaciones (ni vuelvan a ceder). Como si hubiera algo razonable, es decir, sujeto a la razón, en toda esta ceremonia. Cuando un buen día le soltamos a un joven eso de “bueno, que ya no eres un niño”, activamos un dispositivo de autonomía que es irreversible. Le entregamos un jarrón de inestimable valor y le decimos que a partir de ahora le pertenece con todas las consecuencias. Pero acto seguido le dibujamos tantos límites a esa autonomía tan deseada que se vuelve frustrante. Pretendemos, además, que asuma esa nueva responsabilidad con total inmediatez, como si nuestros encantadores inmaduros se hubieran convertido de la noche a la mañana en registradores de la propiedad (se han dado casos). Como si nosotros mismos lo hubiéramos hecho en su momento, cuando en realidad no fue así. Como si, en definitiva, nos devorara la impaciencia por dedicarnos a otra cosa cuando ése va a ser el período que más atención (y no sólo) va a requerir de nosotros.

De este modo, cada consejo o advertencia sobre los efectos adversos de tal o cual conducta, lejos de apartar a los jóvenes de los senderos peligrosos aún se los muestra más atractivos, incluso de lo que en realidad son. Quizás no estaría de más plantearse que nuestra misión de adultos no es tanto la de advertirles de los posibles daños de sus nuevos «juegos» como la de enseñarles (o de permitirles como se hacía apenas dos generaciones atrás) a practicar su futura autonomía desde niños. Pretender que el paso de la infancia a la madurez sea tan inmediato sí es una auténtica imprudencia y una muestra de nuestra creciente inmadurez como sociedad.

Mientras tanto, pensemos que aunque arriesgar la vida en las ciudades del siglo XXI no resulta ni tan heroico ni estético como en las novelas de Verne, Salgari o Dumas, cada nueva generación de jóvenes tendrá que seguir saliendo a matar leones para probarse a sí misma no ya su capacidad sino, sobre todo, su independencia frente a quienes les entregan un regalo sin soltarlo del todo. Nosotros.