El jarrón de incalculable valor (o Cómo matar un león con las manos)

Es un lugar común acudir a la primera copa o al primer cigarrillo (y antes a la primera visita al burdel) como un “rito de paso” hacia la edad adulta. Hasta tal punto está asumido que parece que hemos normalizado ese tipo de peaje sin preguntarnos la razón de que sea así, explorando los límites de nuestra salud. Las “locuras” de juventud forman parte de una tradición que, como tal, ni siquiera se discute, aunque recurrentemente la sociedad (así, de manera abstracta) se lamenta de que los chicos consuman sustancias tangibles o intangibles que no responden ya ni a la información de la que disponen ni al ejemplo que reciben de sus padres.

Así suelo contarlo. Un día recayó en mí la posesión de un jarrón de un valor extraordinario. Los que me conocen saben que no suelo dejarme llevar por tentaciones coleccionistas ni ningún otro tipo de fetichismo anticuario. No es que no los aprecie, al contrario, disfruto enormemente paseando entre las galerías de los museos de artes decorativas, especialmente el de Londres, pero más allá de esas visitas puntuales me incomodaría la presencia cotidiana de objetos tan imponentes. Intuyo que el sentido de la responsabilidad me llevaría a comportarme en su presencia como el ujier de uno de esos museos, aunque fuera en la intimidad de mi dormitorio.

Cuando uso el término “jarrón” no pretendo restarle valor alguno a aquella obra magnífica, pero no soy profesional ni entendido suficiente como para presumir aquí de nombres más precisos (que no sólo tendría que haber rebuscado en internet para dar con ellos sino que seguramente obligaría a más de uno a hacer lo mismo). Baste decir que sí, que era un jarrón antiguo, un jarrón conmovedor, admirable a los ojos de cualquiera.

Dos horas después de recibirlo, y de algunas tentativas de ubicarlo en dos o tres rincones de mi casa, más por cumplir con el trámite que por el deseo de encontrarle su sitio, había decidido que lo mejor que podía hacer con él sería regalarlo a quien supiera apreciarlo y, lo más importante, adoptarlo. Descarté uno por uno o en bloque a los amigos que tenían niños pequeños, pisos pequeños, gustos pequeños, igual que a los que ya tenían de todo y en gran cantidad. Ya que yo no iba a ser el que lo disfrutara pretendía, me parece, subrogar el placer de su posesión y que su nuevo propietario (o propietaria, aún no lo tenía claro) me regalara la satisfacción momentánea de saberle feliz a su vez con mi regalo. Después de aplicar todos los filtros y alguno más, un nombre destacó claramente entre todos los de mi lista de candidatos. Sin duda había encontrado al receptor perfecto (para un recipiente único, si se me permite el estrambote).

Persona de gusto y cultura, habitante solitario de un apartamento en el que cada cosa tenía su porqué, sin ningún pecado de exceso ni defecto, sin sucumbir a modas ni despreciar tendencias, confirmé con él (pues finalmente se trababa de un varón) una cita de inmediato, felicitándome por mi decisión, por mi elección y por la satisfacción -y la sorpresa- que estaba convencido de ir a causar. Aquella tarde me presenté en su casa con mi regalo perfectamente embalado. Había hecho acopio de algunos datos que reforzaran la historia del jarrón para que la entrega tuviera algo de solemne, como la de un embajador que se presentara por primera vez ante el rey de un país lejano.

Mi amigo se dejó avasallar sin perder la calma; ya me conoce en esos momentos entusiastas. Cuando puse punto y final a mi prólogo le invité a que se acercara a la mesa donde había depositado el paquete. Rememoramos aquel fotograma clásico de El Halcón Maltés mientras yo desenvolvía nervioso capa tras capa de papel, de burbuja, de más papel, hasta que el jarrón surgió como una Venus de Hollywood. “Ahora es tuyo”, le dije, “sé que tú lo tratarás como se merece”. “¿Mío, estás seguro, completamente mío?” Sonreí. “Por supuesto, es mi regalo. Es tuyo y puedes hacer con él lo que quieras”, se me ocurrió decir, y para reforzar la solidez de mi acción tomé el jarrón por sus extremos y se lo acerqué. “Tómalo. Es tuyo”.

Lo cogió por las asas. Lo sostuvo en alto y le dio la vuelta, acarició su superficie, acercó su oído a la boca, buscó el sello del ceramista, lo giró siguiendo la escena dibujada en el cuerpo, y finalmente me dijo: “voy a romperlo inmediatamente”.

Mi sonrisa se congeló y apenas tuve tiempo de sujetarle los antebrazos cuando ya estaba a punto de arrojarlo contra el suelo. “¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre? ¿Sabes lo que vale este jarrón? ¡Ni se te ocurra romperlo!”

Él bajó lentamente los brazos y, para mi tranquilidad, volvió a colocar el jarrón sobre la mesa, con mucha parsimonia. “Llévatelo. Hasta que decidas regalarlo de verdad”.

“¿Qué significa eso?”, le contesté sin poder contener la rabia, es decir, la frustración, el despecho. “Claro que te lo he regalado de verdad, pero no para romperlo, es un disparate, si lo llego a saber se lo hubiera dado a otro, cualquiera, seguro que nadie hubiera intentado lo que tú, no entiendo, por qué lo has hecho, ¿es que no te gusta? me lo podías haber dicho antes de aceptarlo, ¿no?”.

“Piénsalo”, me dijo muy tranquilamente en la primera pausa que hice para tomar aire. “Si no tengo tu permiso para romperlo, entonces, ¿de quién es el jarrón?”

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Cuando empecé a trabajar para una compañía tabacalera -una de esas grandes multinacionales que han conseguido mantenerse en el ámbito legal vendiendo un producto nocivo, al igual que los fabricantes de alcohol, de armas, o los dueños de los prostíbulos, con la complacencia cuando no la complicidad institucional o social- me hicieron descubrir muchas de las claves de nuestra atracción por lo que nos perjudica. Disponían de ingentes cantidades de estudios de todo tipo sobre el comportamiento humano, muy especialmente el de los jóvenes, es decir, de quienes están en el momento de construir su identidad.

Es un lugar común acudir a la primera copa o al primer cigarrillo (y antes a la primera visita al burdel) como un “rito de paso” hacia la edad adulta. Hasta tal punto está asumido que parece que hemos normalizado ese tipo de peaje sin preguntarnos la razón de que sea así, explorando los límites de nuestra salud. Las “locuras” de juventud forman parte de una tradición que, como tal, ni siquiera se discute, aunque recurrentemente la sociedad (así, de manera abstracta) se lamenta de que los chicos consuman sustancias tangibles o intangibles que no responden ya ni a la información de la que disponen ni al ejemplo que reciben de sus padres, muchos de ellos ex fumadores, concienciados vegetarianos de estilo de vida saludable, conductores responsables, moderados bebedores y tolerantes y abiertos en el diálogo sobre cualquier tema.

Pocas veces he escuchado o leído, al mencionar esos “ritos de paso”, algo que excediera la explicación antropológica. Todavía hay muchos ejemplos de culturas, no sólo indígenas, que enfrentan a sus jóvenes a una situación traumática para “matar” al niño y culminar la metamorfosis. En las sociedades urbanas occidentales hemos superado, creemos, ese estadio primitivo. Nosotros no embadurnamos a nuestros adolescentes en mierda de vaca, ni les hacemos meter la mano en un saco de “hormigas-bala” ni les circuncidamos sin anestesia rodeados de familiares mientras les exigimos que repriman las lágrimas. Nuestros adolescentes no tienen que demostrar su madurez internándose en la selva hasta cazar un león con sus propias manos y exhibir su presa ante el resto de la tribu.

La resistencia al dolor, la superación de los desafíos y la gestión de la ansiedad, la angustia o el miedo son habilidades que sabemos necesarias para la supervivencia del joven en el mundo adulto. No está de más recordar que precisamente el humano es, de todos los mamíferos el que más tarda en valerse por sí mismo (sin entrar en el tema de los contratos basura y de otros males de la época), dieciocho años, el doble que los chimpancés. Así que bienvenidos sean los ritos de paso que nos hacen más fuertes.

Más fuertes, pero ¿por qué también más imprudentes o temerarios? Ahí es donde lo que se expone, la demostración de capacidad para acceder a las exigencias de la vida adulta, se confunde con lo que no es tan evidente, la necesidad de sentirse dueño de la propia existencia. Y, como en el caso del jarrón, cómo sabemos que algo es nuestro si no tenemos la autoridad para ponerlo en riesgo, e incluso para destruirlo?

Tal vez así cobre algo más de sentido el que consumir tabaco, drogas, alcohol, conducción imprudente, sexo sin protección y otro tipo de danzas al borde del precipicio (otro fotograma, el de las Historias del Kronen, colgando del viaducto de la calle Bailén) sea un ritual equiparable al de la caza del león, si bien con una épica muy deformada, posiblemente con la misma distorsión óptica que se aprecia entre el buen salvaje que algún día fuimos y el civilizado monstruo en el que nos hemos llegado a convertir.

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Creo recordar bien aquel sentimiento que en estos días observo en la mirada de mis hijos. Si soy dueño de mi vida, me transmiten, no lo soy en régimen de copropiedad. Me parece bien, lógico y por momentos hasta reconfortante, que te preocupes de lo que hago, que estés pendiente, que me aconsejes, pero si no estás preparado para entender que mis límites los voy a explorar yo entonces es que no has aprendido nada de la vida, ni siquiera de la tuya.

De ahí nace en parte está reflexión, este ensayete, así como de contemplar año tras año la cascada de mensajes dirigidos a los jóvenes para que no cedan a esas tentaciones (ni vuelvan a ceder). Como si hubiera algo razonable, es decir, sujeto a la razón, en toda esta ceremonia. Cuando un buen día le soltamos a un joven eso de “bueno, que ya no eres un niño”, activamos un dispositivo de autonomía que es irreversible. Le entregamos un jarrón de inestimable valor y le decimos que a partir de ahora le pertenece con todas las consecuencias. Pero acto seguido le dibujamos tantos límites a esa autonomía tan deseada que se vuelve frustrante. Pretendemos, además, que asuma esa nueva responsabilidad con total inmediatez, como si nuestros encantadores inmaduros se hubieran convertido de la noche a la mañana en registradores de la propiedad (se han dado casos). Como si nosotros mismos lo hubiéramos hecho en su momento, cuando en realidad no fue así. Como si, en definitiva, nos devorara la impaciencia por dedicarnos a otra cosa cuando ése va a ser el período que más atención (y no sólo) va a requerir de nosotros.

De este modo, cada consejo o advertencia sobre los efectos adversos de tal o cual conducta, lejos de apartar a los jóvenes de los senderos peligrosos aún se los muestra más atractivos, incluso de lo que en realidad son. Quizás no estaría de más plantearse que nuestra misión de adultos no es tanto la de advertirles de los posibles daños de sus nuevos «juegos» como la de enseñarles (o de permitirles como se hacía apenas dos generaciones atrás) a practicar su futura autonomía desde niños. Pretender que el paso de la infancia a la madurez sea tan inmediato sí es una auténtica imprudencia y una muestra de nuestra creciente inmadurez como sociedad.

Mientras tanto, pensemos que aunque arriesgar la vida en las ciudades del siglo XXI no resulta ni tan heroico ni estético como en las novelas de Verne, Salgari o Dumas, cada nueva generación de jóvenes tendrá que seguir saliendo a matar leones para probarse a sí misma no ya su capacidad sino, sobre todo, su independencia frente a quienes les entregan un regalo sin soltarlo del todo. Nosotros.