¡Hacia la sombra, Carol Anne!

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Intro

Antes de entrar en materia, mi recomendación es dedicar un minuto y medio a ver esta escena de la soberbia miniserie de Paolo Sorrentino, The Young Pope (2016). Para quienes no hayan tenido el placer de degustarla en su momento, me detendré apenas unas líneas en situarla en su contexto.

El recién elegido Papa Pío XIII -encarnado por Jude Law- parece probar ante el mundo que los nuevos tiempos han terminado por llegar también al Vaticano. La baza de una cara fresca -joven y atractiva- ha sido jugada por esos mismos cardenales que ya manejaban los hilos de la Iglesia Católica pero que, conscientes de su escasa credibilidad ante las generaciones más jóvenes, han optado por elegir esta vez a un “novato” fotogénico pero también manipulable.

Sin embargo, ese Papa millennial parece haber llegado a la silla de Pedro con una agenda propia, que dista mucho de la que tienen los que han influido en su designación. Y lo va a demostrar en cuanto se le presenta la ocasión, en su primer discurso como pontífice, desde el balcón que se abre a la plaza de San Pedro, y ante los miles de devotos que llegarán de todos los rincones del mundo, ansiosos por verle en persona

Ante el asombro de todos ellos, Pio XIII les hablará desde la sombra, sin focos, sin luces que faciliten la labor de las cámaras, completamente invisible ante quienes tenían la esperanza de ver lo que se les va a negar, esa primera aparición convertida en desaparición y de la que, sin embargo, nadie apartará la mirada, continuamente atenta a la silueta en contraluz que se recorta en el balcón.

En la escena que he enlazado, el Papa -es decir, Sorrrentino- explica con claridad (y mucha ironía) el motivo de esta decisión. Cuando la veáis, creo que quedará más claro el planteamiento que os propongo a continuación…

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Más es menos 

A mis alumnos y algún que otro jovenzuelo que se me pone a tiro les suelo preguntar en algún momento de relajo si son más o menos conscientes de la constante reiteración de contenidos similares que les entregan las redes sociales más frecuentadas por ellos, es decir, insta o tiktok. Tengo la curiosidad de comprobar si, como es mi caso, al cabo de pocos minutos de recorrido por el feed de estas aplicaciones, ellos también se van encontrando una variación tras otra de los mismos cuatro o cinco temas que el algoritmo ha aprendido a considerar de su interés, ya sean bailes, recetas, chascarrillos, consejos de moda, cotilleos u otros.

Todos me responden que sí, que lo saben, por supuesto, lanzándome esa mirada de “no te equivoques con nosotros, boomer, que somos jóvenes, no imbéciles”. Es entonces cuando suelo dejar en el aire la siguiente pregunta, sin dirigirme a nadie en particular, solo a quien la quiera recoger:

¿A nadie le llama la atención que un contenido precocinado y reiterativo, que es lo que se le ofrece a los usuarios de las redes sociales, capte muchísima más atención y provoque más nervio que el contenido que se ofrece en el aula, por definición inédito, ignorado hasta ese momento, y renovado minuto a minuto? ¿Cómo es posible que nos atrape más lo que ya sabemos que viene a continuación que algo que desconocemos y, por tanto, susceptible de sorprendernos una y otra vez?

¿No resulta paradójico que lo previsible nos entretenga más que lo inesperado?

Esa falta de deseo por un contenido que a nosotros, los adultos, nos resulta aparentemente necesario, útil e incluso deseable, es el que provoca las dos reacciones que alimentan los medios en estos últimos días. Por un lado, la denuncia de las redes sociales, acusadas de culpables en primer grado de esa escasa atención y concentración del alumnado. Por otro, el renovado entusiasmo con el que el sector educativo parece abrazar la llegada del metaverso prometido, al que se fían toda suerte de prodigios capaces de insuflar verdadero fervor aprendiz entre los infantes del porvenir, para así acabar de una vez por todas con ese desinterés que nos atormenta a los responsables de su formación, dentro y fuera del aula.

Poseídos por este afán justiciero, empezamos a mostrar tal nivel de maniqueísmo (¡muerte a tiktok, gloria a las oculus!) que llegamos a olvidarnos -una vez más- de que esos a quienes les compramos el catálogo de maravillas de las apps y las redes sociales son los mismos -u otros muy parecidos- a los que estamos impacientes por entregar a nuestros hijos para que los reciban en las futuras aulas virtuales, inmersivas y tridimensionales del metaverso.

Se nos pasa, quizás, por alto, el reflexionar sobre cuáles fueron las causas de esa fuga masiva y apresurada de niños y adolescentes, esa escapada de los territorios del aprendizaje académico hacia la reiterativa entrega de contenidos anecdóticos que se borran de la memoria tan pronto como se han consumido.

Sin esa reflexión previa, no es improbable que tropecemos tarde o temprano en la misma piedra, y que sean los creadores y propagadores de esos metaversos a quienes pongamos en la picota. En el griterío de 2023 resuena el eco de conflictos y esperanzas pasadas, de cuando la llegada de los smartphones (que para algo se prometían como inteligentes), de aquel primer Internet al que se denominaba inocentemente como “autopista de la información”, o incluso del televisor, que pasó de “informar, formar y entretener” (por ese orden) a convertirse en la vilipendiada “caja tonta” que -reclamábamos- nos alienaba e hipnotizaba con cubos de telebasura.

Que conste que no desprecio las posibilidades formativas que entraña el que una inteligencia artificial nos permita estar de charleta con el mismísimo Julio César, así, de tú a tú, sea en pleno campo de batalla de la Galia como en el cruce del Rubicón, pero dudo enormemente de que por mucho que la vistamos de seda, la mona educativa deje de quedarse en lo que ha venido siendo hasta la fecha.

Es de ahí, de eso que parece que nos negamos -nosotros también- a aprender, de donde nace este artículo; de preguntarme si acaso no habremos aplicado la misma receta para la educación que para la elaboración del foie gras.

Educar no es hacer foie.

¿Sabéis cómo se hace, no? Es una receta tan sencilla como rápida de contar: se coge un pato o un ánsar y se le fuerza a comer varias veces al día hasta conseguir que su hígado desarrolle una esteatosis hepática que lo haga adquirir una dimensión desproporcionada, colosal. Se asemeja un poco a la manera en la que forzamos a tragar lección tras lección a los alumnos sin esperar que nos la pidan, sin que tengan opción de mostrar su hambre.

Creo que es precisamente en esa parte del modelo educativo vigente, sobre todo a partir de secundaria, que es cuando cunde el desánimo entre los pupitres, donde estriba la distinción entre el desinterés por el contenido académico original frente a la pasión devoradora por la inacabable copistería de contenidos digitales. Mientras que el primero es embutido a la fuerza, el segundo nos llega tras una exploración propia y personal, que terminará convirtiéndose en demanda y -si nos descuidamos- adicción.

Así de sencillo. Mientras que mayoritariamente se pone el acento en los contenidos formativos y los envoltorios con los que se presentan, en su originalidad o novedad, parecemos obviar que lo que a los humanos nos resulta excitante es en sí el propio acto de la búsqueda. Ese plus de dopamina que dilatará nuestras pupilas y tímpanos, el que recubrirá de emoción el conocimiento entregado para ganarse el alojamiento en nuestros cerebros, no se obtiene solo por implementar cada nueva herramienta gráfica o audiovisual de moda. Y lo sabemos, porque ya lo hemos vivido antes más de una vez.

Del texto árido al libro con viñetas y fotos a todo color; de ahí a las lecciones convertidas en cartoon; después en multimedia y un poco más tarde los vídeos, prezis o cualquier otro artificio online… Al margen de que los contenidos formativos se entreguen en formato impreso, audiovisual, interactivo, tridimensional, cuántico, simbiótico o ultrasensorial, lo que termine por definir nuestras reacciones, nuestro interés o nuestra desidia, será la diferencia entre sentirnos protagonistas activos del hecho educativo o meros asistentes forzosos a todo lo que en el aula cotidiana se considera (es decir, otros consideran) que debemos aprender.

Echar la culpa del desastre aprendiz, de la falta de concentración y atención de los estudiantes -tal y como se viene haciendo estas últimas semanas- a las redes sociales viene a ser como culpar a la oca del foie por comer en exceso, o lo que es lo mismo, un descarado ejercicio de autoindulgencia por parte de quienes la han estado cebando.

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Si pretendemos conseguir cambios reales y eficaces en los resultados educativos, no serán las herramientas tecnológicas en boga las que nos lo traigan; por muy grande que sea su potencial no dejan de ser herramientas. La clave de esa transformación educativa -que siempre demandamos y siempre nos queda como asignatura pendiente- reside en nuestra disposición a sembrar la duda antes que la certeza, y a estimular al alumno a hacerse preguntas y a probar una y otra vez su validez, sin miedo a equivocarse, y no en abundar en esa ingesta constante de saberes que deberán asimilar o memorizar sin sentir la necesidad de hacerlo, y sin opción siquiera a cuestionárselo.

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Pero lo que los chicos y chicas necesitan -y aprecian- es que convirtamos el conocimiento, una vez más, en un misterio a desvelar, en algo que si les atrae es, precisamente, no por su evidencia sino por estar oculto entre las sombras, aguardando a que lo descubran, a que se apoderen de él como recompensa a su curiosidad, ingenio, tenacidad o deseo. No, por mucho que se repita, los jóvenes no son -ni quieren ser- unos gansos.

(publicado originalmente en LinkedIn el 20.01.2023)

Una de las gordas

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

In Italy, for thirty years under the Borgias, they had warfare, terror, murder, and bloodshed, but they produced Michelangelo, Leonardo da Vinci, and the Renaissance. In Switzerland, they had brotherly love, they had five hundred years of democracy and peace. And what did that produce? The cuckoo clock.

(Orson Welles, The Third Man, 1949)

Cuando nos preguntamos qué tan gorda será la que nos está cayendo, escucho y leo muchas respuestas de carácter más o menos técnico, casi siempre referidas a coyunturas económicas, geopolíticas o tecnológicas sucedidas con anterioridad (aunque tampoco mucha). Mi manera de enfocarlo desde hace más de veinte años va por otro lado, menos habitual, aunque no por ello -creo- menos evidente para quien quiera verlo.

La manera más rápida de explicarlo es con el esquema que ilustra este texto. Cuatro grandes revoluciones en la manera en la que los humanos nos contamos el mundo y nos comunicamos entre nosotros. Cuatro grandes hitos en unos doscientos mil años desde que el primer sapiens sapiens se estima que dejó su primera huella. Si, como parece, lo importante escasea y lo escaso importa, estos cuatro “monolitos” del “storytelling” humano son para hacérselo mirar. 

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Lo digital es una revolución comparable en su impacto y amplitud a la que en el s.XV provocaron dos revoluciones tecnológicas: la revolución náutica (las nuevas embarcaciones que permitieron adentrarse en los océanos), y la imprenta de Gutenberg. Internet, o mejor la world wide web, supone una revolución similar a la de estas dos innovaciones juntas. El mundo se achica, la transmisión de ideas se acelera. Desde entonces -contando incluso con el salto que supusieron la revolución industrial, el tren, el automóvil o la TV- no se había creado nada capaz de reventar la sociedad y la cultura desarrollada por los modernos estados mercantiles que surgieron en el s.XV.

Lo que Internet y la interactividad en red causan al incorporarse a nuestra cotidianeidad social es una transformación inédita de la relación espacio-temporal en la que hemos vivido hasta hace bien poco. Sin entrar en demasiados detalles, en el s.XV, se produce una revolución en nuestra manera de entender el planeta, cuyos límites pasan de borrosos a definidos, de disuasorios a deseables.

De pronto, un cacereño se iba al otro lado del mundo y volvía, con suerte, enriquecido. El mundo, se convertía en algo abarcable dentro del plazo de una vida humana, e incluso varias veces. Algo que, un siglo antes apenas podía pensarse, cuando las coordenadas en las que se enmarcaba la tierra conocida eran mucho más próximas entre sí, véase el Mediterráneo de las Cruzadas, por ejemplo. En combinación con esa drástica miniaturización del planeta -que quedaba reducido en nuestra visión mental- a partir de las carabelas tomamos conciencia de que había cosas que iban y venían hacia y desde el otro confín de un planeta que nos habían descubierto redondo.

La aparición de la industria editorial potencia ese enriquecimiento, al favorecer que una idea viajase también de un lado a otro del mundo mucho más rápidamente, empaquetada y trasladada en pequeñas cajitas de papel; y que fuera capaz de generar movimientos sociales entre sociedades que no mantenían contacto físico entre sí. El texto impreso se convierte en el vehículo transcontinental que transportará las nuevas ideas revolucionarias que aceleran la transformación del mundo. En solo tres siglos, los poderes detentados por gracia divina durante milenios se derrumban, en gran medida, gracias a ideas diseminadas en libros que cada vez más gente corriente puede leer. La expansión de la galaxia llamada Gutenberg se asentó sobre una industria que haría crecer el mercado de los libros y que fue provocando que cada vez más y más lectores se convirtieran en periodistas, escritores o enciclopedistas.

Aun así, casi a punto de terminar el siglo XX, la mayoría de la gente ni siquiera soñábamos con escribir un libro que llegase a los ojos del público. El principio de autoridad que se había descabezado con la guillotina se mantenía intacto en la esfera de la cultura. Para escribir algo que mereciera la pena, había que superar muchos filtros. El del talento, el del tiempo, el del editor, el del crítico, el de la promoción y la venta. Y así se mantuvo hasta que llegó Internet. Hasta ese día en el que las personas descubrimos que ya no hacía falta talento especial para que nuestra opinión fuera publicada. 

Ni talento ni el tiempo que antes era factor imprescindible. Adiós, tiempo de reflexión, de búsqueda, de preparación… chau, tiempo para la publicación, que ya es inmediata. Au revoir, editor y crítico o, mejor dicho, nosotros mismos nos alzaremos para ser nuestros propios editores y críticos. Finalmente, si es que uno quería vender lo publicado, si quería multiplicar el número de sus lectores, había formas -o se prometían- de hacerlo sin gastar nada. Completamente gratis. Los espectadores nos transformamos en comentaristas, pero no por mucho tiempo; al rato evolucionamos a creadores de contenidos. 

Más o menos a partir de 2006, con la Web 2.0, con las RRSS, el texto ya era publicable por cualquiera, cuando, de pronto, el smartphone hizo posible que la imagen comenzara a reemplazar al texto. En 2020 ya todo el mundo emite, todo el mundo transmite. Aunque no sepas escribir, puedes crear contenidos y puedes publicarlos gracias al nuevo dispositivo con el que grabar y editar imagen y sonido. El siguiente paso, aproximadamente en 2030, tal vez antes, es el metaverso, es decir, de navegar a sumergirnos en la Red. En la dimensión metaversal nosotros mismos nos encarnamos en contenido. 

Criterio en cantidad

En realidad, lo que se cumple con Internet es que aquella declaración de los derechos universales que establecía que todos los hombres son iguales, que todos tienen libertad de expresión, ha ido evolucionando y deviniendo en que todas las opiniones expresadas son iguales y -por supuesto- tienen todas el mismo valor. 

A partir de una definición de igualdad hemos llegado a otra definición de igualdad, pero no tan igual, en la que apenas un pequeño matiz revela el cambio radical respecto al modo en el que se adquiere y transmite el conocimiento. La revolución burguesa, que perseguía dar voz al pueblo llano, ha culminado su ciclo. El último vestigio de la penúltima aristocracia, la del conocimiento y el saber, rueda por los suelos. El principio de autoridad es reemplazado por el de coincidencia, convergencia, o cantidad. Si todas las opiniones valen por igual, la única manera de saber la que hay que destacar, aquella a la que hay que prestar atención, será la que un mayor número de personas haya decidido apoyar.

De este modo, los prescriptores expertos son reemplazados por influencers. Es decir, los que se habían formado previamente y se habían ganado el atril para poder hablar, ahora son reemplazados por los que ocupan el atril y se ganan respeto según su capacidad para acumular seguidores; no tanto por el conocimiento demostrado, sino por el que se va autoafirmando por aclamación. Los críticos de cine, de gastronomía, de turismo, van siendo reemplazados por las puntuaciones anónimas. Las cartas al director por los “zascas” en Twitter. Los debates, por veredictos polarizados. La información, por la reafirmación. Queremos saber que estamos en posesión de la verdad.

La reflexión racional es sustituida por la reacción emocional. La empatía por la simpatía. El juicio crítico, por el prejuicio. El conocimiento de base pasa a ser sustituido por el conocimiento funcional de aplicación inmediata. Lo que tenía que invitar a plantear preguntas o dudas se convierte en un recurso para adquirir respuestas, sin cuestionarlas. Las ideas son reemplazadas por los datos. El proceso científico de inducción y deducción, por la previsión estadística. Los medios unidireccionales en un mercado plural son reemplazados por plataformas nodales de intercomunicación en las que cada usuario es un medio independiente, sí, pero todos ellos cautivos dentro del mismo monopolio.

Todo esto sucede en un espacio virtual, desvinculado del plano físico, del territorio vital. Los lazos de cohesión territoriales del vecindario, el barrio, el pueblo, la ciudad, la región, el país, se debilitan enormemente hasta llegar, como en las grandes ciudades ocurre, a prácticamente desaparecer. Cuatro mil millones de personas o más, compitiendo unas con las otras, aceptando solo a los que las reafirman en su manera de ver las cosas y distribuidas por un espacio intangible en el que las emociones son las nuevas razones.

Son las nuevas razones de casi cualquier elección o decisión. Este es el actual mercado global en gran medida. Por supuesto que lo físico permanece. Pero nuestra cabeza pasa cada vez menos tiempo dentro de él, hasta el punto de haber aceptado como válido el que el Internet de 2020 siga siendo en realidad algo tan inocuo como cuando mandamos aquel primer email allá por los primeros años 90, mientras pasamos una media de más de cuatro horas al día interactuando con los dispositivos digitales. Porque todo corre y se mueve ahora mismo por un entorno digital, aunque tengamos la impresión de cambiar de medio, del programa televisivo al artículo del periódico.

También es digital el entorno en el que nos desplegamos para trabajar, comprar, divertirnos, comunicarnos, relacionarnos o incluso medir nuestras zancadas mientras corremos o acompañar nuestra respiración cuando nos ponemos a dormir. Hemos sido considerablemente inocentes o despreocupados respecto al otro gran básico que supuso y trajo la interactividad; que cuando tú miras hacia algo también te dejas ver, y mucho más de lo que crees. Basta darse cuenta de cómo se ha reacondicionado Wall Street para obtener un indicador claro y fiable de la potencia del impacto digital.

En la cima del escalafón del valor bursátil se ha instalado en nada y menos una nueva especie o estirpe de empresarios “telépatas” que se sientan a nuestra mesa sin habernos advertido de su capacidad para leernos el pensamiento, al menos inicialmente. Y ahora llevan ya tanta delantera, están ya tan aposentados, que han dejado de disimular esa capacidad telepática. Lo más sorprendente es que ni siquiera contándonoslo abiertamente aceptamos creerlo. Ni siquiera cuando Facebook es acusado ante las autoridades, y se demuestra que manipula las emociones de sus usuarios para que se queden más tiempo dentro de sus “instalaciones”, cuando nos dicen que esas prácticas provocan conflictos, y algunos tan violentos como para llegar a enfrentamientos armados en alguna comunidad africana, abandonamos o cuestionamos o castigamos con el látigo de nuestra indiferencia a las redes de Zuckerberg. ¿Por qué?

Quizás porque la opción contraria, la de negarnos a usar sus servicios, no solo los de Meta, los de todos los demás, se nos antoja ya muy incómoda, prácticamente imposible de realizar. Así que la transición hacia una sociedad digitalizada en la que hemos cambiado prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, se ha cumplido sin apenas resistencia ni escándalo, y mostramos, en cambio, un enternecedor síndrome de Estocolmo.

Amanece, que no es poco

En los próximos años, las empresas que manejan la tecnología digital y sus extensiones intentarán afrontar aún más su asalto a la jerarquía de poder que se mantenía más o menos similar desde el nacimiento de la Europa mercantil en el siglo XV. Habrá tensiones. Habrá pequeños pasos atrás, no tan pequeños, claro, como siempre los hubo en cada cambio de paradigma. También, después de la Reforma de Lutero llegó una Contrarreforma desde Trento, pero no fue aquella una tensión que se llegara a resolver, ni mucho menos, con calma. Las guerras de religión (de poder) entre los que avanzaban y los que retrocedían arrasaron el continente europeo y, de paso, el imperio español. Me atrevería a pronosticar que si llegara a haber un gran conflicto bélico no será a causa de una disputa de lindes territoriales como la que creemos estar viendo entre Rusia y Ucrania, sino fruto de la colisión de dos dimensiones de naturaleza opuesta, pero ambas alimentadas por lo humano, por la interacción humana. A un lado, la dimensión tangible de siempre. Al otro lado, la dimensión intangible, la que apenas conocemos, la que apenas nos esforzamos en conocer.

Es decir, por un lado, la sociedad que se basó o se ha basado en la economía de mercado y del intercambio de bienes y servicios. Por otra, la sociedad disociada, jerarquizada por la posesión del tiempo y la percepción. En medio de ese camino hay una etapa intermedia que quizás estamos idealizando con el nombre de Metaverso y con la que estamos hablando de una nueva vuelta de tuerca digital, la que nos permitirá o forzará el acceder a la red de un modo necesariamente inmersivo, borrando así los límites entre una dimensión y la otra, entre la dimensión tangible y la intangible, y dejándonos a las personas la muy dudosa libertad de elegir cuando queremos entrar o salir de él, a sabiendas de que los dueños digitales tienen como principal objetivo el que pasemos el mayor tiempo posible dentro de sus recintos. No parece que ahora vayamos a presentar demasiada resistencia. Ni las personas, ni las empresas o los servicios públicos. Hay muchos beneficiarios en un cambio de la jerarquía de poder a los que les interesa impulsar esa transición. También los hay, que les interesa mantener el statu quo, pero es ya tradición que el recién llegado llegue con más empuje, con sus fuerzas intactas y sus estrategias inéditas.

Más de uno, además, de los que impulsan esa transición, tiene un pie también en los que impulsan la fuerza contraria, no vaya a ser que se queden sin ganar, sea cual sea la dimensión que termine por imponerse en esta nueva etapa, la de la inmersión en la red. Una vez desplegada en su totalidad, descubriremos, entre otras cosas, cómo nuestras emociones terminan contabilizándose, como cualquier otro de los datos aparentemente objetivos que hemos ido entregando hasta ahora. De pronto, serán las emociones las que generen la posibilidad de que se creen nuevos algoritmos, que se comiencen a procesar cálculos emocionales y a generar datos que se devuelvan a sus usuarios, no ya como información, sino también como emoción, que alcancen directamente a nuestro cerebelo sin ser detectados por el radar.

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

El conflicto no será entre naciones. El conflicto podrá estallar en cualquier sitio, en cualquier territorio, con cualquier chispazo. Las empresas del dato fundamentalmente son norteamericanas, pero no las únicas; otras “empresas” digitales en China son parte del “aparato”, como lo son en Rusia, como otras fuera de nuestro ámbito de occidente, en el que no temíamos amenaza tecnológica externa alguna hasta que un exceso de cortoplacismo nos la hizo real como la vida misma. Y luego están los hackers no alineados, los colectivos rebeldes o mercenarios, etc… El paciente cero pudo ser ese poder estructurado en torno a lo mercantil, en torno a lo que es o ya fue, tan antiguo que él mismo se ha ido enredando en su propia trampa sin capacidad para poder renovar la seducción de esos mercados que engendró, y que como los cuervos que uno mismo ha criado, no atienden ni lealtades ni razones salvo su avidez por descubrir nuevas joyas de las que apoderarse para seguir acumulando riqueza.

El sucesor, al que recibimos originalmente con aplausos, pensando que vendría a devolvernos la esperanza de la verdadera redemocratización, se encarna en Google, Meta, Apple, Microsoft, Amazon, que han conseguido guiarnos hasta las mismas puertas del Metaverso prometido, en el que nadie será quien no sueñe haber sido.

¿Qué pasará, entonces, cuando una oficina pública, pongamos, la que concede las ayudas a los proyectos innovadores y digitalizadores, o la oficina virtual de atención al cliente de un banco, abran sus “puertas” en uno de esos “metaversos” convenientemente nutridos de plataformas y nubes? ¿En manos de quién queda el rastro de esas operaciones, de esos datos y metadatos intercambiados?

No me refiero a los datos nominales, claro (¡salvemos la privacidad!) pero sí los datos anonimizados. Ahora, cuando el Banco entre en el metaverso estará obligado a asumir que el alcalde-presidente de la “parcela” en la que abre su nuevo portal no es un servidor público sino un organismo privado, a quien tendrá que rendir información suficiente como para que aprenda cada día un poco más de su modelo de negocio. O cada segundo, porque en la misma dimensión digital, ya lo hemos visto, tendrán sus puertas abiertas todos los bancos. Cuando todo un sector, ya sea privado o público, a nivel nacional, local o regional, empiece a brindar sus servicios al usuario metaversal, comprando parcelas al dueño no solo del terreno sino también de la maquinaría, ¿quién será el propietario y quién el capataz?

Tanto poder en desplazamiento es posible que haga aflorar en algún momento el conflicto ahora latente. Nadie ha entregado un estado de poder sin resistencia, ¿por qué tendría que ser así ahora?. ¿Entonces, el conflicto dónde va a empezar? ¿Entre países? Puede, pero de un modo tan directamente responsable como aquel atentado que hizo detonar la primera Gran Guerra, movido por unos hilos que se manejaban muy, muy lejos de donde el pobre archiduque voló en mil pedazos. Del mismo modo, nos enteraremos mal, tarde o nunca de cómo empezó todo. Lo que sí será previsible es que sea ese el conflicto del que resulte una sociedad rendida voluntariamente al control, o que esté mucho más tocada y controlada por la previsibilidad. Con el sanísimo propósito de que nada malo nos vuelva a ocurrir, ¿no? O bien, quizás, una sociedad que regrese a la oscuridad de la Edad Media, que renuncie al avance que supone la digitalización en tantas cosas a cambio de no perder por completo el control, de no ceder el control por completo en manos de unos pocos, de los dueños de una tecnología que nadie más que los que la diseñan, y ni siquiera ellos, serán capaces de contener o de controlar.

Lo que sí parece ya evidente es que cada vez que el “monolito” de la comunicación se vislumbra en nuestro horizonte, podemos esperar convulsiones pero no calcularlas; podemos alegrarnos o temer por ellas, lo que -francamente- da un poco igual a gran escala; podemos tratar de disimular nuestra preocupación, retrasar el momento de hacer sonar la alarma o incluso tratar de escabullirnos por la puerta de atrás, de noche, cuando nadie más mire. Pero que un cambio de ciclo nunca es pacífico, de eso, my friend, puedes tener la más absoluta seguridad.

It has been said that history repeats itself. This is perhaps not quite correct; it merely rhymes.

(Theodor Rike)

(publicado originalmente en LinkedIn el 12.09.2022)

Lo que ocurre en Google se queda en Google

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?
Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente.

Hagámosla corta. El homo zapping es -por mucho que nos duela- también ese mismo sapiens sapiens con el que tanto nos complace autodefinirnos. Como los venenos, como los perfumes, lo que en pequeñas dosis nos hace mejores, a grandes dosis nos deja hechos unos zorros. Véase una humilde subdivisión celular, imprescindible para nuestra vida en proporciones controlables, y absolutamente letal cuando se descontrola y se vuelve tumoral. O el turismo, o el consumo, o las convicciones ideológicas o… perdón, esta serendipia no toca hoy, no ahora; venga, hagámosla corta.

Zapear es lo que decíamos que hacíamos cuando apenas había más de cinco u ocho opciones en el televisor por las que botábamos y rebotábamos en el lapso de pocos segundos, como si aquel panorama fuera a haber sufrido un cambio radical respecto del anterior cuarto de minuto. Contra lo que se pudiera pensar, no nos dedicábamos a tales volatines audiovisuales porque hubiera más o menos canales sino porque ya no había que levantarse del sofá para pasar de uno a otro. La madre de todos los zapeos no fueron las plataformas multicanal sino el mando a distancia. Si quieres desenganchar a tu familia del consumo televisivo indiscriminado, basta con esconder el control remoto durante unas horas (no basta con que las pilas se hayan gastado, como la experiencia bien nos ha demostrado). El interés por saber qué habrá en otros canales es inversamente proporcional al número de sentadillas necesario para descubrirlo.

En aquellos años de la promiscuidad y la proliferación temática, estimulada por partidos políticos que buscaban a toda costa aumentar su influencia a base de licencias televisivas, descubrimos relativamente pronto que los dueños de los medios, en España, eran unos pocos, muy pocos, apenas un manojito que se podía enumerar con los dedos de una mano: en portada figuraban los Polancos y Cebrianes, Pedrojotas, Laras, Berlusconis o Roures, y ya en páginas interiores, accionistas de otros sectores con intereses en lo mediático (quién no), que terminarían por quedarse o renunciar, entre ellos los Ciegos o los Obispos o, algo más tarde, los Telecos. Como firmas invitadas, otros señores de medios menos aparatosos pero no por ello menos influyentes como los Bergareche o los Godó o los Joly. Para qué seguir; tampoco es necesario aquí ser exhaustivo en el recuento.

Nos quedamos todos tranquilos, las masas, digo, con esa idea de los “grupos mediáticos” que venía a encajar relativamente bien con aquella romántica ilusión de un “Cuarto Poder” que, a base de ser poder se había olvidado a conciencia de su misión de denuncia o exposición de los abusos de los otros tres. Nada que no estuviera ya presente desde su génesis, tal y como había dejado claro el Ciudadano Hearst.

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Y entonces llegó Internet, que los grandes grupos mediáticos contemplaron, en principio, como un entorno al que convenía demonizar antes que comprender. La cascada de noticias que los medios “tradicionales” difundían (y aún difunden, como hemos visto en el “caso Escalona”) cada vez que se producía una fuga o un derrumbe en la dimensión digital era cosa de asombro. Confiados en su poder de persuasión e influencia, cuando quisieron darse cuenta de la profundidad del abismo por el que se precipitaban, los mass media ya no supieron ni a qué saliente aferrarse ni si merecía la pena intentarlo siquiera. Ahí parece que siguen muchos de ellos, porque incluso la larga caída arrastra una estela en la que muchos interesados aún acumulan ingresos, proclamando que el emperador no está desnudo mientras se le ve el fondillo entre los remiendos.

¿Y a nosotros, lectores, espectadores, oyentes, ávidos consumidores de medios por todos los medios, en qué nos importa su duelo o su desdicha? ¿Les debemos algo a esos tótems mediáticos que hace ya décadas dejaron de cumplir con la misión con la que se habían ganado nuestra confianza ciega? No, claro que no. El destino de una Prisa o un Mediaset nos la trae al pairo, más aún si todavía no hemos cumplido los treinta años. Sin embargo, hay algo a lo que sí deberíamos -quizás- prestar algo más de atención, especialmente los menores de treinta años y los mayores que se preocupen mínimamente por su futuro.

El zapping, hiperdescontrolado

Oímos por ahí, decimos y repetimos que el público es ahora el dueño de lo que ve; el juez implacable de lo que se muestra, sin intermediarios, e incluso el autor/creador de sus propios contenidos. A diferencia de lo que ocurría con los canales “de toda la vida”, los canales que nos cuesta entender como tales son los que construimos, editamos y promocionamos cada uno de los cuatro mil millones y medio de usuarios de redes sociales hoy en activo. 

(Para los de letras esa cifra supone la mitad de la población del planeta, pero si aplicáramos consideraciones más restrictivas como la edad o el nivel de alfabetización o acceso a redes, podríamos decir que prácticamente la totalidad de los terrícolas con potencial para comunicarse).

A día de hoy, aún hay muchas compañías especializadas en ofrecer servicios de comunicación a todas las demás que tratan a los usuarios de social media como si fuéramos los receptores de la emisión unidireccional que controlaban los mass media a su medida y conveniencia. Han hecho una traducción rápida de roles (seguramente usando el traductor de google) y donde ponía prescriptor tiran de “influencer”, y han cambiado métricas de audiencia por “impresiones”, como si fueran análogas.

El principal descuido que cometen en esta traducción que parece contentar a ambos lados del comercio de contenidos es el de creer que la segmentación de públicos hiperprecisa que les facilitan los soportes digitales ya garantiza el éxito de sus mensajes y campañas. Obvian más o menos consciente y calculadamente que si el proveedor de las herramientas de análisis es para todos el mismo (llámese, por ejemplo google analytics) lo evidente es que todos los competidores tendrán, por tanto, el mismo nivel de acceso al mismo tipo de información y, por tanto, al mismo tipo de inteligencia para su inversión en medios. Salvando la diferencia de presupuestos, es más que probable que una compañía y su rival terminen tirando de los mismos adwords para el mismo público y en el mismo momento, ya que comparten al mismo analista que es, además, el propietario del medio en el que se alojan todos esos millones de canales creados, nutridos y defendidos por nosotros, la nueva raza de los “creadores de contenidos”.

Aquí todos perseguimos “la fama”, y lo hacemos la mayoría de manera “noble” o “timorata”, otros descaradamente, “a la Escalona”, y muchos, incluso, llegando a comprar seguidores por centenas o millares en las granjas donde se “cultiva” a otros espectadores con nuestra misma apariencia pero sin cuerpo ni sustancia, igual que los famosos pollos sin cabeza de la comida rápida. Los participantes del negocio de la publicidad online prefieren mirar para otro lado antes que admitir que las métricas tan precisas de las audiencias digitales no son más que las sombras de la caverna con las que ilusionar a unos clientes que, en las contadas ocasiones que deciden asomarse a la realidad, se dan de bruces con la soledad real en la que viven sus marcas.

Mientras, el espectáculo debe continuar, y nadie parece querer ser el primero en reconocer lo que cualquier habitual de casino sabe: que todos los jugadores que acudimos a la mesa a depositar nuestras fichas -pocas o muchas- lo único que hacemos es marear la perdiz y obtener una ficción de ganancia, porque la única que solo puede ganar es siempre la banca. Y aquí es donde cabe la siguiente pregunta…

El hiperzapping, bajo control

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?

Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente. 

El negocio de Youtube, por mencionar una de esas plataformas (precisamente la que el “infamoso” Escalona ha elegido para labrar su pequeña parcela de malas hierbas) se basa en hacernos creer que lo importante es conseguir audiencia, tal y como hacían nuestras entrañables cadenas televisivas pelear por el rating y por el share. En realidad eso no es más que el mcguffin, la ilusión, el cebo para que nos dediquemos a alimentarlas y realimentarlas con nuestros contenidos, recomendaciones, comentarios y visitas. Gracias a ello, lo que consigue Youtube es que nos movamos todos por el interior de su gran casino de luz, color y sonido, a ser posible durante tanto tiempo que perdamos de vista el recuento de los días y las noches.

Es cierto que si tienes muchos seguidores, visualizaciones, impresiones… la plataforma paga. ¿Y qué? ¿Con qué dinero paga el casino a los que salen victoriosos de la mesa de ruleta? Con el que han perdido los demás, claro. El negocio del optimismo es inagotable. “Todos los días nace un tonto” es el lema de los timadores. “Todos los días nace un influencer iluso” es el de youtube, insta, tiktok, meta, spoti, twitter y cualquier nuevo “player” que tenga el capital, el respaldo o el coraje suficiente como para construir otro casino en estas nuevas vegas digitales que -al igual que en las del oasis legal de Nevada- a poco que se escarbe bajo la moqueta roja y las cascadas multicolores no hay otra cosa que la arena del desierto.

Cuatro mil millones y medio de canales. ¿De verdad cree alguien que cuando los dueños de Youtube (o Meta, o cualquier otra bigtech) dan alguna de sus charlas -o envían tutoriales para que aprovechemos y promocionemos nuestros contenidos con más eficacia- les preocupa lo más mínimo quién sacará mejor partido a sus consejos? Todo lo contrario, el sermoncillo de un(a) gerente regional -un(a) director(a) comercial, vaya- persigue así, a primera vista, dos objetivos que no tienen nada que ver con el declarado: por un lado, mantenernos dentro de la ilusión del casino, de la posibilidad de que algún día juntemos las tres cerezas y nos toque el premio gordo de convertirnos en influencers, o lo que es lo mismo, que los galgos sigamos a la carrera, vuelta tras vuelta en pos de la liebre imposible.

De paso consiguen que en nuestra febril persecución atraigamos la atención de nuevos jugadores, que son los que de verdad importan, no tanto por la audiencia que aporten sino por pasar a formar parte, ellos mismos, de la tribu de los que deambulan día y noche por sus pasillos virtuales. Al fin y al cabo un canal y un pasillo son cosas muy parecidas.

El objetivo principal es, una vez más, el de concentrar y controlar cada vez más tiempo de atención, es decir, tiempo consciente, tiempo vital, de esos millones de usuarios que somos, en realidad, los mismos millones de consumidores a quienes las marcas a las que presumen de servir los social media les cuesta más y más llegar, forzadas a pasar por sus casetas de peaje, apenas un puñado para todo el planeta.

Pero eso es otro contar… (eso sí, si alguien quiere ponerle música, recomiendo acompañar la lectura con esta copla de Bruce Springsteen que me ha rondado desde la primera frase).

(Publicado originalmente en Linkedin el 20.08.2022)

photo: pexels-imustbedead

El sexo de Los Ángeles

Desde el primer vídeo porno, millones de chicos y chicas menores de edad van recibiendo cada vez propuestas de contenido que les enganchan más y durante más tiempo, con la promesa de que el siguiente será aún «mejor». Al fin y al cabo, mantenerles pegados a su pantalla es el negocio de todas las redes sociales, todavía más el de aquellas que se siguen a escondidas.

El otro día llamaron al telefonillo. Estábamos mi hijo de 15 años y yo en casa, cada uno en su cuarto y con su ordenador, él teleasistiendo a clase, yo igual, pero a una reunión de la oficina. Los que convivan con al menos un adolescente bajo el mismo techo sabrán de su extraordinaria capacidad para hacer oídos sordos a todo lo que no les interesa, así que, efectivamente, puse mi cámara en pausa y el micro en silencio, y me dirigí a la puerta confiando en que a nadie se le ocurriera preguntarme algo en ese preciso momento.

Amizona, un paquete

Pulsé el botón, escuché cómo se abría la cancela del portal y esperé a que subiera el mensajero. Supuse que sería algo que me enviaban de la oficina o, si no, un pedido de mi hijo, ya que es muy raro que se me ocurra acudir a la teletienda virtual, por motivos que no viene al caso describir aquí.

Timbre. Abro. El mensajero me extiende un paquete mientras pregunta por un nombre, el de mi hijo.

Sí, es aquí, qué es, pregunto.

– No sé, ¿Puede firmar como que ha recibido el envío?

– Un momento que lo inspeccione, no sea que venga en mal estado y luego tenga que solucionarlo por mi cuenta (cara de impaciencia del mensajero, claro)

Miro el remitente del envío, una empresa que no me suena de nada, “Telefarma”, y me pregunto qué será lo que mi hijo habrá encargado a una tienda con semejante nombre. Abro el paquete, con cuidado, no sea que no me lo acepten de vuelta (cara de infinita impaciencia del mensajero).

Un sobre sin ninguna señal ni signo, ni logo, prácticamente plano y sellado con un cierre zip. Lo abro por donde indica la hendidura de la esquina y vuelco su contenido sobre la mesa. Caen tres sobres de pequeño tamaño, transparentes, uno con pastillas de colores, otro con un polvillo blanco, otro con unos pequeños cogollos verdes que identifico rápidamente como marihuana. Está claro el tipo de farmacología que contienen los tres. Miro al mensajero con cara de estupor, terror, como si fuera a mostrar en ese preciso instante la placa de policía y me dijera que he caído en la trampa antes de leerme mis derechos, ponerme las esposas y llevarme al furgón policial. Escucho mi nombre con insistencia por el auricular. Empiezo a pensar si algo de lo que hay ahí sobre la mesa podría servirme para salvarme del infarto fulminante que me va a dar de un segundo a otro. Hiperventilo.

————————————–

Para mi sorpresa, parece que el infarto se demora, así que haciendo acopio de toda la -poca- tranquilidad que me queda en el cuerpo, pregunto al mensajero.

– Oiga, ¿esto es droga?

El mensajero me mira sin cambiar el gesto.

– ¿Y yo qué sé? ¿No lo ha pedido usted?

– No, viene a nombre de mi hijo.

– Pues su hijo.

– Mi hijo tiene 15 años

– Y a mí qué me cuenta

– Vamos a ver, que me está usted entregando un paquete con un surtido de drogas para un menor, no sé si se da cuenta que está usted cometiendo un delito.

– Yo no he hecho nada malo, eh, que yo simplemente recojo un paquete que me dan y lo entrego donde me dicen. Punto. Así que si no le importa, ¿me firma aquí? Que tengo más entregas y no puedo entretenerme.

Noto que la sangre está empezando a coger temperatura. Pero antes de que hierva pienso que es mejor no estallar, no todavía. Así que mando un wassup a uno de mis colegas diciéndole que no estoy en la reunión por una emergencia familiar. Me quito el auricular.

– No, usted no se va todavía, hasta que no me entere de qué va esto. ¿Es usted un falso mensajero o qué? (algo he leído en los periódicos).

El mensajero se lleva la mano a la trasera de su pantalón. Todavía no estoy tan convencido de estar dentro de un episodio de «Narcos», así que no llego a temer por mi vida. Hago bien, porque el hombre simplemente saca una carterilla algo sobada, de la que extrae un documento que le identifica como mensajero de “Amizona”.

– No entiendo nada, ¿Amizona reparte droga a menores?

– Qué quiere que le diga. Mire, si quiere, hable con mi supervisor.

– Ok deme su teléfono.

– ¿Y me puedo marchar?

– Un momento que me respondan, le digo, mientras marco el número.

————-

Contestan al otro lado. Amizona, dígame.

– Quiero hablar con el señor…..

– Le paso… Manténgase a la espera por favor… De parte de? … Manténgase a la espera…

Miro al repartidor. Conciencia de solidaridad entre trabajadores. Tapo el auricular. (Ok, se puede marchar, pero déjeme que apunte sus datos primero).

Escribo mientras suena la música de espera.

– ¿Me firma entonces la conformidad del envío?

Le miro como si me estuviera preguntando si quiero apuntarme a un club de terraplanistas, sin odio, simplemente dudando de que dentro de su cabeza haya un órgano que sirva para algo racional.

– Mire, váyase, no le firmo nada, cómo le voy a firmar que estoy conforme con recibir drogas a domicilio para un menor, ¿está usted mal de la cabeza?

Creo que he levantado algo la voz. El hombre se ha lanzado escaleras abajo y la vecina de enfrente ha abierto la puerta como si hubiera saltado la alarma de incendio.

¡No pasa nada, vecina! sonrío a gritos. Y me meto en casa, cerrando la puerta. Veo a mi hijo aparecer por el pasillo, se acerca. Ve los sobrecitos encima de la mesa. Se le demuda el semblante (menos mal, alguien que sabe que la ha cagado, todavía no me he vuelto loco). Va a abrir la boca y le hago un gesto para que no diga nada. Acaban de responder al otro lado de la línea.

———————————-

– Soy el señor…. dígame.

Me vuelvo a identificar, cuento lo que acaba de suceder. Espero una explicación. Pausa.

Escucho teclear. Pausa.

– ¿Entonces, el envío no era para usted?

Le pregunto a mi hijo en un susurro a bocajarro. ¿Tú has pedido esto? Asiente con la cabeza.

– Sí, bueno, no para mí, lo ha pedido mi hijo.

Al otro lado de la línea, el hombre continúa preguntando, muy formal él.

– ¿Ha llegado el producto en malas condiciones? Nuestra política de reembolso le permite devolver cualquier producto en el plazo de 48 horas sin cargo para…

Le corto.

– ¿Oiga, usted se ha enterado de lo que le he dicho?

Se lo resumo. Droga, Menor, Entrega en mano a domicilio.

– No entiendo su molestia con nuestro servicio, perdone, eso es algo que tendrá que hablar con su hijo. Nuestra compañía es enormemente respetuosa con la privacidad de nuestros clientes. Estamos orgullosos de mantener este compromiso incluso bajo la presión de…

Estallo (otro poquito)

– ¡¡¡Qué orgullo ni hostias!!! ¿¿¿Orgullo de hacer de camellos???

– Por favor, baje el tono, esta conversación está siendo grabada, le recuerdo, y nuestra política de atención especifica claramente que cualquier falta de respeto en el trato puede ser objeto de denuncia. Le ruego que…

– ¿Dice algo su política de compañía sobre vender droga a menores?

– No nos dedicamos a eso, así que..

– ¿¿¿Cómo que no??? Si la tengo delante de mis ojos, con el sobre con su logotipo, que ya me está pareciendo insultante la sonrisita esa que han dibujado.

El hombre se recompone, conciliador.

– Le comprendo, yo también soy padre, pero déjeme que se lo explique para ver si consigo que lo entienda usted también.

Para mis adentros pienso qué cojones tendré que entender, pero accedo, por si acaso el tipo se confía y suelta algo que pueda serme útil ante un juez.

– A ver…

—————————

– Seré breve. ¿Me ha dicho que su hijo es menor de edad?

– Sí.

– ¿Ve? Nosotros eso no lo podemos saber. Si tiene una tarjeta de crédito y usa el nombre y la clave de esa tarjeta, damos por sentado que es mayor de edad.

Miro a mi hijo con ojos de láser aniquilador.

– Un momento – le interrumpo – precisamente porque es menor de edad, si él comete una torpeza, o la pifia, se supone que debemos prever ese supuesto y ayudarle a corregirla para evitar consecuencias mayores, ¿no es así?

– Ya le digo, para eso ponemos el filtro de la tarjeta de crédito. Más no podemos hacer, ¿no cree?

– Mejor me callo sobre lo que pueden o no hacer, digo, mientras pienso en los millones de dólares que cotizan en Bolsa los de Amizona.

– Además, nosotros no podemos abrir cada paquete que enviamos, primero por privacidad, segundo por logística, y tercero porque imagínese el lío si cualquiera pudiera demandarnos por meter en los paquetes que entregamos, qué se yo, cualquier…

– ¿Droga? -le corto- sí, claro, me hago una idea, no sabe cómo me hago una idea.

– Veo que no me quiere entender. Le pondré un ejemplo sencillo. Dígame, ¿su hijo ve vídeos porno?

Mi estupefacción ya está en el nivel de pensar si mi hijo me habrá echado algún tipo de ácido lisérgico en el vaso del café en el desayuno y si todo esto no será un mal viaje.

– ¿Qué tendrá que ver?

– ¿Lo hace? Sería lo más habitual, dada su edad, la mayoría de los chicos a esa edad lo hacen, bueno, lo hicimos, no?

– ¿Y qué si ve vídeos porno?

– ¿Siendo menor, no debería, verdad?

– No, claro que no, de hecho no lo sé, lo supongo, como dice usted.

– ¿Y quién se los facilita? ¿Le ha dado usted permiso?

– ¡Por supuesto que no! Si los ve, será en su teléfono, o en su tablet o en el PC, como todos, digo yo, y sin mi permiso, solo faltaba, ¿Por quién me toma?

– Por un padre responsable y preocupado por la salud de su hijo, se lo aseguro.

– Sí, señor, eso justo es lo que soy

– No me cabe duda, sin embargo su hijo, menor de edad, consume un contenido ilegal, eso es indiscutible.

Miro a mi hijo con ojos fríos tratando de calcular cuánto tardará en disolverse su cuerpo en ácido, una vez que lo haya descuartizado.

– Y ese contenido ilegal, se lo digo por si no lo sabe, está fabricado casi en su totalidad en países de fuera de su territorio nacional, la gran mayoría en el Valle de San Fernando, muy cerca de Los Ángeles, en California.

– La verdad, me importa un guano. ¿Puede abreviar?

– ¿No ha pensado quién es el que provee de ese contenido ilegal a su hijo, o a tantos y tantos chavales que lo consumen?

– Los de Los Ángeles, ¿no ha dicho?

– No, esos son fabricantes, productoras… ellos se limitan a grabar y empaquetar el contenido, pero necesitan una empresa de “transporte”, por así decir.

– Claro, Internet.

Noto la sonrisa al otro lado de la línea, ya me tiene donde quería, parece.

——————————-

– No, hombre, no, Internet es el soporte, pongamos que es como la carretera por la que transitan nuestras furgonetas. Pero los “paquetes de contenidos” de Internet se los entrega un transportista de telecomunicaciones.

– ¿Como “Movifone”?

– Justo. ¿Son ellos con los que tiene contratadas sus líneas de móvil, su servicio de fibra, su wifi…?

– Sí, claro, pero no entiendo qué tiene que ver con el porno. Eso está ahí, para cualquiera, ¿no? Lo podría hacer cualquiera.

– Bueno, cualquiera que tenga una red de provisión de servicios de telecomunicaciones, sí, desde luego (y venga la sonrisita, como si por no verla…).

– Pero ellos no saben lo que yo veo o dejo de ver (lo digo sin mucha convicción, la verdad).

– Bueno, son los que transportan la señal. Lo que vaya dentro, como nosotros con los paquetes, ellos no deberían saberlo, aunque ya le digo que si algo sale de un servidor que se llama “Pornland” casi seguro que lo que transmite no son tutoriales de cocina, no sé si me explico.

– Ah, lo admite, ustedes saben lo que manda “Telefarma” y lo consienten.

– Entre usted y yo, lo importante no es si lo sabemos, es si usted puede demostrar si lo sabemos, en el supuesto caso de que fuera así. Permítame un segundo más, ya termino.

(…)

– Seguramente Movifone le habrá facilitado un modo de impedir el acceso de su hijo a contenidos para adultos. ¿Lo ha activado?

– Sí, bueno, al principio, pero es que resultaba inútil, era demasiado estricto y al final el chaval no podía ni hacer los trabajos de clase, así que lo desactivamos.

– Ya, le entiendo, con nuestras tarjetas de crédito pasa lo mismo. Los chavales se quedan con el número y el código de seguridad en alguna otra compra y ya no tienen problema en pedir como si fueran mayores. Si yo le contara… hasta mi hijo me la lía y tiene solo diez años.

– Pero entonces, qué me está diciendo que haga.

– Lo que todos, nada.

– Nada (apenas he levantado la voz, miro a mi hijo, que aguarda expectante el veredicto final)

– Su compañía de telecomunicaciones lleva a su casa o al móvil de su hijo un contenido ilegal, como a millones de menores, chicos y chicas de todo el mundo. Según el informe “Save the Children”, el 70% de los chicos de 12 años consumen porno con regularidad. Las chicas, algo menos. Y nadie dice o hace nada al respecto. Digamos que la educación sexual de los menores está en manos de lo que decidan esos productores que le decía antes, durante toda su pubertad y adolescencia.

– Pero, bueno, eso no es tan…

– ¿Grave? Puede, piénselo. El algoritmo que alimenta una red social y que le suministra cada vez contenidos más personalizados, que sabe lo que ha visto e intuye lo que deseará ver a continuación… ¿cree que solo lo usan las redes sociales de los bailecitos y los memes? No me diga que es usted así de inocente. Desde el primer vídeo porno, millones de chicos y chicas menores de edad van recibiendo cada vez propuestas de contenido que les enganchan más y durante más tiempo, con la promesa de que el siguiente será aún «mejor». Al fin y al cabo, mantenerles pegados a su pantalla es el negocio de todas las redes sociales, todavía más el de aquellas que se siguen a escondidas.

– Pero la ley los perseguirá, no?

– ¿A quiénes? Ellos ponen en su página lo mismo que nosotros en la nuestra. “Por favor, confirma que tienes 18 años”. ¿Cree usted que algún chico con las hormonas desbocadas tendrá ningún problema en hacer clic si eso le permite acceder al contenido que desea? Ayyyy, estos padres…

– Entonces… lo de la droga… ¿no van a hacer nada?

– Podríamos, pero sería muy caro, muy costoso. Tampoco hay tantos que tengan la mala suerte de que alguien que no son ellos tenga la ocurrencia de abrir el envío. Podría usted demandarnos, si quiere, pero… mire, de padre a padre, no se lo aconsejo; nuestro departamento legal es incombustible. Yo se lo advierto, pero oiga, está en su derecho. De todos modos, piénselo un instante, si permite que su compañía de telecomunicaciones le sirva en bandeja de plata contenido ilegal a su hijo, por qué tendría que ser más exigente con nosotros. Parece usted alguien serio, coherente, con una ética de valores bien asentada…

——————————–

He dejado de escuchar, he dejado incluso el móvil encima de la mesa, la voz se extingue. Vuelvo a mirar a mi hijo, sin rabia, sin dolor, sin otra emoción que la que surge de la propia confusión. Fijo la vista sobre el sobrecito de las pastillas de colores y le pregunto:

– ¿Alguna de esas me puede hacer olvidar todo lo que ha pasado en esta última hora? ¿O por lo menos que me dé igual?

Mi hijo abre la bolsita y extrae una pastilla de color azul, que me ofrece sobre la palma de su mano abierta.

Me sonríe. Le sonrío. Cojo la pastilla azul y me la llevo a la boca.

Entro de nuevo en Matrix.

Artículo publicado originalmente en LinkedIn el 15.06.2022

photo: koolshooters @pexels

El silogismo del diablo

Lo que antaño pudo haber sido interpretado como un sencillo lema de mercaderes, un poema de bienvenida, o un simple refrán para estimular la fraternidad y el buen juicio en los negocios, se ha desvelado, finalmente como una oración en tres partes, un silogismo que, al ser pronunciado, sitúa cualquier transacción mercantil de inmediato bajo las alas protectoras del Enemigo.

Ahora que la filosofía ya no será enseñada a los que habrán de ser los próximos bachilleres, cabe decir que, a menos de empeñarse mucho, hay grandes probabilidades de que nadie encuentre este artículo en google nunca más, salvo que se sumerja en esas profundidades abisales que van de la tercera página de resultados en adelante.

Silogismo. Qué bonito nombre tienes. Sin ti, ni Tomás el Santo, ni el impío de Marx habrían llegado a ningún lugar reconocible. Y sin embargo, cuenta la leyenda que bajo las ruinas del templo de Jerusalén -arrasado en el año 70 de la era cristiana- un equipo de arqueólogos ha conseguido encontrar los vestigios de aquella desbandada de chiringuitos que provocó Jesús de Nazareth cuando expulsó a latigazos a los mercaderes. En las que podríamos llamar las catacumbas del marketing salió a la luz un fragmento de la colosal piedra que coronaba el dintel de aquel retail profano.

Gracias a estar inscrito, como la piedra de Rosetta, en varios idiomas, algunos de ellos ya perdidos, los arqueólogos consiguieron descifrar las tres líneas fundamentales del mercado y, encontraron, así, el origen de todo el devenir de la ambición de occidente.

Las líneas convergían todas ellas en un símbolo extraño, que nada tenía que ver ni con las siglas de la autoridad romana ni con las firmas habituales del Sanedrín hebreo. Tras enviar el hallazgo al archivo del museo de historia antigua de Londres, finalmente, y gracias a la concurrencia de expertos en la lectura cabalística, se descifró aquella signatura como una de las mil formas en clave que adopta cada uno de los siete nombres del diablo.

A la luz de este descubrimiento, lo que antaño pudo haber sido interpretado como un sencillo lema de mercaderes, un poema de bienvenida, o un simple refrán para estimular la fraternidad y el buen juicio en los negocios, se desveló, finalmente como una oración en tres partes, un silogismo que, al ser pronunciado, situaba cualquier transacción mercantil de inmediato bajo las alas protectoras del Enemigo.

Como todo silogismo, cada línea por sí sola no muestra el sentido completo y no es hasta que se unen las tres que la idea alcanza su dimensión absoluta. Ahora que nadie aprenderá a descifrar la fórmula básica del silogismo, que ni los escolásticos ni los dialécticos tendrán ya oportunidad de volver a ser reconocibles por las siguientes generaciones, dejo aquí transcrito el contenido de aquella inscripción por si alguno o alguna de vosotros le encuentra algún sentido. Dice así:

Si el que tiene el dinero es el cliente.

y si el cliente siempre tiene razón.

entonces… el dinero siempre tiene razón”.

¿Será esa la semilla del diablo? ¿O tal y como declaró Keiser Söze (¿o fue Baudelaire?) “el mejor truco que inventó el diablo fue convencer al mundo de que no existía”?

Artículo publicado originalmente en LinkedIn el 16.04.2022

(Photo by Master Wen on Unsplash)

Comunicanción (o qué pueden aprender las marcas de Jaime Altozano)

Altozano no da una charla para provocar admiración; cuenta lo que le sorprende y/o emociona desde su perspectiva de musicólogo, y nos invita a mirar (y escuchar) de otro modo un mundo que se nos presentaba como algo aburrido y hasta cierto punto opaco.

Los vídeos de Jaime Altozano son para estudiarlos, por lo menos, con el mismo detalle con el que él descompone las composiciones musicales de cualquier estilo y época.

Para empezar, porque niega la mayor en muchos de todos esos mantras del marketing que se asumen sin pensar, sin reflexionar, sin adaptar a cada momento y cada caso. Por citar algunos ejemplos:

“Nadie presta atención más de unos segundos”. Cada vídeo de Altozano es una mina en ambos sentidos, de cantidad de contenido por extraer, y de explosión que se lleva por delante el absurdo de que el tiempo de atención es algo que se pueda medir. Una gran mayoría de los comentarios de sus espectadores mencionan explícitamente que “40 minutos se devoran como 5”. Un contenido se hace pesado o ligero, y en función de eso, se percibe como largo o como corto. Poner un límite previo solo tiene sentido cuando te cobran cada segundo, como en las franjas publicitarias. En los contenidos “gratuitos” lo esencial no es la brevedad sino la ligereza.

“Se tiene que contar pa’ tontos”. Otra confusión. Una cosa es utilizar lenguaje técnico para que no te comprenda nadie y otra para que todo el mundo aprenda. Altozano es un influencer que habla de musicología sin renunciar a usar cuanto tecnicismo sea necesario. Sus millones de suscriptores pueden no saber el significado de “modo frigio”, “melisma”, “arpegio” o «por sextas y por quintas». Y sin embargo, eso no les echa para atrás, sino que, precisamente, les atrae, porque Jaime se toma el tiempo de explicar de un modo tremendamente sencillo, con referencias de lo que la gente conoce, con demostraciones en su teclado, y no deja que ningún espectador se pierda. Sus vídeos son una constante vuelta sobre la única regla inamovible de la comunicación eficaz: pensar antes en el otro que en uno mismo.

“Eso no le interesa a nadie”. Igual que a nadie le interesa la cosmología, pero ahí estuvo Carl Sagan. Igual que a nadie le interesa la oceanografía, pero hubo un Cousteau. Como diría Forrest Gump, «aburrido es el que aburre». Altozano, al igual que los mencionados anteriormente, no da lecciones desde el púlpito, no marca distancias sino que las acorta. No habla mirando desde arriba sino a la altura de los ojos. Y la gente lo apreciamos con entusiasmo, eso está claro.

“No se puede hablar igual a jóvenes que a mayores”. Al contrario. Altozano se marca vídeos de autores más que muertos y enterrados, y los “resucita”, los trae de vuelta al mundo actual con referencias de lo que nos rodea hoy, en nuestra vida cotidiana. Y de igual manera capta la atención de un público mayor, que apenas entiende una palabra en la letra de un reggaeton. No es el tema o el léxico lo que excluye a una audiencia.

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El canal de Jaime Altozano da mucho más de sí. Para empezar, sus contenidos son los que asociaríamos de manera natural con la 2, pero su espíritu no. Y en eso se emparenta con otros “divulgadores” (todos ellos -y quizás no por casualidad- barceloneses): Punset, Évole y Gener. Incluyo a Évole, porque en su forma de entrevistar -al contrario que la mayoría de los periodistas que adoptan un rol equiparable al de los protagonistas a los que entrevistan- él opta por un papel mucho más cercano, más fácil de identificar con el espectador anónimo.

El propio Altozano deja bien claras sus premisas cuando le preguntan. Entre otras, hablar de lo que le interesa o le interesa a sus seguidores; hacerlo de un modo que sea emocionante, con un arco narrativo que pulsa a veces la intriga y el suspense, a veces, la comedia, o en otros momentos la ternura. Altozano no da una charla para provocar admiración; cuenta lo que le sorprende y/o emociona desde su perspectiva de musicólogo, y nos invita a mirar (y escuchar) de otro modo. Abre las puertas de un mundo que se nos presentaba como algo aburrido y hasta cierto punto opaco, y recibe el reconocimiento -merecido, agradecido- de quienes hemos sido tratados con generosidad por quien, en principio, no tenía ninguna necesidad de dedicarnos tanta atención.

COROLARIO

Cuando las empresas se plantean sus canales de Youtube sería recomendable que se miraran antes el de Jaime. Aparte de los puntos que he recogido en este artículo, descubrirían muchas más claves para poder abordar su comunicación en redes y definir sus contenidos con cierta probabilidad de repercusión, algo que, de todos modos, tendrán que aprender tarde o temprano, porque la audiencia estará cada vez más ahí, justo donde está Jaime Altozano.

Artículo publicado originalmente en LinkedIn el 8.04.2022

(photo: captura del vídeo «Análisis de Motomami», del canal de Youtube de Jaime Altozano)

Autopr8Mo

Hablar sin cesar de igualdad de género el día 8 y… ¿dejar de hablar el 9? Aunque solo sea como para que sirva de aprendizaje mientras el tema todavía está templado, he aquí un balance muy particular de lo visto/oído en el ámbito del «femwashing» de marca en la «semana morada» de 2022. Cada cual que saque sus conclusiones.

Femwashing. A mí también me gusta llamarlo “feminismo de ficción”. Y que conste que no creo que sea criticable. Quiero decir, si hoy ya se considera como algo incuestionable que la igualdad de género es valiosa, que “vende”, pues no es mala cosa. Sin llegar al aplauso desde luego, tampoco creo que haya que perder ni un segundo en criticar a quienes lo hagan. De un modo u otro, ya sea de manera más sentida o más hipócrita, al final lo que se consigue es que el paisaje mediático que nos envuelva esté poblado por mujeres. Pensémoslo, hace cincuenta años ni siquiera estábamos ahí.

Este artículo, por tanto, no está dedicado a juzgar (quién soy yo, además) si los alardes feministas corporativos del pasado 8 de marzo son más o menos sinceros, más o menos honrados, más o menos creíbles. Me interesa más centrarme en contribuir a que las empresas, las marcas, las instituciones, construyan ese tipo de narrativas con un poquito más de sentido. Que lo finjan o lo crean, allá ellas, pero que lo finjan mal… eso sí que es un grave error de comunicación. Incluso más, es una demostración de torpeza absolutamente gratuita e innecesaria, un desperdicio de tiempo -sobre todo propio- y, en definitiva, algo que, pretendiendo sumar, termina restando.

Veamos…

  1. No se trata solo de (ex)poner mujeres; la publicidad lleva haciendo eso toda la vida.

El mero hecho de poner rostros femeninos en un anuncio no añade nada nuevo al panorama iconográfico habitual. La imagen de la mujer ha estado (y sigue estando) presente en el contexto mediático de un modo utilitario, objetual, cosificado. Que sea para vender detergentes, moda o “propósito” da igual, y resulta igual de indiferente para los demás. El 8M llena los medios de mujeres, de lo femenino, de morado y de buenas intenciones, pero solo por ponerlas a ellas ahí delante, en portada, no estás diciendo nada nuevo. Ni nada bueno tampoco. Es, simplemente, seguir usando a la mujer para vender. Por muy “igualitario” que parezca, en realidad es más de lo mismo de siempre.

¿Cómo diferenciar una comunicación que cosifica a la mujer de otra que no lo hace?

Resulta muy sencillo, en realidad, como la prueba del nueve (o la del algodón). Basta con observar de qué está hablando eso que nos enseñan. ¿Qué nos están contando en ese post, en ese vídeo, en esa comunicación de marca? ¿Lo buena que es la empresa porque pone a sus empleadas en primer plano? ¿Lo maravillosa que es esa empresa porque supera las cuotas mínimas de participación femenina entre sus accionistas, consejeros, directivos, etc? ¿Lo increíblemente maravillosa que es esa empresa porque paga el mismo salario a mujeres que a hombres, o por cualquier otra hazaña similar? Da igual. Siempre que al final, lo que se esté mostrando sea un mensaje autopromocional, un contenido corporativo, estaremos ante una comunicación que, aunque no recurra a los atributos más rancios de “belleza”, “entrega” o “dulzura”, sigue realizando un uso utilitario de la imagen femenina. Y esto conduce al siguiente punto.

2. No hables de la marca, habla de, con, para o desde las mujeres.

Ejemplos abundan, los que más, de hecho. Testimoniales femeninos hablando maravillas de su empresa. Declaraciones o anuncios de marca en los que se dice lo mucho que valen las mujeres de su equipo (como si alguien lo hubiera puesto en duda). Con algunos matices de actualización temporal, en realidad no se diferencian mucho de las comunicaciones que se veían el siglo pasado por el “día de la madre” o los juegos florales y otras similares.

Es más beneficioso, para todos, y más relevante para tu público, que cedas ese espacio de comunicación o bien a que podamos escuchar lo que ellas tienen que decir, sin interrumpirlas, o bien a hablar bien de su trabajo, de sus éxitos, de su influencia… a hacerlas protagonistas de tu comunicación. Lo contrario, que conviertas a tu empresa en protagonista de su narración, es feo. ¿Quieres una guía de cómo hacerlo bien? Te recomiendo que analices a fondo la publicidad de Nike. Es toda una enciclopedia de cómo hacer marketing de tu marca con mensajes protagonizados por mujeres y no caer en el error de utilizarlas. Nunca.

3. Presumir de una plantilla femenina solo tiene sentido en sectores donde haya supuesto una conquista.

¿Alguien se imagina a un hospital presumiendo de que la mayoría de su personal de asistencia sanitaria son mujeres? ¿No, verdad? ¿A un supermercado alardeando de que el 99% de que sus cajas las manejen mujeres? Sería ridículo. Pues eso. Archivos y documentación, producción audiovisual, manipulación de alimentos, publicidad, áreas de comunicación, o de recursos humanos, asistentes de vuelo, desfiles de moda, limpieza de oficinas… la lista es casi infinita. Aprovechar el 8M para decir que tu empresa emplea a muchas mujeres, si es dentro de un sector en el que ellas han desempeñado desde siempre la gran mayoría de los trabajos, es tan relevante para la conciencia social como presumir de no beber alcohol en un país musulmán. No dice nada que no sepamos o que no intuyamos.

4. Habla de lo mucho que quieres a tu madre y a tus hermanas. Pero otro día.

Pues claro que quieres a las mujeres que quieres y te quieren. ¿Pero qué tiene que ver eso con el 8M? ¿Alguien se imagina lo contrario? ¿A quién se le ocurriría publicar algo para “poner a parir” a las únicas que, precisamente, pueden parir? Recurrir al amor en un 8M viene a ser como hablar bien de alguien en su funeral. Otra inutilidad más, otro desperdicio de papel, bits o saliva, según se dé el caso. El 8M no se celebra la “feminidad” sino que se conmemora la lucha por un mundo sin desigualdades basadas en el género, y muy especialmente en el ámbito laboral. Para hablar de amor hay otras fechas, y ojalá lo hagas, de verdad, con todo el cariño.

5. Vale, celebremos lo conseguido, pero sin pasarnos.

La reivindicación no tiene necesariamente por qué ser quejosa, de acuerdo. Pero de ahí a mostrar una realidad de fantasía… Y ojo, que cualquiera puede caer en esa trampa. Sin ir más lejos, el ministerio de igualdad español se ha marcado una campaña en la que proclama literalmente que en nuestro país “hay 47 millones de maneras de llamar al feminismo y un día para celebrarlo”. No sé; o algo se me escapa, o interpreto esa sentencia como que toda la población española es feminista de uno u otro modo. Llámame loco pero… me da que quizás los 47 millones no solo no somos feministas sino que algunos son todo lo contrario. Una cosa es celebrar lo conseguido y otra intentar atribuirse la medalla de haber acabado con el machismo. Ya quisiéramos, pero no parece que vayamos precisamente en esa dirección; las estadísticas son claras al mostrar el retroceso de la igualdad de género en estos años de coronavirus, ertes y otras batallas. A veces el afán de protagonizar los logros sociales hace que terminemos mostrando una realidad que no existe. Que lo haga un ministerio conduce a pensar sobre qué tipo de realidad estarán legislando.

¿Cómo conseguir que tu comunicación del 8M sea creíble y -ya puestos- que contribuya a reducir la brecha de género?

Encuentra la manera de no hacerte trampas al solitario. Todos estamos tentados de querer “quedar bien”, y eso en sí no es malo, siempre que no uses a los demás para conseguirlo, sobre todo en aquello que tanto sacrificio les ha costado y les costará.

Para distinguir la impostura de la autenticidad, mi “truco” es probar a trasladar lo que me cuentan a una pancarta o una camiseta que pudiera llevar cualquier mujer a la manifestación de un 8M. Así, sin más. Porque si una mujer que no tiene nada que ver con tu marca ni con tu empresa puede sentirse cómoda exhibiendo el mensaje que estás diciendo, si puede hacerlo “suyo”, entonces es que estabas pensando en ella cuando lo escribías. Y si no, es que los únicos intereses que estabas teniendo en cuenta eran los tuyos. Justo eso que se llama “femwashing”.

(Artículo originalmente publicado en LinkedIn el 10.03.2022)

En la imagen, la gráfica publicada el 8.03.2022 con motivo de la celebración del Día Internacional de la Mujer

Selfivisión Plus

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Despedir a todo el equipo de atención al cliente mediante un vídeo previamente grabado, o a 900 empleados en una videollamada de pocos minutos, son noticias recientemente publicadas que han generado cierto desasosiego, tampoco mucho, si somos sinceros. Se han tratado y comentado en gran medida como si fueran salidas de tono extraordinarias, anomalías, extravagancias de ejecutivos psicópatas.

Sin embargo, en algunos países ya nos hemos ido acostumbrando a que los responsables políticos comparezcan a comunicar sus medidas -y algunas nada gratas para los ciudadanos- en una pantalla de plasma, desde antes incluso de que hubiera una pandemia acechando a la vuelta de la esquina.

Tampoco es novedad ya (hasta los boomers lo hemos aprendido) el que se pueda dar por terminada una relación afectiva con un simple mensaje de whatsapp; o incluso sin él, simplemente cortando los hilos de las aplicaciones que usabais como punto de encuentro. Tan fácil, tan frío. Un correo electrónico es hoy un arma tan precisa, certera y silenciosa en el entorno laboral o empresarial como la pistola con silenciador de las películas de asesinos a sueldo, o como el uso de drones para borrar a alguien del mapa a muchos kilómetros de distancia, sin tener que desgastarse en el cara a cara.

Solemos achacar estos comportamientos a una especie de deterioro generalizado de la empatía, y en más de una ocasión como efecto colateral de la aceleración y el distanciamiento experimentados por este nuevo mundo digitalizado y globalizado. Es lógico que pensemos así porque si hay todo un mito construido en nuestra sociedad es que la distancia es el olvido y el roce hace el cariño.

A menor roce y más distancia, la ecuación solo puede arrojar un resultado. Sin embargo, eso podría explicar la pérdida de amor, pero ya que no necesitamos llegar a esos extremos afectivos ¿explica también la pérdida absoluta de empatía por nuestros congéneres? Me pregunto más bien si la distancia que provoca ese deterioro en la manera de mirar a los demás no tendrá su origen, precisamente, en el propio formato con el que miramos, eso que en un artículo anterior llamaba Selfivisión.

Tu cara es un cromo

Esa disociación de forma y contenido que se refleja en todos y cada uno de los planos de la digitalización, y que incluso ha llegado a reflejarse en la distancia cada vez mayor entre la persona que somos y la máscara con la que nos mostramos ¿cómo no va a influir en la manera en la que percibimos a los demás? Si nosotros somos los primeros que manejamos nuestro yo digital como una producción audiovisual, en la que no todo es mentira pero, desde luego, no todo es verdad ¿cómo llegar a albergar un sentimiento profundo por los demás personajes del reparto, que apenas pueden aspirar más que a ser los secundarios de esa “peli” en la que nosotros somos los protagonistas?

A la velocidad a la que se mueve la Red y a la que nos movemos dentro de ella, las caras se suceden una tras otra sin tiempo para adquirir volumen. Como cuando de niños coleccionábamos cromos (me refiero a los que fuimos niños hace medio siglo, claro) hacíamos lo mismo que ahora veo hacer en Tinder. Sile, swipe, nole, swipe. Los perfiles de las redes sociales muestran nuestra foto y nuestra brevísima descripción para que podamos decidir a toda velocidad si nos quedamos con ese cromo o lo cambiamos por otro.

En esa objetualización propia está implícita otra aún mayor, la de los demás; lo que permite preguntarse si será una tendencia que las generaciones más jovenes y digitalizadas desde la cuna manejarán sin conflicto o si, por el contrario, a medida que vayamos sumergiéndonos en un nuevo formato de web, inmersiva, tridimensional, “metaversal” la separación entre personas y avatares llegue a ser tan insalvable que nos dé igual lo que pase con esos “muñecos” que comparten con nosotros el escenario del “videojuego”.

Quizás sea ese el escollo invisible al que deba enfrentarse la exploración y la explotación del anunciado metaverso (por mucho que Zuckerberg haya corrido para vendernos sus parcelas sobre plano, haciéndonos dudar de si la especulación inmobiliaria no habrá que considerarla un sesgo antropológico de nuestra especie). Quizás todo lo que hemos conseguido proyectar como imagen personal en el plano digital no nos devuelva la misma satisfacción si al “avatarizarnos” resulta que se hace añicos la última barrera de la credibilidad.

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Todo el día es Carnaval

Dice “el tío Mark” (y corean los más chic) que el metaverso abre un nuevo e infinito horizonte de negocio, de luz y de color; y que uno de ellos, heredado del sector del vídeojuego, será el de la venta de disfraces y complementos para enriquecer la expresión y la personalidad de nuestros avatares. La apuesta es trasladar el mismo patrón de diferenciación que enriqueció el sector de la moda al plano inmaterial; más o menos como cuando Neo, Trinity y Morpheus, aparecían “avatarizados” en la Matrix, luciendo guaperío de cuero negro y gafas de sol mientras que ahí abajo -prisioneros del mundo físico- andaban cubiertos apenas con unos andrajos remendados.

Quién sabe, puede que lleguemos a eso, puede que nos arrojemos a vivir la vida loca en lo virtual mientras vamos reduciendo paulatinamente las ocasiones para el disfrute físico. Casi todas las distopías apuntan de un modo u otro en esa dirección. 

Por el momento no es así. Por ahora dedicamos buena parte de nuestro tiempo y atención a crear, editar y proyectar nuestra imagen al “público”. Ya sea por motivos de trabajo, sociales, amorosos o comerciales, nos hemos convencido de que no podemos descuidar esa imagen con la que nos proyectamos en el entorno digital. En la inmensa mayoría de los casos, lo que mostramos no es una mentira salvo por omisión; es una versión edulcorada, sí, pero que no deja de ser real.

De hecho, gran parte de su valor, de la recompensa que obtenemos reside, precisamente, en que es nuestra cara la protagonista de esos momentos seleccionados, de esas fotos y vídeos admirables por el motivo que sea (desde la belleza del entorno a la integridad del mensaje, pasando por el humor del que hacemos gala). Entonces, cuando nos adentremos en ese metaverso en el que Zuckerberg y muchos más nos va a vender caretas y disfraces ¿a quién verán los que nos miren? ¿A nosotros? ¿A un cartoon? ¿A un personaje de vídeojuego del que no sabrán qué parte de lo que se ve es real o, una vez sembrada la duda, si quedará algo de realidad en alguna parte de eso que se ve?

The higher they rise…

Lo que se ha puesto de moda en llamar metaverso nos sitúa, me parece, en una encrucijada. A un lado, el camino que se nos está mostrando -vendiendo-, como una versión enriquecida de nuestra experiencia digital, es decir, un paso más en la misma dirección en la que ya caminábamos, un progreso.

El camino alternativo, en cambio, más que un avance puede llegar a parecernos un desvío o, incluso, un retroceso. Depende mucho de hasta qué punto lleguemos a sentir que ese avatar con el que nos adentramos en el nuevo entorno es capaz de respetar y transmitir la imagen que tanto nos cuesta construir. Total, para que luego digan que es un disfraz y, al abandonar el baile del Carnaval, al despojarnos de la ropa y la careta que hemos alquilado, como en la canción de Serrat, cada quien vuelva a ser cada cual. Esa “bajona” se aguanta un día de vez en cuando, pero ¿a todas horas? ¿y en el aula y en el trabajo también? La perspectiva me resulta tan aterradora como la perenne sonrisa del Joker.

El riesgo -ya lo estamos viendo reflejado en la creciente oleada de ansiedad y problemas de autoestima que sufren los niños y jóvenes de Occidente- es que el sueño sea tan apetecible que prefiramos quedarnos a vivir dentro de él, que el metaverso termine convirtiéndose en una metaversión de los fumaderos de opio. No sería la primera vez.

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 22.02.2022

Selfivisión

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

Una pregunta para mayores de… ¿veinte años?

¿Recuerdas cuántas veces al día veías tu propia cara antes de que llegaran los smartphones y las redes sociales, allá por el 2007?

¿Recuerdas cuántas ocasiones tenías de escuchar tu propia voz en una grabación antes de que llegaran los mensajes de voz? ¿Y la rareza que te provocaba el oírla así, por fuera de tu cabeza, como si fuera la de otra persona?

Eso que ahora nos parece tan trivial, lo de vernos y escucharnos continuamente en la pantalla del móvil o el ordenador, ya sea en foto o en vídeo, es probablemente uno de los factores más impactantes de la disrupción digital. Y no lo es solamente porque hayamos pasado a formar parte de lo que antes era un territorio exclusivo de estrellas de la pantalla, ya fueran actores o políticos -disculpen la redundancia-, famosos o profesionales de los medios.

Es relevante porque al hacerlo, al convertirnos en los protagonistas de nuestros propios canales en las redes, hemos transformado por completo el sentido y el significado de nuestra imagen. Hemos pasado de vernos ocasionalmente en fotos y vídeos que documentaban lo que habíamos sido y hecho a mostrarnos a los demás para conseguir lo que deseamos ser y hacer.

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

A diferencia de la época predigital, la foto que nos tomamos no responde tanto a una improvisación del momento como a una intención premeditada con un destino predefinido: el espacio mediático social de la Red. Al igual que en aquel tiempo ya olvidado, procuramos salir “guapos” en la foto, por supuesto, pero ahora, además de componer atrezo, vestuario y peluquería dentro de lo posible (y algunos más allá de lo posible), nos esforzamos en cuidar la localización, la luz y el encuadre. Y no nos conformamos solo con eso.

Disparamos varias fotos o realizamos varias “tomas”, para poder seleccionar después aquella que consideramos que es más “publicable”, incluso para la restringida audiencia de quienes no aspiramos a ser “influyentes”. El poder de sugestión del medio, de vernos en una pantalla -aunque solo sea por imitación a lo que hemos visto durante décadas en la del televisor- nos lleva a actuar como si nos fueran a ver cientos o miles de desconocidos. ¿Quién sabe?

Una vez elegida la foto, o el vídeo, y gracias a la enorme capacidad de las aplicaciones que nos lo facilitan, pasamos a edición, es decir, a recortar lo que no debería permanecer ahí, para la posteridad. En la fase de postproducción, por último, aplicamos un filtro más o menos embellecedor o artístico y, entonces, cuando estamos satisfechos con el resultado, a veces después de consultarlo con otros, lo publicamos. Lo hacemos, además, fingiendo una espontaneidad que está claro que ya no es tan “espontánea”, lo que los profesionales nos enseñaron que se llamaba “un robado posado”. Y todo este proceso no sucederá solo una vez; porque tenemos el arma y la motivación, y porque las oportunidades nunca escasean.

Una de las consecuencias de esta evolución de nuestra experiencia audiovisual es que irrumpe en la percepción de nuestra propia identidad; del sentido que adquiere para nosotros mismos tanto como de su papel en nuestra relación con los demás. Cada vez más, no son las fotos las que queremos que se parezcan a nosotros (como cuando Kodak nos vendía carretes y carruseles para conservar nuestros mejores recuerdos). Cada vez más, al crear todo ese despliegue de imágenes que anticipan en muchos casos el contacto presencial, somos nosotros los que queremos parecernos a nuestras fotos, a esa imagen que hemos compuesto y que nos gusta tanto proyectar.

De este modo, la distancia entre el yo que somos y el yo que mostramos se va ampliando poco a poco (o no tan poco, tal vez). Antes, cuando solo nos mirábamos al espejo un par de veces al día, era la interacción con quienes manteníamos una relación -cercana, cotidiana, física- la que nos devolvía el reflejo de lo que éramos. En esas condiciones nuestra imagen no podía distanciarse demasiado de la realidad, ni siquiera en Carnaval.

Ahora somos nosotros los que construimos ese reflejo para los otros, para muchos otros, con quienes mantenemos una relación que puede ir desde lo anónimo hasta lo puntual o televisado. En este nuevo formato de relación reemplazamos el ser por el parecer, en una estilización -insisto, generalmente inocente, pero no inocua- que termina por condicionarnos, por “engancharnos”.

El fenómeno, aunque lo trate aquí de ese modo, no es algo aislado. Este festival de egovisión es, en definitiva, un síntoma más de la disociación entre forma y contenido que reside en lo más esencial de la revolución digital.

Al manipular nuestra imagen, al convertirla en un objeto externo a nosotros mismos, no solo nos hacemos menos dueños de ella de lo que -paradójicamente- nos creemos, sino que abrimos la puerta a que se hagan dueños los demás, a que nos “memifiquen”, a que nos miren y a que -no hay más que ver los comentarios en las publicaciones de famosos y anónimos- nos cataloguen o evalúen como si fuéramos eso que hasta hace poco no éramos: simples personajes de la pantalla, en dos dimensiones, sin mayor profundidad.

P.S. Si has llegado hasta aquí (gracias) aprovecho para recomendarte que leas la historia de la imagen que ilustra este artículo. Lo de que el retrato sea una versión (muy) mejorada de nosotros mismos no es nuevo, sobre todo cuando tiene un propósito de venta. Es ahí donde hemos acabado recalando todos, y es ahí, en la universalización del fenómeno donde todo se altera. Porque… ¿cuando todos hemos caído en la tentación de vendernos, quiénes serán los que confíen en lo que enseñamos y quieran comprarnos?

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 20.02.2022)

Respeto

Hace unos días me llegó este mensaje, que me parece interesante compartir aquí, con todos vosotros, muy especialmente con mis colegas de oficio de la publicidad, el marketing y los medios.

“Estimado señor…

Permítame que me presente.

Soy el propietario de un grupo de medios de comunicación con difusión, principalmente, en todos los países y comunidades de habla hispana.

Desde su puesta en marcha, hace más de una década, el grupo no ha dejado de crecer y, a día de hoy, suma ya dos canales de televisión y una emisora de radio musical. Hay otra emisora que aún está en período de pruebas, por lo que no puedo desvelar demasiados detalles por ahora.

A ellas hay que añadir una revista de lifestyle y otra especializada en el ámbito del emprendimiento y los negocios. En esta última colaboran habitualmente firmas tan destacadas como las de Ana P. Botín, Richard Branson, Bill Gates o José Mª Álvarez-Pallete, y también he llegado a acuerdos de distribución de contenidos con publicaciones del prestigio de Wired, Forbes o la Harvard Business Review, entre otras. Durante un tiempo tuve también actividad en el sector de las agencias de noticias, pero en los últimos años es una unidad que he relegado, mientras refuerzo mi presencia en otros medios y voy preparando mi próxima entrada en el metaverso.

¿Que quién soy yo? Digamos que mi nombre no viene al caso.

Confórmese con saber que soy uno de los miles de millones de usuarios de redes sociales.

Muchos de sus colegas de las empresas de marketing o publicidad piensan en mí como un espectador. Eso a lo que siempre se ha llamado “el público” o, más impersonalmente todavía, “el target”.

¿Target? No me haga reír. Todos los días me llegan cientos de propuestas de vídeos, de anuncios, de contenidos patrocinados y de mensajes publicitarios. Todos los días. Apenas tengo un minuto para ver qué hago con ellos. Entenderá que como editor jefe de mis canales, soy yo el que decide la línea editorial por la que quiero que me reconozcan y qué contenidos se merecen entrar en mi parrilla.

Puede que usted crea que le he prestado más atención solo porque he guardado eso que he visto por encima para otro momento, o por haberle hecho una marca sin pensármelo mucho. La verdad es que raras veces vuelvo por el archivo. El tiempo es escaso para todos. Lo que sí le querría dejar claro es que haría usted bien en fijarse, y si ve que no escribo ningún comentario, o que no comparto con otros ese anuncio que acabo de ver, da igual que me quiera incluir en el recuento de espectadores. Le aseguro que el 99,99% de todos esos anuncios que me muestran los olvido nada más verlos. Créame cuando le digo que si yo no contribuyo a su difusión, sencillamente su campaña está muerta. Porque, ahora, el medio soy yo.

No pretendo ser arrogante, pero déjeme decirle que la próxima vez que caiga en la tentación de dirigirse a mí, le saldrá más a cuenta pensar en mí como si no fuera un espectador, sino SU COMPETIDOR.

Después de todo, cuando alguien acude a reclamar mi atención en mi propia casa, el día de la boda de mi hija, lo mínimo que pido es que me trate con el debido respeto. Capisci?”

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Después de leer ese correo me he quedado un rato reflexionando. Antes (antes de internet, antes de google, antes de ayer) las marcas preparaban su lanzamiento en secreto, porque el medio se podía comprar solo con dinero, y eso garantizaba no solo la cobertura sino también la frecuencia, la repetición del mensaje hasta hacerlo masaje, que diría McLuhan.

Hoy no; hoy la inversión solo asegura la cobertura, con más precisión, sí, pero nada más. La frecuencia depende de esos a los que muchos aún consideran que son simples espectadores.

La publicidad ya no es lo que era, pero la comunicación sí.

Si quieres tener aliados para tus campañas te será mucho más útil y rentable hacerlos cuando todavía no los necesitas, aunque creas que es dinero malgastado. Invierte algo, tampoco mucho, en conseguir esos aliados durante los tiempos de paz, porque de lo contrario, si esperas a reclutarlos cuando la batalla sea inminente, te costará mucho más.

(publicado originalmente en LinkedIn el 16.02.2022)