El sexo de los robots

¿De qué nos servirá seguir dando vueltas en torno a la diferencia de género cuando la brecha radical que se anticipa será entre lo humano y lo deshumanizado?

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Estamos entregados estos días a una reedición necesaria de los movimientos feministas que habíamos medio dejado de lado durante las dos últimas décadas. Como ha ido sucediendo a lo largo del siglo XX, cada vez que la economía se ha visto sacudida, ya fuera por una guerra o por una burbuja, las mujeres han accedido a un espacio que se les resistía. En los últimos tiempos se expresa con relativa frecuencia la posibilidad de que ese acceso no siempre haya sido favorable para las propias mujeres. La euforia del mito superwoman, encarnado en la Barbie que alimentó los sueños de las niñas de la futura “generación Cosmopolitan”, ha derivado en una resaca en la que se empiezan a oír voces que reniegan de ese status aparentemente tan satisfactorio. La perversión del lema “podemos hacer de todo” se ha traducido en un “hacedlo todo a la vez” tan injusto y desproporcionado como el anterior “no hagáis nada”.

La verdad es que el mundo laboral no ha sido nunca una fiesta, aunque de puertas afuera cualquier discoteca se presenta apetecible si hay una cola en la puerta para entrar a ella. Los beneficios de los cambios han sido muchos, y seguramente no estaríamos hablando de nuevas opciones vitales y sociales si previamente la mujer no hubiera conseguido acceder a espacios que le estaban vetados (y los que quedan). Sin embargo, la pregunta que me ronda la cabeza, y que quiero compartir, no tiene que ver tanto con el qué como con el cuándo.

Como me explicaba una de mis profesoras más motivadoras, la geógrafa Aurora García Ballesteros, todo el esfuerzo que desplegamos en trasladarnos como sociedad u organización de un estadio A a otro B más avanzado, lo emplean los mismos que estaban en el punto B para alcanzar un nuevo nivel C. De este modo, como el pobre Aquiles detrás de la tortuga, nunca alcanzaremos a quienes van por delante de nosotros. ¿Por qué no emplear todo ese esfuerzo en olvidarnos de la fase B y pasar de A a C? nos planteaba Aurora. De este modo, en un tiempo razonable podríamos movernos ya a la par con nuestros modelos. Era un planteamiento que puede sonar ingenuo, (como casi cualquier pregunta que proponga una transformación profunda, dicho sea de paso). Por eso mismo lo quiero aplicar a un momento, el actual, en el que el nuevo impulso feminista es contemporáneo al avance de una cuarta revolución industrial basada en la inteligencia artificial y la robótica, es decir, en una economía deshumanizada, ya sea por eliminación (los individuos dejamos de participar en los procesos) o por disolución (los individuos somos reabsorbidos por una inteligencia colectiva, en red).

Quizás deberíamos aprovechar este momento para llegar cuanto antes a equilibrar una situación que en un plazo no muy largo se prevé que habrá cambiado por completo.  Me recuerda la tesitura en la que se encuentran los reinos de Westeros/Poniente en Juego de Tronos: entregados a una lucha sin cuartel que los debilita mientras el verdadero enemigo aguarda extramuros a que el invierno lo cubra todo. La historia (incluso la de ficción) no se repite, pero rima, que decía Mark Twain. Mi sospecha es que el feminismo se ha ido convirtiendo en esa gran causa con la que los occidentales nos sentimos orgullosos de movilizarnos, que ya está incluso ética y estéticamente redondeada, y que nos distrae a quienes vivimos fuera del poder real de unos cambios que, una vez más, se nos quieren dar hechos.

Me temo que llevamos tantos años deseando la igualdad de los sexos que, sin todavía haberla conseguido, puede llegar a convertirse en un placebo para que no nos preguntemos por el sexo de los robots.

Asimov, el inmenso Isaac Asimov inició sus relatos de la serie “I, Robot” con el primero y más crucial para la aceptación pública: Robbie, el robot cuidaniños. Si podíamos confiar nuestros hijos a las máquinas, parecía plantear el alter ego femenino de Asimov, la Doctora Calvin, qué no podríamos confiarles. Pese a la iconografía y el contexto de la época de aquel relato (los años cincuenta de Marilyn y Doris Day), aquel robot ¿niñera? no presentaba ningún rasgo o detalle que se pudiera identificar como femenino. El género, nos decía Asimov, era una cuestión de humanos, casi un asunto menor. Los robots nos igualarán. La cuestión en la que nos deberíamos centrar ahora es si lo van a hacer por arriba o por abajo, porque ése es el futuro en el que no demasiado tarde mujeres y hombres nos vamos a terminar encontrando.

(publicado originalmente en inglés en https://aarhusmakers.com/blog/robot-gender)

Entre medias

Mi punto de (nueva) partida es muy sencillo: estoy absolutamente convencido de que una especie que desoye sistemáticamente a la mitad aproximada de sus individuos será muy difícil que supere con solvencia los desafíos que vaya a encontrar en su camino.

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Llevo ya varios años tratando de quitarme de encima el peso de un contexto cultural machista, al que me ha costado muchos años identificar y reconocer como realmente dañino, no sólo para los mujeres, que son quienes más lo sufren, por supuesto, sino también para los hombres. Me siento como si me hubieran criado dentro de una secta, convencido de que me comportaba a la perfección según las reglas, y hubiera tardado más de cuarenta años en salir de ella. Es todavía reciente y creo que, de todos modos, siempre tendré resabios de esa crianza machista de la que no hemos podido escapar casi nadie de nuestra generación o de las anteriores.

¿Por qué preocuparme ahora por dejar de ser algo con lo que he podido vivir mal que bien durante la mayor parte de mi existencia? ¿Por qué alterar mis convicciones, mis actitudes y mi forma de actuar justo ahora que se supone que he entrado en la madurez, es decir, que ya no soy víctima de los juicios precipitados, de las modas o de los miedos? Mi punto de (nueva) partida es muy sencillo: estoy absolutamente convencido de que una especie que desoye sistemáticamente a la mitad aproximada de sus individuos será muy difícil que supere con solvencia los desafíos que vaya a encontrar en su camino.

Más aún, si los hombres no somos capaces de escuchar a las mujeres, de atender los temores, dolores, maltratos o injusticias que les infligimos, cómo vamos a ser capaces de prestar atención a otras “minorías” como puedan ser los ecologistas que nos piden responder al cambio climático, o a quienes pasan hambre o huyen del terror. Por no hablar de quienes viven bajo el umbral de pobreza, quienes son víctima del acoso en todas sus variantes o de los marginados por su identidad sexual entre tantas y tantas comunidades cuyo peso demográfico está muy alejado del de los más de 3600 millones de mujeres que habitan el planeta.

3600 millones a los que literalmente no hacemos mucho caso. Aunque difícilmente somos capaces de reconocerlo en público, y mucho menos de reconocer que somos parte del problema, porque ni siquiera contemplamos la posibilidad de ser parte de la solución. La reacción más habitual con la que me encuentro cuando propongo en una conversación que los hombres nos atrevamos a reconocer que el machismo nos perjudica también a nosotros, es de cierta incredulidad, de rechazo sin fisuras. Eso serán otros, me dicen, para acto seguido entrar en distintos niveles de distracción, el más habitual entre los “no machistas”, el de reclamar un mundo igualado por los méritos de cada cual.

El razonamiento es de nuevo bien sencillo, ¿de qué nos defendemos tanto? ¿por qué nos sentimos atacados cada vez que una mujer reclama aquello a lo que las democracias occidentales hemos dicho que tiene derecho? ¿por qué nos colocamos en la posición de víctimas de algo que no es contra nosotros? ¿acaso los derechos tienen un volumen fijo que suponga que cuando una persona aumenta los suyos otra tenga que disminuirlos? ¿dónde se ha visto algo así?

Sólo en un tipo de lucha, la lucha por el poder. Basta esa reacción, esa negación cabezota y contumaz, para entender que en el fondo el hombre es muy consciente de que disfruta de un poder ilegítimo, al que presuponemos una fecha de caducidad, como creemos que les ha ocurrido a todos los poderes ilegítimos que hemos visto caer a lo largo de la Historia (otros persisten como estructura polimorfa). Y nos resistimos a entregarlo con todas las armas a nuestro alcance. Es evidente que ningún poder se entrega sin resistencia, y mucho menos el que detentamos sin habérnoslo ganado.

Atrapados por su pasado

Nostalgia vendría a ser por su etimología un dolor (algios) por el regreso (nostos). Es un término inédito hasta 1688, cuando un médico suizo, Johannes Hofer, lo usa para describir una enfermedad de la que un paciente se recuperó inexplicablemente al regresar a su hogar. El buen doctor apenas podía vislumbrar que más de tres siglos después el mundo sufriría una epidemia de Nostalgia sin precedentes.

¿Por qué sin precedentes? Incluso en época arcaica, cuando nuestro tiempo pasado había sido tan corto que apenas se podía llamar así, hubo ya poetas, líderes o filósofos que alababan a las generaciones anteriores a la suya. Desde entonces y hasta hoy, nuestros abuelos siempre han sido recordados como  mejores y más sabios. Pero creo que estaremos todos de acuerdo en que este culto al pasado quizás nos haya desbordado. ¿Soy yo o miremos a donde miremos siempre hay algo que parece rendir tributo a algún icono de la segunda mitad del siglo XX? Me cuesta imaginar a mis padres yendo en cualquier momento de su vida a comprar muebles vintage. ¡¡¡Si ellos mismos ya son vintage!!! No, estoy bastante seguro de que somos nosotros, mi generación de “babyboomers” (con extensión a la equis siguiente) los que estamos enredados en un eterno retorno a nuestro ciclo vital.

¿Por qué ahora? ¿Por qué nosotros? ¿Por qué esta pregunta debiera importarle a nadie? Tal vez porque intuyo que comprender las razones para este “zeitgeist” nostálgico puede que nos ayude a dar pasos hacia el futuro sin tanto recelo, con ganas de innovar, de disfrutar cambiando el mundo y, con un poco de habilidad, para mejor.

Parte de la respuesta quizás sea que somos la primera generación de niños felices de la historia de Occidente. ¿Suena exagerado? ¿Acaso los niños de cualquier generación no son felices siempre? Pues sí, y pues no. La nuestra, la de los sesenta, es la primera generación de chicos sin batalla, quiero decir dentro de las fronteras de nuestros países, y espero que no se malinterprete esto como cinismo, que no lo es. Es más, somos los primeros que hemos visto envejecer y morir plácidamente a la mayoría de nuestros familiares. La primera generación, en fin, que no puede recordar el sonido de las armas en las calles donde jugó. Para nosotros cualquier pasado fue mejor de verdad. No es extraño que nos regodeemos en él.

De todos modos, como parece que está comprobado que nuestros recuerdos están compuestos más de imaginación que de datos objetivos, al final importa poco si fuimos niños felices o no tanto como lo felices que nos recordemos. Y aquí es donde otro factor desempeña un rol esencial, porque somos también la primera generación televisada, y la primera grabada en vídeo además. No necesitamos echar mano de cuadros o fotografías para rememorar nuestra vida; la tenemos en película y, gracias a la proliferación de los canales de tv de bajo presupuesto, la tenemos diariamente a la vista. Atendiendo a la oferta audiovisual podríamos estar viviendo en cualquier momento indeterminado entre 1960 y 1999. Cuando Einstein dijo que la única razón para el Tiempo era el que nada sucediera simultáneamente, estaba infravalorando la fuerza de la televisión por cable.

Felices recuerdos depositados en nuestros salones 24 horas al día, siete días a la semana. Si le añadimos una profunda crisis del modelo económico, ya tenemos la tormenta perfecta. Millones de cincuentones sollozando por aquellos maravillosos años y peleando para que no mueran nunca. Tal vez porque todas las peleas que merecían la pena ya se libraron y, por lo menos aparentemente, se ganaron: igualdad, democracia, educación universal… Claro que ninguna de estas victorias está realmente conseguida, pero al menos son derechos oficialmente reconocidos en cualquier país civilizado. Por otro lado, nuestra generación lo último que quiere es prender una mecha, por importante que sea la causa. En esa tesitura está claro que preferimos hacer millones de clics antes que un solo bang.

De hecho estamos tan a gusto sin provocar cambios que incluso estamos entrando en el futuro de espaldas, aferrados al pasado. Todo este contexto nostálgico está sirviendo de base para que un montón de viejos clichés regresen con energías renovadas, ya sea el Brexit, los slogans comunistas reacondicionados de la Europa meridional o los ultraconservadores y nazionalistas de Francia, Austria, Holanda… Y por supuesto el América First a lomos de toda una declaración nostálgica por ser grandes otra vez.

Es el triunfo momentáneo del Miedo al Futuro. El “por favor, no me empujes” que implora una generación (malcriada) que ha vivido feliz durante décadas, una generación que no entiende por qué la han enviado al banquillo mucho antes del final del partido.

La pregunta ahora es si podemos permitirnos el lujo de perder toda la experiencia de esa última generación analógica. ¿Podemos prescindir de tanta gente durante los próximos treinta años? ¿Relegarles a un lugar en el que lo único que harán será resistirse a los cambios?

Prefiero pensar que hay mucho más que ganar si dedicamos el tiempo y los recursos suficientes a recuperar a todos los damnificados y les incorporamos como parte de los nuevos proyectos. Es el momento de apagar los televisores cuando emiten cualquier programa de revival, dejar de ir a los cines a ver el enésimo remake de una franquicia, de evitar los regalos vintage, las caligrafías “old style” en los escaparates y las pizarras de los restaurantes, de engolosinarnos día sí, día también con una infancia idealizada. Principalmente porque no podemos sostener el peso muerto de una porción tan grande de nuestra sociedad enferma de nostalgia. Así no hay quien haga un futuro decente.

(publicado originalmente en inglés en https://aarhusmakers.com/blog/2017/3/9/a-pain-in-the-past)

Hacer o no ser, esa es la cuestión

foto: Markus Spiske Raumrot.com

En estos días se oye, y es sólo el principio, que las máquinas reemplazarán a los humanos en la mayoría de trabajos que realizamos. Se dice con rapidez, y se evalúa desde un punto de vista racionalmente muy bien justificado: las máquinas serán capaces de hacer lo mismo, pero más rápido, más eficazmente, más eficientemente. Así pues, muchos millones de personas dejarán de ser rentables para las empresas y, consecuentemente, perderán su puesto de trabajo.

Hace 250 años ocurrió algo parecido, por primera vez. No por nada se llama revolución industrial a esta nueva vuelta de tuerca de los medios de producción, la cuarta ya. Pero hay algún concepto que echo en falta en los análisis que leo, quizás sea irrelevante, quizás no tanto.

Cuando nacieron las máquinas, la producción se disparó. Los caballos mecánicos no se cansaban, la fuerza se multiplicaba. Recuerdo haber leído historias de cómo los hombres peleaban contra las máquinas hasta caer derrotados, igual que en su momento Deep Blue hizo morder el polvo a Kasparov.

Sin embargo, hay una pregunta que cualquier fabricante se hace. ¿Producir para qué compradores? Si los trabajadores dejan de trabajar, y por tanto de ganar dinero ¿quién comprará lo que hagan las máquinas, por barato que resulte el nuevo producto? En los años y siglos siguientes a la revolución industrial la ecuación se resolvió transformando a toda la sociedad en clase trabajadora, incluidos mujeres y niños. Al aumentar la base salarial creció en proporción la masa consumidora, aunque los salarios fueran a menos el mercado iba a más. Y así hasta hoy.

Pero las máquinas no consumen lo que producen. No todo al menos. Ni tampoco son capaces de gastar. Cada vez que oigo hablar de los puestos de trabajo que desaparecen no dejo de pensar de dónde saldrán los nuevos compradores. ¿Será la renta mínima la respuesta? ¿Será el mundo feliz? ¿Terminator, Matrix?

Nuestra sociedad está empezando a enfrentarse a un dilema que apunta directamente a la línea de flotación de nuestra manera de entender el mundo desde hace miles de años, desde que empezamos a organizarnos en grupos y a distribuirnos tareas.

Hasta hoy todos los que hemos nacido hemos tenido claro qué es lo que teníamos que hacer al llegar a este planeta. Trabajar, ocupar nuestra función, desempeñar nuestro papel basado en la acción. Nuestra jerarquía social derivaba de esa especialización laboral y del éxito con el que la desempeñábamos. Durante siglos nadie se ha preguntado ¿Qué hago aquí? Lo aprendíamos sobre la marcha, y de inmediato. Estudiar, aprender un oficio, encontrar un puesto de trabajo, hacerlo mejor, llegar a nuestro máximo nivel de competencia (o de incompetencia), jubilarnos. Morir. Toda la vida ordenada en torno al qué hacemos.

Como en una pirámide a la Maslow, una vez resuelta la pregunta básica del para qué he venido a este lugar, nos quedaba mucho margen para la filosofía, es decir, para las preguntas que hemos estado usando para definirnos: ¿quién soy? ¿qué soy? ¿qué pienso? ¿cómo veo el mundo? ¿cuál es mi ideología? Lo primero es lo primero. Somos lo que hacemos y nos diferenciamos por la manera en la que nos relacionamos con eso que hacemos.

Pero ahora el neomaquinismo nos obliga a replantearnos esa pregunta esencial que llevábamos sin hacernos durante toda nuestra historia. ¿Qué diablos he venido a hacer yo aquí? Francamente, queridos, lo del “quién soy” ya no tiene importancia. ¿Qué pinto en este planeta, ahora que mi trabajo lo hace una máquina? ¿Cómo mido el valor de mi vida? Y ésta es una pregunta, perdonadme que lo subraye tan directamente, muy, pero que muy masculina. Porque, y aquí viene la segunda derivada, la mujer siempre ha sabido qué es lo que hacía: se llama vida.

Por eso, cuando se dice que el empleo femenino es el que más va a sufrir el impacto del “machine learning”, sospecho que será porque los últimos que querrán soltar su empleo serán los hombres. Nos agarraremos a nuestros trabajos como los que se encaramaban a los botes del Titanic. Porque sin empleo como criterio de diferenciación, ¿qué argumentos le quedará al hombre para sostener la jerarquía de género sobre la que se basa la sociedad occidental? Para este dilema las máquinas no tienen todavía la respuesta, pero puede que su irrupción nos obligue a hacernos la pregunta que llevamos tiempo retrasando. ¿Cómo hacemos nuestro mundo más humano?