Anivirsario

¿Se puede definir como “sanitaria” a una crisis en la que la inmensa mayoría de la población está sana y la mortalidad del virus es de dos millones de personas en todo el planeta? La cuestión que parece que no nos planteamos es que a partir de una crisis de gestión de recursos, llamémosla si queréis “administrativa”, se han alterado o suspendido derechos fundamentales recogidos en las constituciones democráticas que tanto costó que se aceptaran y «escrituraran». 

El 11-M compite para quitarle el primer puesto en las supersticiones al viernes 13. Se cumple un año desde que -como diría el Chapulín Colorado- “pandió el cúnico” de la mayor crisis sanitaria que vieron los siglos. Tanto, que quizás se nos haya pasado por alto que la crisis, en realidad, no sea tanto una crisis de salud como de gestión de los recursos sanitarios.

No, el coronavirus de la covid-19 no es tan letal como otros que hemos padecido en tiempos y lugares más distantes, desde la peste bubónica al VIH del Sida, o el del Ébola, por ejemplo. Y no es que pretenda restarle importancia, ni mucho menos, pero la inmensa mayoría de quienes estamos “preventivamente confinados” no es por estar enfermos, ni siquiera por no saber si lo estamos, como el famoso gato cuántico. Entonces… ¿se puede definir como “sanitaria” a una crisis en la que la inmensa mayoría de la población está sana y la mortalidad del virus es de dos millones de personas en todo el planeta?

Las medidas que restringen desde hace un año nuestra vida tal y como la conocíamos responden a la incapacidad de los sistemas de salud para hacer frente a un volumen determinado de personas que “podrían llegar a contagiarse y enfermarse, aunque ahora estén sanos”. En realidad la crisis es de gestión y previsión de los recursos sanitarios. En este sentido, la obsesiva atención que prestamos a profesionales de la salud, investigadores y pacientes impacientes, entre otros, nos distrae de que observemos con más detenimiento la responsabilidad de los gestores presentes y pasados de nuestros recursos sanitarios, que siguen ahí, como si la cosa no fuera con ellos.

La cuestión que parece que no nos planteamos es que a partir de una crisis de gestión de recursos, llamémosla si queréis “administrativa”, se han alterado o suspendido derechos fundamentales recogidos en las constituciones democráticas que tanto costó que se aceptaran y «escrituraran». 

Nuestros gestores -pasados y presentes, insisto- han propuesto y ejecutado como solución a la falta de recursos, que no supieron o no quisieron prever, el que los ciudadanos nos quedemos de la noche a la mañana sin libertad de circulación, asociación, expresión y no sé cuántas más que seguro que se me escapan.

Y salvo las protestas de unos pocos a los que rápidamente se ha etiquetado de manera agrupada como negacionistas o “gilipollas” (porque ellos mismos se han enfocado en la parte menos argumentable, que es decir que el virus no existe), no ha habido en realidad queja ni conato de insumisión.

Invita a pensar con cuidado cuánto valora nuestra sociedad occidental y demócrata esas libertades, esos derechos de los que nadie más ha disfrutado en toda la historia de la humanidad. Y, sobre todo, qué podemos prever que puede ocurrir después de esta demostración global de tan escasa voluntad o firmeza a la hora de defender esos derechos y libertades que considerábamos hasta hace un año irrenunciables.

Publicado originalmente en LinkedIn el 11 de marzo de 2021

El blues del autobús

¿Cómo comportarse en medio de una crisis? A la vista está que la respuesta nunca es fácil ni mucho menos sencilla. Pero quizás si reducimos la escala a una pequeña crisis de la vida cotidiana nos resulte algo más fácil entender por qué en ocasiones la opción más deseable puede ser la menos eficaz o la más alejada de la realidad. Una pequeña reflexión sobre equilibrio, caídas, cohesión social y… lo que el lector considere.

Cuando Lord Acton acuñó su célebre sentencia (“el poder tiende a corromperse y el poder absoluto se corrompe absolutamente”), allá por 1887, no solo estaba resumiendo ejemplarmente cualquier movimiento político o económico de los siglos pasados y las décadas por venir; ni tampoco vaticinando lo que sería el lema de los porteros de discotecas y otros cancerberos con gorra de plato. Estaba simplemente trasladando al plano social la primera ley de Newton, la ley de la inercia, esa que dice que todo tiende a mantenerse estático o moviéndose en la misma dirección hasta que algo o bien lo impulsa o bien lo detiene o desvía.

De este modo, venía a decir, sin que el propio Lord pudiera todavía usar esas palabras, que somos antes hijos del Big Bang que de Adán, que somos antes física que química, más obedientes a la fuerza de la gravedad que a la neurosis. Y que así seguiremos, mal que nos pese, porque Newton, recordemos, emitía sus leyes a hombros de gigantes, y eso nunca se puede tomar a la ligera.

Es lo que tienen las revoluciones que en el mundo han sido; que han provocado un cambio de marcha tan brusco que los ocupantes del vehículo han reaccionado de manera muy dispar. Pensemos en un autobús en el que hay ocupantes sentados, otros de pie, aferrados a la barra, otros bien plantados sobre sus pies, y otros que se mantienen estables mientras el autobús circula a una velocidad “de crucero”, es decir constante y regular.

De pronto, el autobús hace uno de esos parones seguido de acelerón que muchos hemos experimentado en primera persona, cuando la caja de cambios rasca y el motor muge. Los pasajeros sentados se inclinarán bruscamente, primero hacia delante, luego hacia atrás, pero seguirán en el mismo sitio. Los que iban de pie y afirmados tanto sobre sus pies como con su brazo, notarán el tirón con fuerza en este, y también que la mitad de su cuerpo se flexiona y endereza para compensar el vaivén. Los que no estaban bien plantados se verán desplazados en una carrerita ridícula hasta alcanzar el primer asidero que tengan a mano, al que se agarrarán con fuerza, sin importarles si le atenazan la mano a otro pasajero o si son ellos los que sufren algún manotazo. Por último, algunos llegarán a trastabillar e incluso caer al suelo, con mejor o peor pronóstico según la edad y el reumatismo de cada uno.

Hasta ahí, la física, es decir, el principio de acción y reacción de los cuerpos. Dos segundos después, entra en juego la neuroquímica, es decir el principio de acción y reacción de las almas. De entre los sentados nace un murmullo de imprecaciones que se disimula con el ruido del motor; las quejas de los “agarrados” son algo más notorias, pero breves, entretenidas como están las mentes en conseguir que sus anclajes no se suelten; y finalmente los “derrumbados” emiten quejas y gritos, y algunos llantos y amenazas al conductor también.

O lo que es lo mismo, la revolución en el carril bus, que no solo se limita a un vehículo. En otros que circularan muy pegados al anterior es muy probable que se haya replicado el efecto, aunque seguramente atenuado cuanto mayor fuera la distancia con el primer autobús.

En pleno frenazo y acelerón del autobús digitalizador, los ocupantes -individuos, empresas, sectores sociales, países…- revelan la solidez o la inestabilidad de sus fundamentos. Las quejas más sonoras llegan, seguramente, de quienes estaban peor plantados. Tampoco a estos se les puede achacar toda la responsabilidad; posiblemente muchos se habrán subido cuando todos los asientos estaban ya ocupados y tal vez prefirieron no juntarse demasiado con quienes estaban ya agarrados a la barra. Sin embargo, en general, los que viajaban sin asirse a ningún punto de apoyo, algunos incluso distraídamente, mirando el móvil o de espaldas al sentido de la marcha, habrán pecado de una confianza excesiva -que en la caída se revelará como imprudencia- en el conductor, en el tráfico y en sus propias fuerzas o habilidades para mantener el equilibrio.

A qué las quejas, pensarán los que ya estaban aposentados en su silla, o los que han sacrificado una de sus manos en previsión de momentos y movimientos más bruscos. Si hubieran sido algo más previsores no se habrían caído. Si hubieran visto que el autobús ya estaba ocupado y no quedaban sitios seguros, por qué no han esperado al siguiente. Es fácil decirlo a posteriori, pero la verdad es que esas reflexiones llegan -si es que llegan- cuando ya estamos subidos al autobús y en marcha.

¿Se pueden evitar las caídas, las quejas, las comparaciones, las amenazas y las burlas? Es posible. Una forma de hacerlo es llenando el autobús de gente hasta los topes, hasta que no quepa un alfiler. De este modo, la física nos vuelve a ayudar. Cuando, como sardinas enlatadas, reaccionamos al frenazo y al brusco arranque como un solo cuerpo, cuando todos los demás impiden que nos caigamos y nosotros, a nuestra vez, servimos de soporte atenuante al movimiento de los demás. Es entonces cuando el impacto se distribuye entre todos los elementos por igual, cuando nos miramos los unos a los otros y sonreímos pensando “caray, vaya viajecito”, pero con la tranquilidad de que no nos veremos -ni nosotros ni nuestros acompañantes ocasionales- rodando por el suelo del autobús a las primeras de cambio.

Es una solución válida para esos parones y acelerones que podríamos llamar corrientes, los que cabe esperar en un trayecto con el suficiente recorrido. Pero si en vez de un frenazo incómodo lo que sucede es una parada en seco provocada por un choque o un accidente, entonces esa masa casi compacta se vuelve en nuestra contra, causando el aplastamiento por los extremos. Lo que parecía una buena estrategia de protección se convierte en un remedio peor que el mal que se quería evitar.

Cabría otra respuesta (más de una, seguramente); la de pensar que el carril por el que avanzamos en realidad solo es uno de los caminos posibles por los que avanzar, pero no el único; la de saltarse la divisoria y trazar un camino diferente, sin hacer caso del dibujo señalizado en el asfalto. Hace falta un conductor sagaz, eso sí, que sea capaz de manejarse en un entorno abierto, con una mirada más amplia que la que le servía en su recorrido encarrilado. Seguramente es una decisión que el conductor por sí solo no se atreva a tomar, pero quizás lo haga si cuenta con la colaboración de los pasajeros que, al fin y al cabo, son -somos- los primeros interesados en seguir nuestro viaje sin arriesgar nuestro pellejo.

En todo caso, lo que no muestra tener demasiado sentido es pensar que pueda llegar a haber tantos autobuses como para que todo el mundo encuentre un sitio en el que sentarse. A la vista está que hay demasiada gente esperando en la calle.

(artículo publicado originalmente en LinkedIn el 01.10.2020)

(foto: ina carolino on unsplash)

El elefante en el aula

Todos los lamentos de los últimos años en torno a la educación de nuestros hijos se resumen en que no sabíamos para qué mundo les estábamos educando. Simplemente porque no sabíamos hacia qué mundo nos queremos dirigir. Sin horizonte no hay estrategia ni mucho menos opciones de camino.

El gran colapso del que no se habla es el del sistema educativo. El covid19 nos ha abierto los ojos a la caída de nuestro sistema de garantías sociales por un lado evidente, el de la sanidad recortada, que ha dejado sin protección fundamentalmente a esa tercera edad que todos pretendíamos alcanzar con tranquilidad, con seguridad. Pero ha caído también por otro lado menos visible, el de la primera edad. Así, la población activa -o lo que queda de ella- miramos a un lado y otro de nuestro pasado y futuro sin comprender qué diablos nos ha ocurrido. En solo dos meses hemos descubierto no solo que el rey iba desnudo sino además completamente parcheado de prótesis para disimular sus muchas cojeras.

Si la única respuesta que somos capaces de articular es la de planificar distintos protocolos y escenarios de asistencia y distanciamiento de los alumnos para seguir “yendo” a clase, mal andamos. La primera pandemia global conduce indefectiblemente a un replanteamiento global de la sociedad, y solo se puede decir que ya era hora. Todos los lamentos de los últimos años en torno a la educación de nuestros hijos se resumen en que no sabíamos para qué mundo les estábamos educando. Simplemente porque no sabíamos hacia qué mundo nos queremos dirigir. Sin horizonte no hay estrategia ni mucho menos opciones de camino.

La sociedad de consumo fue perfilando la escuela por un lado como un confinamiento seguro de niños y jóvenes, aislados de las tareas y responsabilidades de los mayores, a diferencia de lo que ocurría en un pasado no muy lejano. Por otro, se fue desarrollando hasta sus últimas consecuencias el considerar la educación como una preparación para la carrera laboral, una taylorización de la formación en la que cada fase del aprendizaje solo tiene sentido si es útil para la siguiente etapa, abundando en un cortoplacismo que retrata a las sociedades capitalistas occidentales del último siglo.

¿Para qué sirve educar (es decir, conducir) si no se sabe el destino de la nave? Mientras acudimos apresurados a cortar las vías de agua se nos olvida que un barco a la deriva vale tanto como uno hundido. Metidos en la faena de reformar por causa de fuerza mayor el modelo educativo, ¿por qué no dedicar un poco de tiempo a pensar para qué mundo educamos? De paso es muy probable que consigamos no solo reeducarnos también nosotros sino llegar a crear esa nueva narrativa (ese nuevo mito, que diría Yuvari) que tanto se echa en falta.

(publicado originalmente en LinkedIn el 29.04.2020)

Lo imposible

El coronavirus introduce un tipo de shock nunca antes visto (si no, no sería shock), el de la pandemia en la era digital, es decir en el momento en el que las medidas de control ya no es necesario que sean físicamente evidentes. Al margen de que se encuentre antes o después la vacuna y se salven más o menos millones de vidas, el clamor inmediato de la mayoría superviviente será una reedición del “nunca más”. Y la respuesta bien podría ser la de introducir nuevos protocolos de seguimiento y vigilancia médica que, aunque vulneren una capa más de nuestra intimidad, nos protejan de que se dé el caso de un nuevo paciente cero no detectado de cualquier futuro virus y capaz de iniciar otra pandemia en cualquier momento.

Cada crisis de seguridad, y la del coronavirus lo es, ha acarreado generalmente la misma serie de efectos. Son los mismos que, por mucho que se repita una y otra vez, sirven de soporte a la célebre “doctrina del shock”. La angustia y el terror provocado por el “choque”, ya sea la caída de las Gemelas, la de Lehman Bros o la gripe aviar conducen a un asombro paralizador en la población, noqueada por un suceso “imposible de creer”. Inmediatamente ese miedo nos revela la fragilidad de nuestras bases y creencias más sólidas, provocando un efecto dominó que “contagia” a todas nuestras referencias y asideros. Si algo que es imposible ha sucedido, entonces todo es posible.

Ahí es donde cualquier información es cuestionada y toda mentira valorada; se diluye la barrera que protegía nuestras certezas, y el cerebro, tanto el individual como el colectivo comienza a perseguir desesperadamente nuevas certezas para no perder pie y volverse loco. En esa ansiosa búsqueda el análisis tranquilo y meditado ya no tiene lugar. Los argumentos inmediatos y simples serán por tanto los más fácilmente aceptados, puesto que son los más deseados. Queremos una respuesta tan rápida como el rayo que nos acaba de partir por la mitad.

Es en este momento cuando somos capaces de aceptar las proposiciones más radicales, las mismas que hubiéramos rechazado con indignación cinco minutos antes del impacto. De la caída de las Gemelas surgió un nuevo protocolo de vigilancia de las transmisiones entre ciudadanos que nos hubiera recordado a las escuchas de la Stasi y que hoy ya vivimos como algo natural. De la crisis financiera del 2008 surgió un nuevo marco de relaciones laborales que terminó casi por completo con las garantías alcanzadas por décadas de lucha obrera y estado del bienestar, entre otras mil consecuencias, algunas de mucho más calado aunque menor visibilidad aparente.

En cada caso, las crisis conducen a una petición clamorosa de mayor seguridad, mayor vigilancia, mayor control para que no nos vuelva a ocurrir lo mismo. En cada crisis cedemos una parcela de libertad a cambio de una mayor dosis de seguridad; una obligación más, un derecho menos. Nada nuevo bajo el sol.

El coronavirus introduce un tipo de shock nunca antes visto (si no, no sería shock), el de la pandemia en la era digital, es decir en el momento en el que las medidas de control ya no es necesario que sean físicamente evidentes. Al margen de que se encuentre antes o después la vacuna y se salven más o menos millones de vidas, el clamor inmediato de la mayoría superviviente será una reedición del “nunca más”. Y la respuesta bien podría ser la de introducir nuevos protocolos de seguimiento y vigilancia médica que, aunque vulneren una capa más de nuestra intimidad, nos protejan de que se dé el caso de un nuevo paciente cero no detectado de cualquier futuro virus y capaz de iniciar otra pandemia en cualquier momento.

¿Quién se opondría hoy a que a partir de ahora todos tengamos que llevar un chip subcutáneo que informe de nuestro estado de salud en tiempo real si con eso tenemos la seguridad de que otro posible coronavirus no llegue nunca a propagarse como lo ha hecho el actual? ¿O a que, como en la película Gattaca, se haga un análisis de sangre o saliva todas las mañanas al entrar en el trabajo, o en cualquier espacio público, empezando por los colegios de nuestros hijos? ¿Quién se negaría si además le ofrecen la ventaja de descubrir a partir de ese momento el primer indicio de una posible enfermedad, con el consiguiente ahorro de dinero en medicamentos y de malos tragos?

¿Quién pensaría en los efectos secundarios de ese control tan saludable? Efectos que podemos suponer y también otros que comienzan a incurrir por el camino de la distopía. ¿Acaso no se da acceso y publicidad de la morosidad financiera de cada uno y se elaboran las famosas “listas negras” para que los demás queden avisados? ¿Por qué no, en aras de la misma prevención, se pueden plantear esos perímetros de protección respecto a nuestras “deudas” de salud? Suena imposible, ¿verdad? Todo lo distópico lo es hasta que buscamos respuestas desesperadas a lo que no esperábamos que nos ocurriera.

Por estirar un poco más el argumento morboso de ahondar en lo imposible. Algunos países como Italia o España han decretado el confinamiento preventivo de la población en sus domicilios, una medida que hemos recibido con mucha menos angustia (incluso con alivio) que en casos similares del siglo pasado gracias a la existencia de herramientas digitales que permiten el teletrabajo. Avancemos un poco en el tiempo, la crisis del sistema sanitario se ha superado, y toca volver a nuestro puesto en el lugar de trabajo. ¿Pero quién nos garantiza que cualquiera de nosotros no tenga una enfermedad indetectada y que no estemos en riesgo de que todo vuelva a empezar? ¿Quién asegura que no late una cepa vírica dormida en el organismo de cualquier trabajador que pueda activarse en el momento menos pensado? Sería sano que todos demostráramos nuestra buena salud cada día, ¿verdad? Por todos nuestros compañeros y por nosotros los primeros. En caso de duda, además, mejor mantener la distancia de seguridad. ¿Por qué no aprovechar para eliminar puestos de trabajo que se han demostrado innecesarios durante la crisis? ¿Por qué no reducir el exceso de plantilla aprovechando que es “por la salud de todos”? ¿Y si muchos de los que hemos salido un día de la oficina ya no pudiéramos volver a entrar y fuéramos señalados por ello no como víctimas sino como potenciales culpables?

La conspiranoia habitual es la que dice que el objetivo de la guerra biológica -considerando el coronavirus como parte de esa guerra- es el de diezmar a la población. Es una hipótesis que abunda en la doctrina del Club de Roma y de otros lobbies que apuntan a la superpoblación del planeta como el gran factor responsable de nuestros problemas. ¿Pero acaso no ha sido la cantidad la que nos ha conducido a la multiplicación exponencial de nuestras capacidades, también las científicas y tecnológicas? Es difícil separar lo que es problema y lo que no lo es a la hora de analizar una situación. Intervienen aspectos tan difusos como situar temporalmente el inicio y el fin del período a analizar o los rangos de lo que podríamos considerar “excesivo”. Pecando de redundante, excesivo es lo que nos supera, lo que excede a nuestro control. La población, en ese sentido, no sería ni mucha ni poca sino controlable o incontrolable. Aquí es donde el objetivo de una guerra biológica difiere del de las guerras de los siglos pasados, no tanto el de causar bajas como el de imponer medidas de control de la población cada vez más estrictas. Basta acudir a la Máquina de “Matrix” para aventurar el límite último de ese escenario de millones de individuos sometidos al máximo nivel de confinamiento posible.

Dejando ya el terreno de la distopía, la crisis del coronavirus es sanitaria, de seguridad y, sobre todo, de confianza, como lo han sido todas las crisis previas, la del terrorismo islamista, la de Lehman, las medioambientales, la de los refugiados sirios, etc, etc. Crisis por capítulos de un modelo de civilización en declive y transición hacia otro muy diferente.

La del coronavirus es la primera pandemia, además, que hemos transmitido por las redes sociales en este nuevo multiverso mediático en el que todos somos emisores y receptores simultáneos. El big data que estamos generando, una vez analizadas sus dimensiones y correlaciones va a permitirnos, por ejemplo detectar los indicios previos a enfermedades como nunca antes, pero también va a permitir perfeccionar el conocimiento previo de la velocidad y forma de propagación de una noticia alarmante, así como de su impacto en todos los ámbitos (financiero, social, político…), y sobre esos modelos realizar nuevos “ensayos” de choque y modelos de predicción más certeros.

El factor social media supone un paso más, también, en la escala de eficiencia a la hora de infundir alarma, ansiedad, miedo… en una población. Apenas hace medio siglo la inversión necesaria para someter a la población de un país era enorme. Baste recordar la de millones de dólares y miles de vidas humanas que se cobró el ejercicio de poder y control de la población de Argentina, Bolivia, Chile y otros países latinoamericanos mediante golpes militares y dictaduras. El coste de financiar corrupción, policías paralelas, asesinatos selectivos o indiscriminados, ocultación de pruebas, propaganda, desinformación, impunidad… era considerablemente más elevado que el que hoy se necesita para mantener a la población de todo un planeta asustada en sus casas y pidiendo árnica en forma de leyes cada vez más restrictivas con la libertad individual. Gracias a la globalización acelerada de los medios de comunicación, el efecto dominó del miedo y la desconfianza es hoy más accesible y barato que nunca.

Cada vez cuesta menos colapsar un sistema enormemente interrelacionado como es el actual escenario global. A eso se refería Asimov en su “trilogía de la Fundación”; cuanto más intradependiente es el sistema, más rápido es su colapso. La del coronavirus no es una crisis sanitaria, es otra cara más de una crisis de sistema. Quizás toque aquí aprender precisamente de los expertos en ciberseguridad, que son los que se enfrentan con asiduidad a virus tan imprevisibles y globales como el actual. ¿Cuáles son los “cortafuegos”, los almacenes de respaldo, los cambios de hábito que necesitaríamos habilitar para que no lleguemos a un apagón de nuestro sistema de derechos tan brutal que después, tal y como ocurrió con la caída del Imperio Romano, nos cueste muchos años, demasiados, en volver a reiniciar? Por el momento, creo que voy a aprovechar este momento de impasse para volver a ver “Las uvas de la ira”, de John Ford, aunque solo sea para no olvidar lo inolvidable.