PreCog para principiantes

El futuro no está escrito, claro, pero sí previsto. Los datos son para las predicciones, para las decisiones sobre ese futuro que queremos que ocurra… o que no ocurra. ¿Qué sucede cuando el 5G se alía con el algoritmo y nos permite actuar sobre lo que todavía no ha ocurrido? ¿Acaso estamos confinados en nuestras casas y limitados en nuestros movimientos por haber caído enfermos? ¿O por la probabilidad de llegar a estarlo? Este es un breve relato de domingo, un divertimento 🙂 Nada de lo que preocuparse que no esté ya previsto.

ESC.1: EXT. CARRETERA. DÍA.

JOHN conduce su Tesla por la carretera de la costa. Luce el sol de California y en su mente paladea por anticipado el fin de semana que acaba de comenzar, camino de su casa en la playa. La semana ha sido más que productiva en el bufete del que es socio; han ganado dos casos y una de las grandes firmas de Silicon Valley acaba de incorporarles a su nómina de consultores legales a razón de mil quinientos dólares por hora. Nada mal para un abogado de 55 años sin hijos ni esposa con los que compartir sus ganancias.

El coche traza con suavidad una curva tras otra. Gracias a la conectividad 5G, la geolocalización es inmediata, y ayuda a que la programación del ordenador de a bordo convierta la conducción en un desplazamiento tan suave como preciso. John recuerda cuando -de niño- se mareaba en el asiento de atrás del coche de su madre, a cada frenazo y acelerón en la entrada y salida de las curvas más retratadas de la historia del cine. Es cierto que conducir se ha convertido en algo tan poco personal, tan automático incluso -como cuando necesita dedicar su atención a una videollamada con algún cliente- que casi ya no se le puede llamar conducir.

De todos modos -piensa- el precio por haber sacrificado la “emoción del piloto” a cambio de convertir los accidentes automovilísticos en una anécdota estadística se puede considerar un acuerdo que aceptaría hasta el más ambicioso abogado de California. Inmerso en su feliz pensamiento, a John le costaría imaginar que -en ese mismo cielo despejado y luminoso bajo el que circula- flote una inmensa nube invisible dentro de la que se está produciendo una intensa actividad eléctrica.

A menos de un kilómetro del punto por el que ahora mismo avanza el Tesla de John, a la salida de una curva cerrada, una vieja camioneta ha sufrido un reventón en una de sus ruedas. Sí, todavía quedan vehículos de la era predigital en circulación, de los que no disponen de dispositivos conectados que adviertan del desgaste de sus piezas y ayuden a prevenir ese tipo de accidentes. Por suerte, la red de sensores que desplegó hace unos años el departamento estatal de carreteras ha transmitido a la nube todos los datos para poder activar los sistemas de asistencia. Policía y sanitarios se dirigen ya hacia el lugar, pero el riesgo inmediato que los ordenadores están tratando de calcular y contrarrestar es el que amenaza a los coches que, como el de John, avanzan rápidamente en dirección a la furgoneta volcada.

Automáticamente, todos ellos reciben un aviso en el interfaz visual de su vehículo. El que se encontraba más adelantado, justo antes de doblar la curva, frena en seco. Los sistemas de antideslizamiento y otros elementos de seguridad se activan al instante, pero la inercia del desplazamiento es tan fuerte que el coche comienza a hacer trompos, completamente fuera del control de su conductor. En su interior, una pareja de universitarios, reaccionan instintivamente tapándose la cara con los brazos, a medida que ven acercarse el inminente golpe contra la furgoneta.

A un lado la escarpada ladera, al otro el acantilado sobre el Pacífico, el choque en cadena es inevitable. Cada uno de los cinco coches irá añadiendo su propia inercia a la colisión, de manera que todos ellos se conviertan al mismo tiempo en golpeados y golpeadores. Cada coche que llegue a impactar a los anteriores hará que estos repliquen ese impacto en los demás, una y otra vez, en un martilleo que repercuta en cada herida sufrida, incrementando las posibilidades de que el resultado llegue a ser fatal para muchos de sus ocupantes.

Mientras, en la nube, la Inteligencia Artificial maneja todos los datos de los que dispone sobre todos y cada uno los vehículos y sus ocupantes: edad, estado civil, número de personas a su cargo, historial sanitario y expectativa de años de vida, pólizas de seguro contratadas, modelo de vehículo, así como su tamaño, peso, antigüedad, tipo de combustible, neumáticos, frenos y otros elementos mecánicos. Los cruza con la cartografía disponible y los datos actualizados de conservación del asfalto, la composición del firme, su nivel de humedad y porcentaje previsible de deslizamiento, así como del estado y la capacidad de resistencia dinámica de las barreras laterales, aplica los programas existentes sobre cálculo de trayectorias,…

El algoritmo que tiene en cuenta todos esos datos está haciendo su trabajo de algoritmo, claro. Su misión es emitir una conclusión, un veredicto automatizado que alcance la máxima eficiencia en la decisión que haya que tomar con el criterio con el que sus programadores lo han configurado: salvar el mayor posible número de vidas humanas. Cuando el gobernador lo presentó a los medios de comunicación durante la precampaña electoral su popularidad aumentó de tal modo que ya nadie puso en duda que saldría reelegido. La aprobación por parte de los electores fue instantánea; un 96% de ellos aceptaron todas las condiciones para su aplicación, pulsando el botón correspondiente, entre ellas la de renunciar a cualquier reclamación por daños personales si se producían en el contexto de un bien mayor para la comunidad. John también firmó, claro. ¿Quién podría oponerse a un bien común argumentado con la infalible y sólida expresión matemática en vez de con la subjetividad del político o del funcionario?

En décimas de segundo, en “tiempo real”, como ha terminado por aceptarse masivamente la expresión comúnmente asociada al 5G, el algoritmo ha diagnosticado que la mejor manera de evitar la concatenación siniestra de daños humanos es -con un 98,65% de efectividad- que uno de los automóviles de la cadena sea eliminado. De este modo, el espacio vacío permitirá que el vehículo siguiente disponga de espacio suficiente como para frenar sin perder el control y evitar así el impacto. De repente, John, 55 años, soltero, sin personas a su cargo, y con un historial médico plagado de arritmias y una expectativa de vida de 22 años, observa como la pantalla del ordenador de a bordo de su vehículo cambia de color, y anuncia con un pequeño rótulo que acaba de pasar a ser controlado remotamente en función de la ley estatal de protección de vidas humanas. Las ruedas cambian bruscamente su dirección y enfilan el coche hacia la barrera que delimita el borde del acantilado.

Sin poder evitarlo, sin llegar a pensarlo siquiera, John se convierte en el heroico ocupante que “decidió” lanzarse al vacío de la costa californiana para salvar la vida de una pareja de universitarios, de una madre que acababa de recoger a sus dos niños pequeños de la guardería, y de otros a los que, como ellos, se les presumía más futuro, más posibilidades, más recorrido vital.

No había sido un mal pacto; lo hubiera firmado hasta el abogado más ambicioso de California.

Artículo publicado originalmente en Linkedin el 14.02.21