El callejón del dato (la sociedad disociada, cap.2)

Uno de los chilenismos que se me quedaron grabados (para siempre) reza «la culpa no es del chancho sino del que le da el afrecho». Dicho de otro modo… ¿responde de verdad Google a lo que le preguntamos? ¿O acabamos aceptando pulpo como animal de compañía -en todos los sentidos de la palabra «pulpo» y «compañía»-?

¿No te ha ocurrido nunca que estabas buscando algo muy concreto en Google y por mucho que lo definías con la mayor de las precisiones que se te ocurría, no conseguías dar con ello de ninguna de las maneras?

En realidad lo que tú crees que son palabras para nuestro “buscador por defecto” son solo “apariencias de palabra”, formas sin el contenido con el que nosotros las llenamos. El algoritmo no entiende todavía el significado “real” de tu pregunta (aunque continúa aprendiendo, y en parte gracias a ese objetivo la neurociencia hoy avanza que es una barbaridad). Lo que hace simplemente es relacionar estadísticamente cuántas veces aparece esa carcasa, eso que creemos que es una palabra completa, y la frecuencia en la que se acompaña del resto de miles o millones de otras “máscaras”.

El motor de búsqueda selecciona de entre todas las veces que la encuentra por la Red aquellas que tienen más probabilidades de acierto. ¿En qué se basa? Bueno, ahí está la fórmula secreta de la cocacola de la era digital. Nadie lo sabe a ciencia cierta salvo sus “embotelladores”. El resto de los mortales confiamos ¿ciegamente? en que el algoritmo se adapta y muta continuamente para respondernos mejor, con más precisión cada vez, apoyándose en las respuestas que validamos con nuestros clics. Trillones de interacciones cada día que hacen de la Red ese organismo vivo tan colosal.

Continuamente incorporamos nuevas palabras y metapalabras a esa nube aparentemente sin fondo… Muchas de ellas con el único objetivo de que el algoritmo las elija por delante de otras, y ascender así unos peldaños en el ranking de las respuestas que ofrece, hasta conseguir entrar en el “top ten” de la primera página, aquella de la que nunca pasa el 90% de los usuarios. O lo que es lo mismo, se vuelcan incesantemente palabras con la sola intención de NO darnos la respuesta que buscamos o necesitamos, sino la que a otros les interesa que encontremos. Así, esos que llamamos “expertos en optimización SEO” dedican ingentes cantidades de tiempo, talento y esfuerzo (y, sí, también mucho dinero) en intoxicar al buscador, en despistarle, en liarle para que se confunda y entienda como respuesta algo que en realidad no lo es, en cuanto pervierte la naturaleza de lo que se le pregunta.

En nuestro afán de respuesta bajamos las barreras, porque nuestro cerebro es así de impaciente. En cuanto le hacen una pregunta se vuelve loco por encontrar una solución, y ese deseo es tan fuerte que nos lleva a confiar en que esa máquina que lo computa absolutamente todo no puede ser engañada. Pero… ¿cómo no engañar con un buen disfraz a quien no sabe qué tendría que haber debajo de él?

Asistimos a una partida de ajedrez interminable. Mientras Google afina su algoritmo para respondernos mejor, los que buscan burlar al buscador hacen lo propio. De este modo, una parte de la partida cada vez mayor la juegan ya solo las máquinas entre ellas. Como con los clones de la cocacola la ingeniería inversa para encontrar la fórmula del algoritmo implica cada vez más a máquinas que descodifiquen lo que otra codificó primero. Así, lo que era un algoritmo pensado para entender al ser humano y brindarle acceso rápido a un universo de conocimiento en expansión se va transformando -por obra y gracia del afán de negocio- en un mero distribuidor de respuestas comerciales.

Según el momento o el foro protestamos contra el poder omnisciente de Google. Mientras lo hacemos no dejamos de aprovechar, eso sí, para contribuir a su intoxicación en beneficio de nuestros intereses particulares. Contratamos a los “optimizadores” para que nos muestren qué palabras usar si queremos ser vistos antes que otros, y acabamos por no decir lo que pensamos en realidad, sino lo que nos han dicho que servirá para que nos presten atención.

Ahora que el debate sobre la fiscalidad (es decir el control o la limitación) de las Big Tech está sobre la mesa, sería interesante tal vez que nos planteemos hasta qué punto hemos pervertido nosotros mismos una herramienta capaz de aportar a nuestra sociedad tantos beneficios. ¿Habría manera de reorientar esa deriva que nos ha conducido hacia una distribución del conocimiento sesgada por el interés? Me viene a la cabeza la diferencia entre televisiones públicas y privadas (evidentemente, me refiero a las de aquellos países donde la distinción es clara). ¿Cabe la posibilidad de que se pudiera acceder a un “Public Google” (a una Red, en definitiva) en la que no tuviera cabida ni la publicidad ni el “content marketing” ni la intoxicación comercial, y que se financiara total o parcialmente con los beneficios de ese otro “Private Google” que continuara sirviéndonos para encontrar los productos y servicios del mundo? ¿Podría replicarse algo así en las redes sociales en las que constantemente nos bombardean con publicidad simplemente porque nos han hecho creer que eran un servicio gratuito?

¿Suena descabellado? ¿Por qué? ¿Si hubiéramos tenido la oportunidad de definir desde cero cómo debiera ser la Red, acaso habríamos elegido que se convirtiera en un megabazar? El hecho de que ahora lo sea no significa que tenga necesariamente que seguir siéndolo. En todo caso, no le eches la culpa de las respuestas que recibes al algoritmo. La máquina solo nos devuelve el reflejo de lo que le enseñamos cada día. Si esa imagen que nos muestra está deformada, no es el espejo, en este caso, el autor del esperpento. 

Artículo publicado originalmente en Linkedin el 03.02.21

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