El otro día llamaron al telefonillo. Estábamos mi hijo de 15 años y yo en casa, cada uno en su cuarto y con su ordenador, él teleasistiendo a clase, yo igual, pero a una reunión de la oficina. Los que convivan con al menos un adolescente bajo el mismo techo sabrán de su extraordinaria capacidad para hacer oídos sordos a todo lo que no les interesa, así que, efectivamente, puse mi cámara en pausa y el micro en silencio, y me dirigí a la puerta confiando en que a nadie se le ocurriera preguntarme algo en ese preciso momento.
– Amizona, un paquete
Pulsé el botón, escuché cómo se abría la cancela del portal y esperé a que subiera el mensajero. Supuse que sería algo que me enviaban de la oficina o, si no, un pedido de mi hijo, ya que es muy raro que se me ocurra acudir a la teletienda virtual, por motivos que no viene al caso describir aquí.
Timbre. Abro. El mensajero me extiende un paquete mientras pregunta por un nombre, el de mi hijo.
– Sí, es aquí, qué es, pregunto.
– No sé, ¿Puede firmar como que ha recibido el envío?
– Un momento que lo inspeccione, no sea que venga en mal estado y luego tenga que solucionarlo por mi cuenta (cara de impaciencia del mensajero, claro)
Miro el remitente del envío, una empresa que no me suena de nada, “Telefarma”, y me pregunto qué será lo que mi hijo habrá encargado a una tienda con semejante nombre. Abro el paquete, con cuidado, no sea que no me lo acepten de vuelta (cara de infinita impaciencia del mensajero).
Un sobre sin ninguna señal ni signo, ni logo, prácticamente plano y sellado con un cierre zip. Lo abro por donde indica la hendidura de la esquina y vuelco su contenido sobre la mesa. Caen tres sobres de pequeño tamaño, transparentes, uno con pastillas de colores, otro con un polvillo blanco, otro con unos pequeños cogollos verdes que identifico rápidamente como marihuana. Está claro el tipo de farmacología que contienen los tres. Miro al mensajero con cara de estupor, terror, como si fuera a mostrar en ese preciso instante la placa de policía y me dijera que he caído en la trampa antes de leerme mis derechos, ponerme las esposas y llevarme al furgón policial. Escucho mi nombre con insistencia por el auricular. Empiezo a pensar si algo de lo que hay ahí sobre la mesa podría servirme para salvarme del infarto fulminante que me va a dar de un segundo a otro. Hiperventilo.
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Para mi sorpresa, parece que el infarto se demora, así que haciendo acopio de toda la -poca- tranquilidad que me queda en el cuerpo, pregunto al mensajero.
– Oiga, ¿esto es droga?
El mensajero me mira sin cambiar el gesto.
– ¿Y yo qué sé? ¿No lo ha pedido usted?
– No, viene a nombre de mi hijo.
– Pues su hijo.
– Mi hijo tiene 15 años
– Y a mí qué me cuenta
– Vamos a ver, que me está usted entregando un paquete con un surtido de drogas para un menor, no sé si se da cuenta que está usted cometiendo un delito.
– Yo no he hecho nada malo, eh, que yo simplemente recojo un paquete que me dan y lo entrego donde me dicen. Punto. Así que si no le importa, ¿me firma aquí? Que tengo más entregas y no puedo entretenerme.
Noto que la sangre está empezando a coger temperatura. Pero antes de que hierva pienso que es mejor no estallar, no todavía. Así que mando un wassup a uno de mis colegas diciéndole que no estoy en la reunión por una emergencia familiar. Me quito el auricular.
– No, usted no se va todavía, hasta que no me entere de qué va esto. ¿Es usted un falso mensajero o qué? (algo he leído en los periódicos).
El mensajero se lleva la mano a la trasera de su pantalón. Todavía no estoy tan convencido de estar dentro de un episodio de «Narcos», así que no llego a temer por mi vida. Hago bien, porque el hombre simplemente saca una carterilla algo sobada, de la que extrae un documento que le identifica como mensajero de “Amizona”.
– No entiendo nada, ¿Amizona reparte droga a menores?
– Qué quiere que le diga. Mire, si quiere, hable con mi supervisor.
– Ok deme su teléfono.
– ¿Y me puedo marchar?
– Un momento que me respondan, le digo, mientras marco el número.
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Contestan al otro lado. Amizona, dígame.
– Quiero hablar con el señor…..
– Le paso… Manténgase a la espera por favor… De parte de? … Manténgase a la espera…
Miro al repartidor. Conciencia de solidaridad entre trabajadores. Tapo el auricular. (Ok, se puede marchar, pero déjeme que apunte sus datos primero).
Escribo mientras suena la música de espera.
– ¿Me firma entonces la conformidad del envío?
Le miro como si me estuviera preguntando si quiero apuntarme a un club de terraplanistas, sin odio, simplemente dudando de que dentro de su cabeza haya un órgano que sirva para algo racional.
– Mire, váyase, no le firmo nada, cómo le voy a firmar que estoy conforme con recibir drogas a domicilio para un menor, ¿está usted mal de la cabeza?
Creo que he levantado algo la voz. El hombre se ha lanzado escaleras abajo y la vecina de enfrente ha abierto la puerta como si hubiera saltado la alarma de incendio.
¡No pasa nada, vecina! sonrío a gritos. Y me meto en casa, cerrando la puerta. Veo a mi hijo aparecer por el pasillo, se acerca. Ve los sobrecitos encima de la mesa. Se le demuda el semblante (menos mal, alguien que sabe que la ha cagado, todavía no me he vuelto loco). Va a abrir la boca y le hago un gesto para que no diga nada. Acaban de responder al otro lado de la línea.
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– Soy el señor…. dígame.
Me vuelvo a identificar, cuento lo que acaba de suceder. Espero una explicación. Pausa.
Escucho teclear. Pausa.
– ¿Entonces, el envío no era para usted?
Le pregunto a mi hijo en un susurro a bocajarro. ¿Tú has pedido esto? Asiente con la cabeza.
– Sí, bueno, no para mí, lo ha pedido mi hijo.
Al otro lado de la línea, el hombre continúa preguntando, muy formal él.
– ¿Ha llegado el producto en malas condiciones? Nuestra política de reembolso le permite devolver cualquier producto en el plazo de 48 horas sin cargo para…
Le corto.
– ¿Oiga, usted se ha enterado de lo que le he dicho?
Se lo resumo. Droga, Menor, Entrega en mano a domicilio.
– No entiendo su molestia con nuestro servicio, perdone, eso es algo que tendrá que hablar con su hijo. Nuestra compañía es enormemente respetuosa con la privacidad de nuestros clientes. Estamos orgullosos de mantener este compromiso incluso bajo la presión de…
Estallo (otro poquito)
– ¡¡¡Qué orgullo ni hostias!!! ¿¿¿Orgullo de hacer de camellos???
– Por favor, baje el tono, esta conversación está siendo grabada, le recuerdo, y nuestra política de atención especifica claramente que cualquier falta de respeto en el trato puede ser objeto de denuncia. Le ruego que…
– ¿Dice algo su política de compañía sobre vender droga a menores?
– No nos dedicamos a eso, así que..
– ¿¿¿Cómo que no??? Si la tengo delante de mis ojos, con el sobre con su logotipo, que ya me está pareciendo insultante la sonrisita esa que han dibujado.
El hombre se recompone, conciliador.
– Le comprendo, yo también soy padre, pero déjeme que se lo explique para ver si consigo que lo entienda usted también.
Para mis adentros pienso qué cojones tendré que entender, pero accedo, por si acaso el tipo se confía y suelta algo que pueda serme útil ante un juez.
– A ver…
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– Seré breve. ¿Me ha dicho que su hijo es menor de edad?
– Sí.
– ¿Ve? Nosotros eso no lo podemos saber. Si tiene una tarjeta de crédito y usa el nombre y la clave de esa tarjeta, damos por sentado que es mayor de edad.
Miro a mi hijo con ojos de láser aniquilador.
– Un momento – le interrumpo – precisamente porque es menor de edad, si él comete una torpeza, o la pifia, se supone que debemos prever ese supuesto y ayudarle a corregirla para evitar consecuencias mayores, ¿no es así?
– Ya le digo, para eso ponemos el filtro de la tarjeta de crédito. Más no podemos hacer, ¿no cree?
– Mejor me callo sobre lo que pueden o no hacer, digo, mientras pienso en los millones de dólares que cotizan en Bolsa los de Amizona.
– Además, nosotros no podemos abrir cada paquete que enviamos, primero por privacidad, segundo por logística, y tercero porque imagínese el lío si cualquiera pudiera demandarnos por meter en los paquetes que entregamos, qué se yo, cualquier…
– ¿Droga? -le corto- sí, claro, me hago una idea, no sabe cómo me hago una idea.
– Veo que no me quiere entender. Le pondré un ejemplo sencillo. Dígame, ¿su hijo ve vídeos porno?
Mi estupefacción ya está en el nivel de pensar si mi hijo me habrá echado algún tipo de ácido lisérgico en el vaso del café en el desayuno y si todo esto no será un mal viaje.
– ¿Qué tendrá que ver?
– ¿Lo hace? Sería lo más habitual, dada su edad, la mayoría de los chicos a esa edad lo hacen, bueno, lo hicimos, no?
– ¿Y qué si ve vídeos porno?
– ¿Siendo menor, no debería, verdad?
– No, claro que no, de hecho no lo sé, lo supongo, como dice usted.
– ¿Y quién se los facilita? ¿Le ha dado usted permiso?
– ¡Por supuesto que no! Si los ve, será en su teléfono, o en su tablet o en el PC, como todos, digo yo, y sin mi permiso, solo faltaba, ¿Por quién me toma?
– Por un padre responsable y preocupado por la salud de su hijo, se lo aseguro.
– Sí, señor, eso justo es lo que soy
– No me cabe duda, sin embargo su hijo, menor de edad, consume un contenido ilegal, eso es indiscutible.
Miro a mi hijo con ojos fríos tratando de calcular cuánto tardará en disolverse su cuerpo en ácido, una vez que lo haya descuartizado.
– Y ese contenido ilegal, se lo digo por si no lo sabe, está fabricado casi en su totalidad en países de fuera de su territorio nacional, la gran mayoría en el Valle de San Fernando, muy cerca de Los Ángeles, en California.
– La verdad, me importa un guano. ¿Puede abreviar?
– ¿No ha pensado quién es el que provee de ese contenido ilegal a su hijo, o a tantos y tantos chavales que lo consumen?
– Los de Los Ángeles, ¿no ha dicho?
– No, esos son fabricantes, productoras… ellos se limitan a grabar y empaquetar el contenido, pero necesitan una empresa de “transporte”, por así decir.
– Claro, Internet.
Noto la sonrisa al otro lado de la línea, ya me tiene donde quería, parece.
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– No, hombre, no, Internet es el soporte, pongamos que es como la carretera por la que transitan nuestras furgonetas. Pero los “paquetes de contenidos” de Internet se los entrega un transportista de telecomunicaciones.
– ¿Como “Movifone”?
– Justo. ¿Son ellos con los que tiene contratadas sus líneas de móvil, su servicio de fibra, su wifi…?
– Sí, claro, pero no entiendo qué tiene que ver con el porno. Eso está ahí, para cualquiera, ¿no? Lo podría hacer cualquiera.
– Bueno, cualquiera que tenga una red de provisión de servicios de telecomunicaciones, sí, desde luego (y venga la sonrisita, como si por no verla…).
– Pero ellos no saben lo que yo veo o dejo de ver (lo digo sin mucha convicción, la verdad).
– Bueno, son los que transportan la señal. Lo que vaya dentro, como nosotros con los paquetes, ellos no deberían saberlo, aunque ya le digo que si algo sale de un servidor que se llama “Pornland” casi seguro que lo que transmite no son tutoriales de cocina, no sé si me explico.
– Ah, lo admite, ustedes saben lo que manda “Telefarma” y lo consienten.
– Entre usted y yo, lo importante no es si lo sabemos, es si usted puede demostrar si lo sabemos, en el supuesto caso de que fuera así. Permítame un segundo más, ya termino.
(…)
– Seguramente Movifone le habrá facilitado un modo de impedir el acceso de su hijo a contenidos para adultos. ¿Lo ha activado?
– Sí, bueno, al principio, pero es que resultaba inútil, era demasiado estricto y al final el chaval no podía ni hacer los trabajos de clase, así que lo desactivamos.
– Ya, le entiendo, con nuestras tarjetas de crédito pasa lo mismo. Los chavales se quedan con el número y el código de seguridad en alguna otra compra y ya no tienen problema en pedir como si fueran mayores. Si yo le contara… hasta mi hijo me la lía y tiene solo diez años.
– Pero entonces, qué me está diciendo que haga.
– Lo que todos, nada.
– Nada (apenas he levantado la voz, miro a mi hijo, que aguarda expectante el veredicto final)
– Su compañía de telecomunicaciones lleva a su casa o al móvil de su hijo un contenido ilegal, como a millones de menores, chicos y chicas de todo el mundo. Según el informe “Save the Children”, el 70% de los chicos de 12 años consumen porno con regularidad. Las chicas, algo menos. Y nadie dice o hace nada al respecto. Digamos que la educación sexual de los menores está en manos de lo que decidan esos productores que le decía antes, durante toda su pubertad y adolescencia.
– Pero, bueno, eso no es tan…
– ¿Grave? Puede, piénselo. El algoritmo que alimenta una red social y que le suministra cada vez contenidos más personalizados, que sabe lo que ha visto e intuye lo que deseará ver a continuación… ¿cree que solo lo usan las redes sociales de los bailecitos y los memes? No me diga que es usted así de inocente. Desde el primer vídeo porno, millones de chicos y chicas menores de edad van recibiendo cada vez propuestas de contenido que les enganchan más y durante más tiempo, con la promesa de que el siguiente será aún «mejor». Al fin y al cabo, mantenerles pegados a su pantalla es el negocio de todas las redes sociales, todavía más el de aquellas que se siguen a escondidas.
– Pero la ley los perseguirá, no?
– ¿A quiénes? Ellos ponen en su página lo mismo que nosotros en la nuestra. “Por favor, confirma que tienes 18 años”. ¿Cree usted que algún chico con las hormonas desbocadas tendrá ningún problema en hacer clic si eso le permite acceder al contenido que desea? Ayyyy, estos padres…
– Entonces… lo de la droga… ¿no van a hacer nada?
– Podríamos, pero sería muy caro, muy costoso. Tampoco hay tantos que tengan la mala suerte de que alguien que no son ellos tenga la ocurrencia de abrir el envío. Podría usted demandarnos, si quiere, pero… mire, de padre a padre, no se lo aconsejo; nuestro departamento legal es incombustible. Yo se lo advierto, pero oiga, está en su derecho. De todos modos, piénselo un instante, si permite que su compañía de telecomunicaciones le sirva en bandeja de plata contenido ilegal a su hijo, por qué tendría que ser más exigente con nosotros. Parece usted alguien serio, coherente, con una ética de valores bien asentada…
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He dejado de escuchar, he dejado incluso el móvil encima de la mesa, la voz se extingue. Vuelvo a mirar a mi hijo, sin rabia, sin dolor, sin otra emoción que la que surge de la propia confusión. Fijo la vista sobre el sobrecito de las pastillas de colores y le pregunto:
– ¿Alguna de esas me puede hacer olvidar todo lo que ha pasado en esta última hora? ¿O por lo menos que me dé igual?
Mi hijo abre la bolsita y extrae una pastilla de color azul, que me ofrece sobre la palma de su mano abierta.
Me sonríe. Le sonrío. Cojo la pastilla azul y me la llevo a la boca.
Entro de nuevo en Matrix.
Artículo publicado originalmente en LinkedIn el 15.06.2022