(aunque se puede leer por separado, este post se entiende mejor tras leer los capítulos anteriores de esta mini-serie: Fake it easy I, Fake it easy II y Fake it easy III)
Escena IV (ficción dramática). Algún momento entre 1999 y 2000. Barcelona. Joan Ramón Mainat y Javier Sardá
(Esta escena es -por supuesto- un fake. Probablemente nunca existió o existió a lo largo de muchas otras escenas repartidas por el tiempo. Lo que sí es verdad es que los protagonistas eran grandes amigos y que juntos dieron forma al programa en el que lo vulgar y lo estelar intercambiaron sus lados del espejo ya para siempre. Tal vez la conversación se realizó en catalán, tal vez no, de ahí que el nombre de Xavier Sardá esté transcrito en su fonética castellana, sin ánimo de molestar).
JRM: Las cifras de audiencia lo dejan claro, Javier, no están mal, pero no son lo que teníamos en mente.
JS: No se puede más, el share es muy bueno, pero no hay más margen para crecer, no con un presupuesto como el nuestro, bastante hacemos con lo poco que tenemos, mira a Navarro, tampoco él pudo hacer mucho más en el Mississipi.
JRM: No lo creo, tiene que haber alguna manera de que toda esa gente que anda despierta a las doce de la noche se enganche al programa y que empiece a entrar publicidad de la buena, de la que deja dinero. A partir de ahí podemos pensar en hacer grande el programa, pero tenemos que pensar algo nuevo, algo que no se haya hecho.
JS: Claro, algo que arrase en audiencia pero que no cueste un duro (nota: en aquel momento España sigue usando su propia moneda). En televisión está todo inventado, Joan. Si quieres que la gente te vea tienes que darle algo que no tengan otros. Si quiero una exclusiva tenemos que pagarla y caro. Las estrellas cuestan, y lo sabes. Nosotros tenemos de lo otro, los frikis, cómicos y una stripper, qué más quieres que encontremos a esas horas. Algún colaborador de medio pelo, como mucho. Tenemos la suerte de haber dado con Boris, que Lecquio y él hacen bien su papel, pero es todos los días muy parecido, no tenemos nada cada noche de la semana que la gente no esté dispuesta a perderse.
JRM: Espera, espera, que a lo mejor sí tenemos algo. ¿Has visto lo que estamos preparando con Mercedes? Lo del Gran Hermano, digo. En Holanda ha arrasado. La gente habla todos los días de una casa, de unos tipos que son como cualquiera, que no hacen nada, solo estar ahí.
JS: Sí, lo conozco, pero no le veo qué tiene que ver eso con Crónicas. ¿A dónde quieres llegar?
JRM: A lo de las estrellas. Estamos convencidos de que las estrellas son las que hacen los programas, pero a las estrellas quién las ha puesto ahí. ¿Quién ha hecho de la Preysler, de Lecquio, de ti mismo, Javier, o de Boris alguien famoso? No son ellos, Javier, es la tele la que hace las estrellas. No tenemos por qué esperar a que lo sean para pagarles una fortuna por salir en nuestros programas. Basta con fabricarlas nosotros.
JS: Lo cuentas muy fácil, pero lo acabas de decir tú mismo, qué van a hacer en el programa si lo único que saben hacer es estar en una casa, como cualquiera. No tienen nada especial. ¿Cómo les vamos a convertir en alguien famoso?
JRM: A ver cómo te lo explico, porque lo empiezo a ver muy claro. Los famosos de siempre llegan a la tele porque tienen un pasado. Venden lo que han hecho de especial o de relevante, aunque sea casarse con un noble o un cantante, ganar Eurovisión, desnudarse en una peli o estar en la cárcel, da igual, es su pasado lo que te cuentan una y otra vez para que no se nos olvide por qué los hemos convertido en “nuestros” famosos. Pero estos que no conoce nadie no tienen pasado, se lo pueden inventar, es más, se lo podemos inventar, su pasado y su presente, lo que queramos. Ellos, que no han hecho nada para ser famosos son los que más van a pelear por no perder ese futuro de fama que les vamos a proponer. Ya verás, serán capaces de cualquier cosa, de decirlo, y si me apuras, de hacerlo. A los famosos de siempre les pesa su imagen pública, a los anónimos no. Yo les he visto en Gran Hermano, Javier, la cámara les vuelve locos, y ni sabían la audiencia que tenían, daba igual. Van a ver el pilotito rojo y van a quedar hipnotizados.
JS: Bien, pongamos que sí, que los convertimos en famosos. El problema vuelve al punto de partida, empezarán a cobrar como famosos…
JRM: No, precisamente, ahí tenemos la oportunidad. Vamos a disponer de famosos en nómina, a sueldo, no por programa, sino por mes. Imagina lo que va a ocurrir. Van a firmar un contrato en exclusiva por una cantidad que para nosotros es nada y para ellos un mundo, cediendo sus derechos de imagen, todo, a cambio de una seguridad que no han conocido jamás y a cambio de una fama con la que ni soñaban. Y lo mejor va a ser lo que va a ocurrir con los famosos “de pata negra”.
JS: ¿Qué no van querer venir más?
JRM: Jajajaa, qué va, todo lo contrario. Cuando vean lo que sus “vulgares competidores” son capaces de hacer delante de una cámara se darán cuenta de que o cubren la apuesta o se quedan fuera de juego. Entrarán, Javier. Los tendremos a nómina, les daremos el guión de su propia vida pública, con quién se acuestan y con quién se pelean. Y solo para nuestra cadena, Javier. ¿Querías algo en exclusiva? Ahí lo tienes. La audiencia, los anunciantes vendrán detrás de estas nuevas estrellas, esperando ver qué nuevo límite son capaces de cruzar. Ah, Javier, lo vas a pasar muy bien…
JS: Pero la gente se dará cuenta tarde o temprano de que todo eso que les enseñamos es una farsa.
JRM: No, no, ni mucho menos. Nadie se dará cuenta, porque los primeros que van a querer vivir esa farsa a cualquier precio van a ser ellos. Eso, o volver a su vida de mierda. Y si ellos se lo creen, ¿quiénes somos los demás para ponerlo en duda?
Escena V. primavera de 2001. Una tarde de día laborable. Oficina en Madrid de Gestmusic/Endemol.
Por aquel entonces andaba yo empeñado en sacar adelante un proyecto de canal temático que aspiraba a ser “el MTV de los libros” (y que terminaría siendo con el tiempo un programa de media hora en el canal autonómico valenciano con el título de Fahrenheit). Gracias al contacto de uno de mis socios en aquella aventura llegamos a la oficina de Isabel Raventós, una profesional del medio como pocas y una conocedora también de la gran mayoría de sus entresijos, corresponsable entre otras cosas de Saber y Ganar, uno de los pocos quiz show televisivos de «vieja» escuela que han sobrevivido al cambio de época, uno de esos en los que el espectáculo todavía reside exclusivamente en el conocimiento fuera de serie del que hace gala el concursante.
Dando muestras de una generosidad que no sería la última vez que tendría la ocasión de presenciar, Isabel se prestó a que conversáramos sobre libros y televisión en una atmósfera absolutamente marciana, dicho sea literalmente ya que Gestmusic/Endemol, de la que entonces Isabel era su Directora Internacional, era la productora que firmaba los grandes artefactos audiovisuales de mayor éxito: Gran Hermano, Operación Triunfo y, claro está, Crónicas Marcianas. Pero lo que se me quedó grabado de la conversación en aquel coqueto chalecito de la colonia madrileña de El Viso fueron dos elementos sin los cuales no estaría escribiendo esta miniserie: el primero, entender el papel crucial de Joan Ramón Mainat en la metamorfosis televisiva hacia la apoteosis de lo fake, y el segundo, muy relacionado con el anterior, ese momento al despedirnos en el que Isabel me lanzó la pregunta que menos podía esperar: ¿y a ti, qué tipo de reality se te ocurre?
No supe que responder, así, de inmediato. Pero ése es el poder de una pregunta en el aire. Aquella noche comencé a analizar qué era lo que definía al reality como género. Había sido espectador interesado -sin llegar a apasionado- de la primera edición de GH, cuando Mercedes Milá se autoexculpó (y con ella a todos los fans de aquel “guilty pleasure”) al calificarlo de “experimento sociológico”, y tenía claro (como todos, como la propia Milá) que no era la búsqueda de la verdad científica lo que alimentaba aquel show. Cada reedición del mismo formato, e incluso del mismo programa en sus sucesivas temporadas, era una nueva vuelta de tuerca a esa realidad de la que aparentemente se partía como contenido sustancial. Lo más parecido que se me ocurre de lo que hace el reality con la realidad es imaginar una galería de espejos deformantes (sí, los del esperpento del callejón del gato de Valle Inclán y de las atracciones de feria) enfrentados unos a otros, de tal forma que cada nuevo reflejo acentúa la deformación hasta volver irreconocible la imagen inicial, al igual que ocurre con las frases con las que jugamos al “teléfono estropeado”.
Empecemos con una premisa sencilla, la misma que planteó Agatha Christie en Diez Negritos. Unos desconocidos se ven atrapados en un espacio limitado del que no pueden salir, y del que van siendo eliminados por una inteligencia que les supera. Sólo sobrevivirá quien acierte a resolver cuál es la clave por la que son eliminados y consiga neutralizarla. ¿Simpatía, escándalo, histrionismo, sigilo…? Lejos de descubrir la verdadera personalidad de quienes están encerrados, a lo que asistimos es a una multiplicidad de técnicas de camuflaje y supervivencia, de ocultamiento de los flancos vulnerables, de la simplificación de las propias facetas hasta mostrar solo una caricatura de trazo grueso.
Así, en cada nueva edición de GH bastará con introducir un nuevo factor de dificultad para la adaptación del individuo a su jaula de cristal. Los diseñadores del “experimento”, en realidad los creadores de cada nuevo “show de Truman” toman los datos y la información que extraen de los participantes para someterlos a un proceso creativo, “pre-guionizarlos”, y así, juntar, por ejemplo, a un racista y a un negro, a un homófobo y a un homosexual, a cada síndrome con su némesis… de tal forma que el conflicto esté servido. A mayor presión en las condiciones (no solo de espacio, también de tiempo) menos control de las reacciones y más dosis de “espectáculo”, es decir, más atención del público. Se ha escrito y comentado ya mucho sobre el tema, pero lo que aquí me interesa destacar es cómo a medida que se va retorciendo el género de “reality” (famosos, granjas, islas y todas sus combinaciones y permutaciones) podemos vislumbrar lo que va a ocurrir en la década siguiente, en ese momento en el que la jaula de cristal (de grafeno) se vuelva global, y todos nos sintamos observados, juzgados, medidos y, en caso de no ser lo suficientemente valorados por el publico, descartados y expulsados del juego.
Puede que sí, que GH finalmente cumpliera con su eslogan de experimento sociológico, pero desde luego no para prevenir los trastornos de un planeta mediatizado hasta el extremo, sino en todo caso para estimular su crecimiento desordenado y explosivo. Una vez convertidos en personajes de una ficción audiovisual, la misma distancia entre realidad y reality se terminará trasladando a nuestras pantallas y canales individuales, a cada smartphone, y de ahí a nuestras vidas. La advertencia orwelliana contra los totalitarismos que daba título al programa no llegó a tener en cuenta este giro inesperado de la trama, que el “gran hermano” no fuera un tirano invisible, sino que quienes ejerciéramos la vigilancia, el control, la coerción y la exclusión fuéramos nosotros mismos; que termináramos llegando a la dualidad, a la esquizofrenia casi, de ser el juez más feroz de nuestro propio personaje mediático, y que la vida que eligiéramos mostrar pudiera terminar por convertirse en la única que deseáramos tener.
Los tertulianos de las mesas de los programas televisivos de mañana, tarde y noche ya no necesitaban comentar una noticia real para ocupar minutos de programación. Tal y como había previsto Mainat, podían dedicarse a analizar algo que la propia televisión se había inventado. Ya no era la realidad la que se colaba en el guión, sino el propio guión, el que se volvía realidad por el mero hecho de salir en pantalla. Se avanza así en la construcción de un entorno audiovisual autárquico y autorreferente, en el que el espectador, una vez dentro, al igual que ocurre en los casinos de Las Vegas, termina por perder de vista lo que ocurre en el exterior. Mientras el televisor es un electrodoméstico, sin embargo, las consecuencias de esa inmersión no son apreciables; fuera de casa la vida continúa. Pero de pronto, alrededor de 2010, ese aparente equilibrio se quiebra en millones de pedazos, en el momento en el que el televisor comienza a salir de casa y acompañarnos a todas partes en nuestros bolsillos, primero, y sin casi despegarse de la mano después. El smartphone no matará al televisor sino todo lo contrario, lo volverá omnipresente…
(continuará)
P.S. En sus inicios, y dada la coincidencia temporal, se desató un cierto debate entre quienes defendían Gran Hermano y quienes lo atacaban poniéndose del lado de Operación Triunfo, por su objetivo de premiar el talento artístico. La polarización de la audiencia siempre es beneficiosa para ambos contendientes, que deja de tener simples espectadores para tener seguidores, prosélitos. OT se basaba en el mismo fundamento de reducir presupuestos de producción convirtiendo a los anónimos en estrellas. Donde antes actuaban famosos cantantes y músicos ahora sólo era necesario un decorado grandilocuente en el que desplegar un inmenso karaoke. Llamarlo “talent” no deja de ser un ingenioso etiquetado para otra variante más de la realidad “realitizada”.