La pregunta

2006

Una noche de estas de verano madrileño, o de cambio climático, quizás no recuerde bien. Sí recuerdo que debía de ser en algún momento vacacional. Vivía entonces por el centro de la ciudad, cerca de la fuente de Neptuno. Había salido de casa para ir a cenar con algún amigo, con esa sensación placentera de caminar por la capital medio abandonada por sus nativos que ahora nos ha devuelto el covid, ya sin límites estacionales.

Mis pasos se encaminaban en dirección hacia la Carrera de San Jerónimo, en esa encrucijada tan simbólica que forman el arte del Thyssen, la política del Congreso y el joie de vivre del Palace. Precisamente llegando al chaflán donde se abre la entrada al hotel, hacia la parada de los taxis, me pareció distinguir el porte siempre elegante de Fernando Vega Olmos. O tal vez fue su voz inconfundible, con esa cadencia argentina, de timbre agudo, que él solía dejar a menudo en forma de respuesta suspendida en el aire.

«¡Fernando!», alcé la voz desde la acera contraria. Y él alzó a su vez la cabeza, como buscando el origen de la llamada. «¡Fernando!» repetí, ya cruzando la calle y acercándome a donde se habían detenido él y las dos personas -un hombre, una mujer- que le acompañaban.

Incluso de cerca era evidente que yo tenía mucho más claro quién era él que a la inversa. No esperaba otra cosa, de hecho. La huella de Fernando Vega Olmos en mi vida (y sospecho que en la de muchos otros) había sido tan enorme como instantánea. Apenas nos habíamos visto tres veces, durante un brevísimo espacio de tiempo; un día en Santiago de Chile, otro en Buenos Aires, otro en Cannes. Tres momentos fugaces, envueltos en el ruido de un grupo en el que él era el centro de atención y los demás, afortunados espectadores.

Así que empecé tratando de recomponer las coordenadas esenciales como para que supiera -más o menos- con quién estaba hablando. En breve, cuando Fernando era el director creativo ejecutivo de Casares Grey, en Argentina, yo tenía una tarjeta de visita con un cargo prácticamente idéntico en Grey Chile. ¿Nos podíamos considerar homólogos? Sí, pero no. ¿Se entiende la distancia entre un director de cine, pongamos Billy Wilder, y otro director de cine, pongamos Álvaro Sáenz de Heredia (con todo mi cariño)? Pues eso. De esa distante cercanía surgieron nuestros encuentros, que no voy a extenderme en detallar innecesariamente.

Tampoco lo hice aquella noche. Una vez ubicados en el espacio-tiempo, simplemente le transmití el mensaje que había guardado durante años para él: «¿Sabes Fernando? Llevo tiempo queriendo agradecerte algo que hiciste, sin tú saberlo siquiera. Me enseñaste a hacerme la pregunta fundamental, y gracias a ello, cambiaste mi manera de entender la comunicación, de entender en qué consistía mi trabajo y, por tanto, mi modo de vida, que es tanto como decir, mi vida. Así que gracias, muchas gracias, de verdad. No os entretengo más. Que paséis buena  noche».

Le di la mano a los tres, que apenas habían despegado los labios, me giré y retomé mi camino original. Aunque ya sabía lo que iba a ocurrir. Mentalmente iba contando… uno, dos, y… «¡Espera, espera, volvé!». Sonreí para mis adentros y, con toda naturalidad, de nuevo recorrí la distancia que me separaba de ellos y me situé a su lado. «No te podés ir así». No hablaba Fernando, creo que fue la mujer la que me lo preguntó. «¿Cuál era esa pregunta?»

Ahora sí sonreí abiertamente. En parte era extraño, aunque previsible, eso de devolverle a su propio autor así. subrayada, destacada, envuelta en papel de regalo, la frase que él mismo soltó un día entre mil frases más, sin darle importancia y que, sin embargo, había sido el origen de una revolución, una revolución de un solo hombre.

«Ah, sí. claro, la pregunta». Reconozco que me gusté. Pero tengo bula. Gustarse ante un argentino es como hacerle un homenaje. Si hubiera tenido una matera en la mano la hubiera cebado con la misma parsimonia que empleaba don Isidro Parodi antes de responder. Pero no; hubiera sido demasiado teatro para tan poca obra.

La pregunta era… «¿Y esto… para qué lo quiere la gente?».

Y ahí sí, di las gracias de nuevo. No esperé reacción. No la hubo. Me alejé. Hasta hoy, catorce años después, no he vuelto a ver a Fernando. Sí a saber de él, cómo no. Sí a hablar de él, con la misma gratitud de siempre. La del aprendiz que un día, en el taller del maestro, viéndole trabajar, entiende el significado que se oculta tras cada uno de sus trazos precisos, de sus composiciones admirables, e incluso de las que, sin llegar a serlo, siempre albergan un trozo de su esencia.

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2020

Veinticinco años hace que la escuché por primera vez, y ni siquiera de primera mano, sino como reproducción en una cinta magnetofónica de una reflexión en voz alta que el propio Fernando nos había hecho llegar desde Buenos Aires a nuestras oficinas chilenas, allá por el año 95 del siglo veinte.

Y veinticinco años después, en esa pregunta sigo descubriendo todas las respuestas que (me) hacen falta. Con nuevos matices, nuevos giros, nuevas luces, como un manantial inagotable y siempre sorprendente. No deja de maravillarme, eso sí, el que algo tan evidente siga permaneciendo invisible para tantos que creen trabajar en eso de comunicar. Cada vez que recibo un encargo (un «briefing» se dice en la jerga publicitaria) no hay ocasión en que no eche en falta el que alguien, en algún momento, se haya propuesto responder a esa pregunta. Es como si mirar a los ojos de esa gente a la que se le quiere vender algo, lo que sea, les diera miedo.

Tal vez el miedo de que, al mirarles, ellos mismos se sientan igualmente mirados, desnudos. Citando a Anaïs Nin: «las cosas no son como las vemos, vemos las cosas como somos». O quizás, simplemente, es que a nadie le importa ya tanto lo que la gente quiere. Ya lo dijo el emperador: «que me odien siempre que me teman».

Gracias, Fernando, una vez más.

 

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El Cuándo es el nuevo Qué

Nunca como ahora el sentido de la oportunidad ha sido más oportuno ni ha tenido más oportunidades de éxito. Salvo que lo que sepas hacer sea absolutamente único (y aún así, habría que ver si esa originalidad tuya resulta oportunamente atractiva) si no eres capaz de encontrar el momento idóneo de la vida de tus usuarios/consumidores en el que aparecer estás condenado al olvido.

(foto: http://www.albertocerriteno.com)

Empezaré por el final. Tanto si se trata de una marca empresarial como de una marca personal la pregunta que importa ya no es qué puedes hacer por tus clientes sino cuándo puedes hacerlo.

Es una pregunta que obliga a pensar de manera distinta a como solemos pensar a la hora de ofrecer nuestros productos o servicios a los demás, productos y servicios que, gracias a las redes y medios sociales, son hoy todo lo que se extiende ante nuestros ojos, incluidos nosotros mismos. Pero es una pregunta, además, que refleja con más precisión que otras el cambio de contexto surgido de la revolución digital.

De hecho es la pregunta sobre la que se basa la economía digital y, todavía más crucial, la manera en la que las siguientes generaciones a partir de la actual consumirán información y conocimiento. El conocimiento de la era A.G. (antes de google) era un tesoro a acumular para cuando hiciera falta. ¿Recordáis? El saber no ocupaba lugar, y eso que los libros se imprimían todos en papel y no en pedeefe. La revolución digital, como otras anteriores, lo que ha hecho básicamente es comprimir el espacio y, consecuentemente, acelerar el tiempo. El conocimiento se puede almacenar en cualquier sitio menos en nuestras cabezas y, en ese conocimiento que somos capaces de alojar en la nube, en la niebla o en el limbo convive todo, desde la lista de los reyes godos o la tabla periódica hasta el callejero de Calcuta. No lo memorizaremos y olvidaremos como veníamos haciendo desde tiempos de los romanos, ya no. Simplemente no pensaremos en ello hasta que llegue su minuto.

Todos entendemos que es un alivio el no tener que memorizar este tipo de información (tan inútil ¿verdad?), pero con los nuevos usos llegan nuevas maneras de pensar y el consumo de información se traslada a otros ámbitos de nuestra vida menos fríos, más personales. Ya nadie se esfuerza en recordar un número de teléfono, pero tampoco la plaza de parking en la que dejó el coche o la receta de una comida, o el cumpleaños de los amigos, incluso de los más cercanos. No tenemos tiempo para eso. Ya lo buscaremos cuando lo necesitemos o, en el mejor de los casos, habrá una aplicación que nos mandará un aviso en el momento adecuado.

Por eso, cuando una empresa o un profesional me pide que le ayude a definir su estrategia de comunicación ya no considero que sea tan importante el contar qué es lo que hace como cuándo lo hace; es decir, en qué momento de la vida de la gente (usuarios, consumidores, público…) va a ser útil o relevante. La pregunta, como digo, cambia la manera de pensar y de pensarse. Ya no es significativo que digas que haces comida para llevar, o coaching de directivos o control de calidad de alimentos o diseño de exposiciones o guiones de cine o motivación contra las adicciones, o lo que se te pueda ocurrir que hacéis tú, tu organización y otros cien millones de personas más en este mundo globalizado (es decir, comprimido y acelerado). Simplemente dime que estarás ahí, en el momento que me haga falta y puede que de este modo te incorpore a mi lista de “porsiacasos” que me importen.

Nunca como antes el sentido de la oportunidad ha sido más oportuno ni ha tenido más oportunidades de éxito. Salvo que lo que sepas hacer sea absolutamente único (y aún así, habría que ver si esa originalidad tuya resulta oportunamente atractiva) si no eres capaz de encontrar el momento idóneo de la vida de tus usuarios/consumidores en el que aparecer estás condenado al olvido. Y hablo tanto de tiempo horario como de tiempo emocional. El primero es fácil de entender, y de hecho lo intuimos incluso en aspectos tan menores como cuál es el mejor día para subir una foto a facebook, por ejemplo, pero es una tarea en la que los robots nos relevarán muy pronto si es que no lo han hecho ya. El momento de las emociones es un aspecto mucho más interesante y fructífero. Casa Tarradellas ha resuelto brillantemente su última campaña con ese “está cuando hace falta”. Lo podía haber dicho cualquiera de los productos de “convenience”, pero lo han dicho ellos, concentrando en la pizza precocinada el deseo íntimo de todo el universo de la generación digital. Aplausos. Es el mensaje propio de una app o de un influencer, pero aplicado al mundo físico, a las cosas de comer.

Igual que pasa con las personas, hay una divisoria entre mensajes nativos y mensajes migrantes digitales. A estos últimos se les nota que todavía hablan mucho del qué y poco del cuándo, que sueltan su rollo esté quien esté delante y en el contexto en el que se encuentre. Que les da igual ocho que ochenta, vaya. ¿Qué soy yo? ¿Qué es lo que hago? ¿A qué me dedico? ¿Qué hago mejor que los demás? Desde que compiten marcas empresariales y personales el ¿Qué, qué, qué, qué? se ha multiplicado exponencialmente. Y la pregunta es cada vez más inútil e irrelevante. Al otro lado del espejo los mensajes nativos digitales ya desde la misma concepción del producto están pensados para aparecer como el gato de Cheshire, sólo cuando toca.

A partir de la revolución digital abrimos en nuestra vida ventanas de oportunidad cada vez más pequeñas para quien sepa aprovecharlas y colarse por ellas. Ser un experto en lo que haces no sirve de mucho si la ventana está cerrada. Se trata de una oportunidad para pensar  no sólo diferente sino más generosamente; pensar en el momento vital de los demás antes que en lo que uno mismo desea. En cierto modo todo lo que tuvo éxito en el pasado tenía ese sentido del ritmo, del tempo, de la oportunidad. Simplemente ahora todo se ha acelerado de tal modo que tenemos que esforzarnos un poco más para sincronizarnos con el mundo que nos rodea.

Mientras, vivimos lo que corresponde a un período de transición entre ambos lados. A una sociedad como la nuestra, todavía formada en la necesidad de acumulación de datos, le das la inmediatez y nos ocurre como a los chimpancés que descubren el fuego, que lo mismo incendiamos un bosque que descubrimos el jamón ahumado. Son riesgos de los tiempos de cambio. Es el nuevo mercado de la impaciencia. El mismo que nos evita cometer errores cuando buscamos un destino en una ciudad desconocida y que queremos trasladar a todo, incluso a nuestra búsqueda de pareja amorosa.

En el fondo somos tiempo, y ésa es nuestra gran paradoja, que lo efímero sea precisamente nuestro rasgo más estable y esencial. Pues bien, el tiempo corre ahora a favor de las Instabrands.

(english version: https://aarhusmakers.com/blog/2017/4/27/the-when-is-the-new-what)