¡Hacia la sombra, Carol Anne!

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Intro

Antes de entrar en materia, mi recomendación es dedicar un minuto y medio a ver esta escena de la soberbia miniserie de Paolo Sorrentino, The Young Pope (2016). Para quienes no hayan tenido el placer de degustarla en su momento, me detendré apenas unas líneas en situarla en su contexto.

El recién elegido Papa Pío XIII -encarnado por Jude Law- parece probar ante el mundo que los nuevos tiempos han terminado por llegar también al Vaticano. La baza de una cara fresca -joven y atractiva- ha sido jugada por esos mismos cardenales que ya manejaban los hilos de la Iglesia Católica pero que, conscientes de su escasa credibilidad ante las generaciones más jóvenes, han optado por elegir esta vez a un “novato” fotogénico pero también manipulable.

Sin embargo, ese Papa millennial parece haber llegado a la silla de Pedro con una agenda propia, que dista mucho de la que tienen los que han influido en su designación. Y lo va a demostrar en cuanto se le presenta la ocasión, en su primer discurso como pontífice, desde el balcón que se abre a la plaza de San Pedro, y ante los miles de devotos que llegarán de todos los rincones del mundo, ansiosos por verle en persona

Ante el asombro de todos ellos, Pio XIII les hablará desde la sombra, sin focos, sin luces que faciliten la labor de las cámaras, completamente invisible ante quienes tenían la esperanza de ver lo que se les va a negar, esa primera aparición convertida en desaparición y de la que, sin embargo, nadie apartará la mirada, continuamente atenta a la silueta en contraluz que se recorta en el balcón.

En la escena que he enlazado, el Papa -es decir, Sorrrentino- explica con claridad (y mucha ironía) el motivo de esta decisión. Cuando la veáis, creo que quedará más claro el planteamiento que os propongo a continuación…

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Más es menos 

A mis alumnos y algún que otro jovenzuelo que se me pone a tiro les suelo preguntar en algún momento de relajo si son más o menos conscientes de la constante reiteración de contenidos similares que les entregan las redes sociales más frecuentadas por ellos, es decir, insta o tiktok. Tengo la curiosidad de comprobar si, como es mi caso, al cabo de pocos minutos de recorrido por el feed de estas aplicaciones, ellos también se van encontrando una variación tras otra de los mismos cuatro o cinco temas que el algoritmo ha aprendido a considerar de su interés, ya sean bailes, recetas, chascarrillos, consejos de moda, cotilleos u otros.

Todos me responden que sí, que lo saben, por supuesto, lanzándome esa mirada de “no te equivoques con nosotros, boomer, que somos jóvenes, no imbéciles”. Es entonces cuando suelo dejar en el aire la siguiente pregunta, sin dirigirme a nadie en particular, solo a quien la quiera recoger:

¿A nadie le llama la atención que un contenido precocinado y reiterativo, que es lo que se le ofrece a los usuarios de las redes sociales, capte muchísima más atención y provoque más nervio que el contenido que se ofrece en el aula, por definición inédito, ignorado hasta ese momento, y renovado minuto a minuto? ¿Cómo es posible que nos atrape más lo que ya sabemos que viene a continuación que algo que desconocemos y, por tanto, susceptible de sorprendernos una y otra vez?

¿No resulta paradójico que lo previsible nos entretenga más que lo inesperado?

Esa falta de deseo por un contenido que a nosotros, los adultos, nos resulta aparentemente necesario, útil e incluso deseable, es el que provoca las dos reacciones que alimentan los medios en estos últimos días. Por un lado, la denuncia de las redes sociales, acusadas de culpables en primer grado de esa escasa atención y concentración del alumnado. Por otro, el renovado entusiasmo con el que el sector educativo parece abrazar la llegada del metaverso prometido, al que se fían toda suerte de prodigios capaces de insuflar verdadero fervor aprendiz entre los infantes del porvenir, para así acabar de una vez por todas con ese desinterés que nos atormenta a los responsables de su formación, dentro y fuera del aula.

Poseídos por este afán justiciero, empezamos a mostrar tal nivel de maniqueísmo (¡muerte a tiktok, gloria a las oculus!) que llegamos a olvidarnos -una vez más- de que esos a quienes les compramos el catálogo de maravillas de las apps y las redes sociales son los mismos -u otros muy parecidos- a los que estamos impacientes por entregar a nuestros hijos para que los reciban en las futuras aulas virtuales, inmersivas y tridimensionales del metaverso.

Se nos pasa, quizás, por alto, el reflexionar sobre cuáles fueron las causas de esa fuga masiva y apresurada de niños y adolescentes, esa escapada de los territorios del aprendizaje académico hacia la reiterativa entrega de contenidos anecdóticos que se borran de la memoria tan pronto como se han consumido.

Sin esa reflexión previa, no es improbable que tropecemos tarde o temprano en la misma piedra, y que sean los creadores y propagadores de esos metaversos a quienes pongamos en la picota. En el griterío de 2023 resuena el eco de conflictos y esperanzas pasadas, de cuando la llegada de los smartphones (que para algo se prometían como inteligentes), de aquel primer Internet al que se denominaba inocentemente como “autopista de la información”, o incluso del televisor, que pasó de “informar, formar y entretener” (por ese orden) a convertirse en la vilipendiada “caja tonta” que -reclamábamos- nos alienaba e hipnotizaba con cubos de telebasura.

Que conste que no desprecio las posibilidades formativas que entraña el que una inteligencia artificial nos permita estar de charleta con el mismísimo Julio César, así, de tú a tú, sea en pleno campo de batalla de la Galia como en el cruce del Rubicón, pero dudo enormemente de que por mucho que la vistamos de seda, la mona educativa deje de quedarse en lo que ha venido siendo hasta la fecha.

Es de ahí, de eso que parece que nos negamos -nosotros también- a aprender, de donde nace este artículo; de preguntarme si acaso no habremos aplicado la misma receta para la educación que para la elaboración del foie gras.

Educar no es hacer foie.

¿Sabéis cómo se hace, no? Es una receta tan sencilla como rápida de contar: se coge un pato o un ánsar y se le fuerza a comer varias veces al día hasta conseguir que su hígado desarrolle una esteatosis hepática que lo haga adquirir una dimensión desproporcionada, colosal. Se asemeja un poco a la manera en la que forzamos a tragar lección tras lección a los alumnos sin esperar que nos la pidan, sin que tengan opción de mostrar su hambre.

Creo que es precisamente en esa parte del modelo educativo vigente, sobre todo a partir de secundaria, que es cuando cunde el desánimo entre los pupitres, donde estriba la distinción entre el desinterés por el contenido académico original frente a la pasión devoradora por la inacabable copistería de contenidos digitales. Mientras que el primero es embutido a la fuerza, el segundo nos llega tras una exploración propia y personal, que terminará convirtiéndose en demanda y -si nos descuidamos- adicción.

Así de sencillo. Mientras que mayoritariamente se pone el acento en los contenidos formativos y los envoltorios con los que se presentan, en su originalidad o novedad, parecemos obviar que lo que a los humanos nos resulta excitante es en sí el propio acto de la búsqueda. Ese plus de dopamina que dilatará nuestras pupilas y tímpanos, el que recubrirá de emoción el conocimiento entregado para ganarse el alojamiento en nuestros cerebros, no se obtiene solo por implementar cada nueva herramienta gráfica o audiovisual de moda. Y lo sabemos, porque ya lo hemos vivido antes más de una vez.

Del texto árido al libro con viñetas y fotos a todo color; de ahí a las lecciones convertidas en cartoon; después en multimedia y un poco más tarde los vídeos, prezis o cualquier otro artificio online… Al margen de que los contenidos formativos se entreguen en formato impreso, audiovisual, interactivo, tridimensional, cuántico, simbiótico o ultrasensorial, lo que termine por definir nuestras reacciones, nuestro interés o nuestra desidia, será la diferencia entre sentirnos protagonistas activos del hecho educativo o meros asistentes forzosos a todo lo que en el aula cotidiana se considera (es decir, otros consideran) que debemos aprender.

Echar la culpa del desastre aprendiz, de la falta de concentración y atención de los estudiantes -tal y como se viene haciendo estas últimas semanas- a las redes sociales viene a ser como culpar a la oca del foie por comer en exceso, o lo que es lo mismo, un descarado ejercicio de autoindulgencia por parte de quienes la han estado cebando.

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Si pretendemos conseguir cambios reales y eficaces en los resultados educativos, no serán las herramientas tecnológicas en boga las que nos lo traigan; por muy grande que sea su potencial no dejan de ser herramientas. La clave de esa transformación educativa -que siempre demandamos y siempre nos queda como asignatura pendiente- reside en nuestra disposición a sembrar la duda antes que la certeza, y a estimular al alumno a hacerse preguntas y a probar una y otra vez su validez, sin miedo a equivocarse, y no en abundar en esa ingesta constante de saberes que deberán asimilar o memorizar sin sentir la necesidad de hacerlo, y sin opción siquiera a cuestionárselo.

Consideramos el conocimiento como algo tan obligatorio e imprescindible que hemos saturado a nuestros alumnos con nuestra obsesión por hacérselo adquirir a toda costa. Y ante su única respuesta posible, la indiferencia o la resistencia pasiva, les tratamos como si fueran clientes a los que nos esforzamos en seducir con “ofertas” de un aprendizaje cada vez más fácil, más visual, más colorista o entretenido, para que las acepten sin esfuerzo, para que se las sigan tragando.

Pero lo que los chicos y chicas necesitan -y aprecian- es que convirtamos el conocimiento, una vez más, en un misterio a desvelar, en algo que si les atrae es, precisamente, no por su evidencia sino por estar oculto entre las sombras, aguardando a que lo descubran, a que se apoderen de él como recompensa a su curiosidad, ingenio, tenacidad o deseo. No, por mucho que se repita, los jóvenes no son -ni quieren ser- unos gansos.

(publicado originalmente en LinkedIn el 20.01.2023)

Una de las gordas

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

In Italy, for thirty years under the Borgias, they had warfare, terror, murder, and bloodshed, but they produced Michelangelo, Leonardo da Vinci, and the Renaissance. In Switzerland, they had brotherly love, they had five hundred years of democracy and peace. And what did that produce? The cuckoo clock.

(Orson Welles, The Third Man, 1949)

Cuando nos preguntamos qué tan gorda será la que nos está cayendo, escucho y leo muchas respuestas de carácter más o menos técnico, casi siempre referidas a coyunturas económicas, geopolíticas o tecnológicas sucedidas con anterioridad (aunque tampoco mucha). Mi manera de enfocarlo desde hace más de veinte años va por otro lado, menos habitual, aunque no por ello -creo- menos evidente para quien quiera verlo.

La manera más rápida de explicarlo es con el esquema que ilustra este texto. Cuatro grandes revoluciones en la manera en la que los humanos nos contamos el mundo y nos comunicamos entre nosotros. Cuatro grandes hitos en unos doscientos mil años desde que el primer sapiens sapiens se estima que dejó su primera huella. Si, como parece, lo importante escasea y lo escaso importa, estos cuatro “monolitos” del “storytelling” humano son para hacérselo mirar. 

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Lo digital es una revolución comparable en su impacto y amplitud a la que en el s.XV provocaron dos revoluciones tecnológicas: la revolución náutica (las nuevas embarcaciones que permitieron adentrarse en los océanos), y la imprenta de Gutenberg. Internet, o mejor la world wide web, supone una revolución similar a la de estas dos innovaciones juntas. El mundo se achica, la transmisión de ideas se acelera. Desde entonces -contando incluso con el salto que supusieron la revolución industrial, el tren, el automóvil o la TV- no se había creado nada capaz de reventar la sociedad y la cultura desarrollada por los modernos estados mercantiles que surgieron en el s.XV.

Lo que Internet y la interactividad en red causan al incorporarse a nuestra cotidianeidad social es una transformación inédita de la relación espacio-temporal en la que hemos vivido hasta hace bien poco. Sin entrar en demasiados detalles, en el s.XV, se produce una revolución en nuestra manera de entender el planeta, cuyos límites pasan de borrosos a definidos, de disuasorios a deseables.

De pronto, un cacereño se iba al otro lado del mundo y volvía, con suerte, enriquecido. El mundo, se convertía en algo abarcable dentro del plazo de una vida humana, e incluso varias veces. Algo que, un siglo antes apenas podía pensarse, cuando las coordenadas en las que se enmarcaba la tierra conocida eran mucho más próximas entre sí, véase el Mediterráneo de las Cruzadas, por ejemplo. En combinación con esa drástica miniaturización del planeta -que quedaba reducido en nuestra visión mental- a partir de las carabelas tomamos conciencia de que había cosas que iban y venían hacia y desde el otro confín de un planeta que nos habían descubierto redondo.

La aparición de la industria editorial potencia ese enriquecimiento, al favorecer que una idea viajase también de un lado a otro del mundo mucho más rápidamente, empaquetada y trasladada en pequeñas cajitas de papel; y que fuera capaz de generar movimientos sociales entre sociedades que no mantenían contacto físico entre sí. El texto impreso se convierte en el vehículo transcontinental que transportará las nuevas ideas revolucionarias que aceleran la transformación del mundo. En solo tres siglos, los poderes detentados por gracia divina durante milenios se derrumban, en gran medida, gracias a ideas diseminadas en libros que cada vez más gente corriente puede leer. La expansión de la galaxia llamada Gutenberg se asentó sobre una industria que haría crecer el mercado de los libros y que fue provocando que cada vez más y más lectores se convirtieran en periodistas, escritores o enciclopedistas.

Aun así, casi a punto de terminar el siglo XX, la mayoría de la gente ni siquiera soñábamos con escribir un libro que llegase a los ojos del público. El principio de autoridad que se había descabezado con la guillotina se mantenía intacto en la esfera de la cultura. Para escribir algo que mereciera la pena, había que superar muchos filtros. El del talento, el del tiempo, el del editor, el del crítico, el de la promoción y la venta. Y así se mantuvo hasta que llegó Internet. Hasta ese día en el que las personas descubrimos que ya no hacía falta talento especial para que nuestra opinión fuera publicada. 

Ni talento ni el tiempo que antes era factor imprescindible. Adiós, tiempo de reflexión, de búsqueda, de preparación… chau, tiempo para la publicación, que ya es inmediata. Au revoir, editor y crítico o, mejor dicho, nosotros mismos nos alzaremos para ser nuestros propios editores y críticos. Finalmente, si es que uno quería vender lo publicado, si quería multiplicar el número de sus lectores, había formas -o se prometían- de hacerlo sin gastar nada. Completamente gratis. Los espectadores nos transformamos en comentaristas, pero no por mucho tiempo; al rato evolucionamos a creadores de contenidos. 

Más o menos a partir de 2006, con la Web 2.0, con las RRSS, el texto ya era publicable por cualquiera, cuando, de pronto, el smartphone hizo posible que la imagen comenzara a reemplazar al texto. En 2020 ya todo el mundo emite, todo el mundo transmite. Aunque no sepas escribir, puedes crear contenidos y puedes publicarlos gracias al nuevo dispositivo con el que grabar y editar imagen y sonido. El siguiente paso, aproximadamente en 2030, tal vez antes, es el metaverso, es decir, de navegar a sumergirnos en la Red. En la dimensión metaversal nosotros mismos nos encarnamos en contenido. 

Criterio en cantidad

En realidad, lo que se cumple con Internet es que aquella declaración de los derechos universales que establecía que todos los hombres son iguales, que todos tienen libertad de expresión, ha ido evolucionando y deviniendo en que todas las opiniones expresadas son iguales y -por supuesto- tienen todas el mismo valor. 

A partir de una definición de igualdad hemos llegado a otra definición de igualdad, pero no tan igual, en la que apenas un pequeño matiz revela el cambio radical respecto al modo en el que se adquiere y transmite el conocimiento. La revolución burguesa, que perseguía dar voz al pueblo llano, ha culminado su ciclo. El último vestigio de la penúltima aristocracia, la del conocimiento y el saber, rueda por los suelos. El principio de autoridad es reemplazado por el de coincidencia, convergencia, o cantidad. Si todas las opiniones valen por igual, la única manera de saber la que hay que destacar, aquella a la que hay que prestar atención, será la que un mayor número de personas haya decidido apoyar.

De este modo, los prescriptores expertos son reemplazados por influencers. Es decir, los que se habían formado previamente y se habían ganado el atril para poder hablar, ahora son reemplazados por los que ocupan el atril y se ganan respeto según su capacidad para acumular seguidores; no tanto por el conocimiento demostrado, sino por el que se va autoafirmando por aclamación. Los críticos de cine, de gastronomía, de turismo, van siendo reemplazados por las puntuaciones anónimas. Las cartas al director por los “zascas” en Twitter. Los debates, por veredictos polarizados. La información, por la reafirmación. Queremos saber que estamos en posesión de la verdad.

La reflexión racional es sustituida por la reacción emocional. La empatía por la simpatía. El juicio crítico, por el prejuicio. El conocimiento de base pasa a ser sustituido por el conocimiento funcional de aplicación inmediata. Lo que tenía que invitar a plantear preguntas o dudas se convierte en un recurso para adquirir respuestas, sin cuestionarlas. Las ideas son reemplazadas por los datos. El proceso científico de inducción y deducción, por la previsión estadística. Los medios unidireccionales en un mercado plural son reemplazados por plataformas nodales de intercomunicación en las que cada usuario es un medio independiente, sí, pero todos ellos cautivos dentro del mismo monopolio.

Todo esto sucede en un espacio virtual, desvinculado del plano físico, del territorio vital. Los lazos de cohesión territoriales del vecindario, el barrio, el pueblo, la ciudad, la región, el país, se debilitan enormemente hasta llegar, como en las grandes ciudades ocurre, a prácticamente desaparecer. Cuatro mil millones de personas o más, compitiendo unas con las otras, aceptando solo a los que las reafirman en su manera de ver las cosas y distribuidas por un espacio intangible en el que las emociones son las nuevas razones.

Son las nuevas razones de casi cualquier elección o decisión. Este es el actual mercado global en gran medida. Por supuesto que lo físico permanece. Pero nuestra cabeza pasa cada vez menos tiempo dentro de él, hasta el punto de haber aceptado como válido el que el Internet de 2020 siga siendo en realidad algo tan inocuo como cuando mandamos aquel primer email allá por los primeros años 90, mientras pasamos una media de más de cuatro horas al día interactuando con los dispositivos digitales. Porque todo corre y se mueve ahora mismo por un entorno digital, aunque tengamos la impresión de cambiar de medio, del programa televisivo al artículo del periódico.

También es digital el entorno en el que nos desplegamos para trabajar, comprar, divertirnos, comunicarnos, relacionarnos o incluso medir nuestras zancadas mientras corremos o acompañar nuestra respiración cuando nos ponemos a dormir. Hemos sido considerablemente inocentes o despreocupados respecto al otro gran básico que supuso y trajo la interactividad; que cuando tú miras hacia algo también te dejas ver, y mucho más de lo que crees. Basta darse cuenta de cómo se ha reacondicionado Wall Street para obtener un indicador claro y fiable de la potencia del impacto digital.

En la cima del escalafón del valor bursátil se ha instalado en nada y menos una nueva especie o estirpe de empresarios “telépatas” que se sientan a nuestra mesa sin habernos advertido de su capacidad para leernos el pensamiento, al menos inicialmente. Y ahora llevan ya tanta delantera, están ya tan aposentados, que han dejado de disimular esa capacidad telepática. Lo más sorprendente es que ni siquiera contándonoslo abiertamente aceptamos creerlo. Ni siquiera cuando Facebook es acusado ante las autoridades, y se demuestra que manipula las emociones de sus usuarios para que se queden más tiempo dentro de sus “instalaciones”, cuando nos dicen que esas prácticas provocan conflictos, y algunos tan violentos como para llegar a enfrentamientos armados en alguna comunidad africana, abandonamos o cuestionamos o castigamos con el látigo de nuestra indiferencia a las redes de Zuckerberg. ¿Por qué?

Quizás porque la opción contraria, la de negarnos a usar sus servicios, no solo los de Meta, los de todos los demás, se nos antoja ya muy incómoda, prácticamente imposible de realizar. Así que la transición hacia una sociedad digitalizada en la que hemos cambiado prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, se ha cumplido sin apenas resistencia ni escándalo, y mostramos, en cambio, un enternecedor síndrome de Estocolmo.

Amanece, que no es poco

En los próximos años, las empresas que manejan la tecnología digital y sus extensiones intentarán afrontar aún más su asalto a la jerarquía de poder que se mantenía más o menos similar desde el nacimiento de la Europa mercantil en el siglo XV. Habrá tensiones. Habrá pequeños pasos atrás, no tan pequeños, claro, como siempre los hubo en cada cambio de paradigma. También, después de la Reforma de Lutero llegó una Contrarreforma desde Trento, pero no fue aquella una tensión que se llegara a resolver, ni mucho menos, con calma. Las guerras de religión (de poder) entre los que avanzaban y los que retrocedían arrasaron el continente europeo y, de paso, el imperio español. Me atrevería a pronosticar que si llegara a haber un gran conflicto bélico no será a causa de una disputa de lindes territoriales como la que creemos estar viendo entre Rusia y Ucrania, sino fruto de la colisión de dos dimensiones de naturaleza opuesta, pero ambas alimentadas por lo humano, por la interacción humana. A un lado, la dimensión tangible de siempre. Al otro lado, la dimensión intangible, la que apenas conocemos, la que apenas nos esforzamos en conocer.

Es decir, por un lado, la sociedad que se basó o se ha basado en la economía de mercado y del intercambio de bienes y servicios. Por otra, la sociedad disociada, jerarquizada por la posesión del tiempo y la percepción. En medio de ese camino hay una etapa intermedia que quizás estamos idealizando con el nombre de Metaverso y con la que estamos hablando de una nueva vuelta de tuerca digital, la que nos permitirá o forzará el acceder a la red de un modo necesariamente inmersivo, borrando así los límites entre una dimensión y la otra, entre la dimensión tangible y la intangible, y dejándonos a las personas la muy dudosa libertad de elegir cuando queremos entrar o salir de él, a sabiendas de que los dueños digitales tienen como principal objetivo el que pasemos el mayor tiempo posible dentro de sus recintos. No parece que ahora vayamos a presentar demasiada resistencia. Ni las personas, ni las empresas o los servicios públicos. Hay muchos beneficiarios en un cambio de la jerarquía de poder a los que les interesa impulsar esa transición. También los hay, que les interesa mantener el statu quo, pero es ya tradición que el recién llegado llegue con más empuje, con sus fuerzas intactas y sus estrategias inéditas.

Más de uno, además, de los que impulsan esa transición, tiene un pie también en los que impulsan la fuerza contraria, no vaya a ser que se queden sin ganar, sea cual sea la dimensión que termine por imponerse en esta nueva etapa, la de la inmersión en la red. Una vez desplegada en su totalidad, descubriremos, entre otras cosas, cómo nuestras emociones terminan contabilizándose, como cualquier otro de los datos aparentemente objetivos que hemos ido entregando hasta ahora. De pronto, serán las emociones las que generen la posibilidad de que se creen nuevos algoritmos, que se comiencen a procesar cálculos emocionales y a generar datos que se devuelvan a sus usuarios, no ya como información, sino también como emoción, que alcancen directamente a nuestro cerebelo sin ser detectados por el radar.

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

El conflicto no será entre naciones. El conflicto podrá estallar en cualquier sitio, en cualquier territorio, con cualquier chispazo. Las empresas del dato fundamentalmente son norteamericanas, pero no las únicas; otras “empresas” digitales en China son parte del “aparato”, como lo son en Rusia, como otras fuera de nuestro ámbito de occidente, en el que no temíamos amenaza tecnológica externa alguna hasta que un exceso de cortoplacismo nos la hizo real como la vida misma. Y luego están los hackers no alineados, los colectivos rebeldes o mercenarios, etc… El paciente cero pudo ser ese poder estructurado en torno a lo mercantil, en torno a lo que es o ya fue, tan antiguo que él mismo se ha ido enredando en su propia trampa sin capacidad para poder renovar la seducción de esos mercados que engendró, y que como los cuervos que uno mismo ha criado, no atienden ni lealtades ni razones salvo su avidez por descubrir nuevas joyas de las que apoderarse para seguir acumulando riqueza.

El sucesor, al que recibimos originalmente con aplausos, pensando que vendría a devolvernos la esperanza de la verdadera redemocratización, se encarna en Google, Meta, Apple, Microsoft, Amazon, que han conseguido guiarnos hasta las mismas puertas del Metaverso prometido, en el que nadie será quien no sueñe haber sido.

¿Qué pasará, entonces, cuando una oficina pública, pongamos, la que concede las ayudas a los proyectos innovadores y digitalizadores, o la oficina virtual de atención al cliente de un banco, abran sus “puertas” en uno de esos “metaversos” convenientemente nutridos de plataformas y nubes? ¿En manos de quién queda el rastro de esas operaciones, de esos datos y metadatos intercambiados?

No me refiero a los datos nominales, claro (¡salvemos la privacidad!) pero sí los datos anonimizados. Ahora, cuando el Banco entre en el metaverso estará obligado a asumir que el alcalde-presidente de la “parcela” en la que abre su nuevo portal no es un servidor público sino un organismo privado, a quien tendrá que rendir información suficiente como para que aprenda cada día un poco más de su modelo de negocio. O cada segundo, porque en la misma dimensión digital, ya lo hemos visto, tendrán sus puertas abiertas todos los bancos. Cuando todo un sector, ya sea privado o público, a nivel nacional, local o regional, empiece a brindar sus servicios al usuario metaversal, comprando parcelas al dueño no solo del terreno sino también de la maquinaría, ¿quién será el propietario y quién el capataz?

Tanto poder en desplazamiento es posible que haga aflorar en algún momento el conflicto ahora latente. Nadie ha entregado un estado de poder sin resistencia, ¿por qué tendría que ser así ahora?. ¿Entonces, el conflicto dónde va a empezar? ¿Entre países? Puede, pero de un modo tan directamente responsable como aquel atentado que hizo detonar la primera Gran Guerra, movido por unos hilos que se manejaban muy, muy lejos de donde el pobre archiduque voló en mil pedazos. Del mismo modo, nos enteraremos mal, tarde o nunca de cómo empezó todo. Lo que sí será previsible es que sea ese el conflicto del que resulte una sociedad rendida voluntariamente al control, o que esté mucho más tocada y controlada por la previsibilidad. Con el sanísimo propósito de que nada malo nos vuelva a ocurrir, ¿no? O bien, quizás, una sociedad que regrese a la oscuridad de la Edad Media, que renuncie al avance que supone la digitalización en tantas cosas a cambio de no perder por completo el control, de no ceder el control por completo en manos de unos pocos, de los dueños de una tecnología que nadie más que los que la diseñan, y ni siquiera ellos, serán capaces de contener o de controlar.

Lo que sí parece ya evidente es que cada vez que el “monolito” de la comunicación se vislumbra en nuestro horizonte, podemos esperar convulsiones pero no calcularlas; podemos alegrarnos o temer por ellas, lo que -francamente- da un poco igual a gran escala; podemos tratar de disimular nuestra preocupación, retrasar el momento de hacer sonar la alarma o incluso tratar de escabullirnos por la puerta de atrás, de noche, cuando nadie más mire. Pero que un cambio de ciclo nunca es pacífico, de eso, my friend, puedes tener la más absoluta seguridad.

It has been said that history repeats itself. This is perhaps not quite correct; it merely rhymes.

(Theodor Rike)

(publicado originalmente en LinkedIn el 12.09.2022)

Lo que ocurre en Google se queda en Google

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?
Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente.

Hagámosla corta. El homo zapping es -por mucho que nos duela- también ese mismo sapiens sapiens con el que tanto nos complace autodefinirnos. Como los venenos, como los perfumes, lo que en pequeñas dosis nos hace mejores, a grandes dosis nos deja hechos unos zorros. Véase una humilde subdivisión celular, imprescindible para nuestra vida en proporciones controlables, y absolutamente letal cuando se descontrola y se vuelve tumoral. O el turismo, o el consumo, o las convicciones ideológicas o… perdón, esta serendipia no toca hoy, no ahora; venga, hagámosla corta.

Zapear es lo que decíamos que hacíamos cuando apenas había más de cinco u ocho opciones en el televisor por las que botábamos y rebotábamos en el lapso de pocos segundos, como si aquel panorama fuera a haber sufrido un cambio radical respecto del anterior cuarto de minuto. Contra lo que se pudiera pensar, no nos dedicábamos a tales volatines audiovisuales porque hubiera más o menos canales sino porque ya no había que levantarse del sofá para pasar de uno a otro. La madre de todos los zapeos no fueron las plataformas multicanal sino el mando a distancia. Si quieres desenganchar a tu familia del consumo televisivo indiscriminado, basta con esconder el control remoto durante unas horas (no basta con que las pilas se hayan gastado, como la experiencia bien nos ha demostrado). El interés por saber qué habrá en otros canales es inversamente proporcional al número de sentadillas necesario para descubrirlo.

En aquellos años de la promiscuidad y la proliferación temática, estimulada por partidos políticos que buscaban a toda costa aumentar su influencia a base de licencias televisivas, descubrimos relativamente pronto que los dueños de los medios, en España, eran unos pocos, muy pocos, apenas un manojito que se podía enumerar con los dedos de una mano: en portada figuraban los Polancos y Cebrianes, Pedrojotas, Laras, Berlusconis o Roures, y ya en páginas interiores, accionistas de otros sectores con intereses en lo mediático (quién no), que terminarían por quedarse o renunciar, entre ellos los Ciegos o los Obispos o, algo más tarde, los Telecos. Como firmas invitadas, otros señores de medios menos aparatosos pero no por ello menos influyentes como los Bergareche o los Godó o los Joly. Para qué seguir; tampoco es necesario aquí ser exhaustivo en el recuento.

Nos quedamos todos tranquilos, las masas, digo, con esa idea de los “grupos mediáticos” que venía a encajar relativamente bien con aquella romántica ilusión de un “Cuarto Poder” que, a base de ser poder se había olvidado a conciencia de su misión de denuncia o exposición de los abusos de los otros tres. Nada que no estuviera ya presente desde su génesis, tal y como había dejado claro el Ciudadano Hearst.

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Y entonces llegó Internet, que los grandes grupos mediáticos contemplaron, en principio, como un entorno al que convenía demonizar antes que comprender. La cascada de noticias que los medios “tradicionales” difundían (y aún difunden, como hemos visto en el “caso Escalona”) cada vez que se producía una fuga o un derrumbe en la dimensión digital era cosa de asombro. Confiados en su poder de persuasión e influencia, cuando quisieron darse cuenta de la profundidad del abismo por el que se precipitaban, los mass media ya no supieron ni a qué saliente aferrarse ni si merecía la pena intentarlo siquiera. Ahí parece que siguen muchos de ellos, porque incluso la larga caída arrastra una estela en la que muchos interesados aún acumulan ingresos, proclamando que el emperador no está desnudo mientras se le ve el fondillo entre los remiendos.

¿Y a nosotros, lectores, espectadores, oyentes, ávidos consumidores de medios por todos los medios, en qué nos importa su duelo o su desdicha? ¿Les debemos algo a esos tótems mediáticos que hace ya décadas dejaron de cumplir con la misión con la que se habían ganado nuestra confianza ciega? No, claro que no. El destino de una Prisa o un Mediaset nos la trae al pairo, más aún si todavía no hemos cumplido los treinta años. Sin embargo, hay algo a lo que sí deberíamos -quizás- prestar algo más de atención, especialmente los menores de treinta años y los mayores que se preocupen mínimamente por su futuro.

El zapping, hiperdescontrolado

Oímos por ahí, decimos y repetimos que el público es ahora el dueño de lo que ve; el juez implacable de lo que se muestra, sin intermediarios, e incluso el autor/creador de sus propios contenidos. A diferencia de lo que ocurría con los canales “de toda la vida”, los canales que nos cuesta entender como tales son los que construimos, editamos y promocionamos cada uno de los cuatro mil millones y medio de usuarios de redes sociales hoy en activo. 

(Para los de letras esa cifra supone la mitad de la población del planeta, pero si aplicáramos consideraciones más restrictivas como la edad o el nivel de alfabetización o acceso a redes, podríamos decir que prácticamente la totalidad de los terrícolas con potencial para comunicarse).

A día de hoy, aún hay muchas compañías especializadas en ofrecer servicios de comunicación a todas las demás que tratan a los usuarios de social media como si fuéramos los receptores de la emisión unidireccional que controlaban los mass media a su medida y conveniencia. Han hecho una traducción rápida de roles (seguramente usando el traductor de google) y donde ponía prescriptor tiran de “influencer”, y han cambiado métricas de audiencia por “impresiones”, como si fueran análogas.

El principal descuido que cometen en esta traducción que parece contentar a ambos lados del comercio de contenidos es el de creer que la segmentación de públicos hiperprecisa que les facilitan los soportes digitales ya garantiza el éxito de sus mensajes y campañas. Obvian más o menos consciente y calculadamente que si el proveedor de las herramientas de análisis es para todos el mismo (llámese, por ejemplo google analytics) lo evidente es que todos los competidores tendrán, por tanto, el mismo nivel de acceso al mismo tipo de información y, por tanto, al mismo tipo de inteligencia para su inversión en medios. Salvando la diferencia de presupuestos, es más que probable que una compañía y su rival terminen tirando de los mismos adwords para el mismo público y en el mismo momento, ya que comparten al mismo analista que es, además, el propietario del medio en el que se alojan todos esos millones de canales creados, nutridos y defendidos por nosotros, la nueva raza de los “creadores de contenidos”.

Aquí todos perseguimos “la fama”, y lo hacemos la mayoría de manera “noble” o “timorata”, otros descaradamente, “a la Escalona”, y muchos, incluso, llegando a comprar seguidores por centenas o millares en las granjas donde se “cultiva” a otros espectadores con nuestra misma apariencia pero sin cuerpo ni sustancia, igual que los famosos pollos sin cabeza de la comida rápida. Los participantes del negocio de la publicidad online prefieren mirar para otro lado antes que admitir que las métricas tan precisas de las audiencias digitales no son más que las sombras de la caverna con las que ilusionar a unos clientes que, en las contadas ocasiones que deciden asomarse a la realidad, se dan de bruces con la soledad real en la que viven sus marcas.

Mientras, el espectáculo debe continuar, y nadie parece querer ser el primero en reconocer lo que cualquier habitual de casino sabe: que todos los jugadores que acudimos a la mesa a depositar nuestras fichas -pocas o muchas- lo único que hacemos es marear la perdiz y obtener una ficción de ganancia, porque la única que solo puede ganar es siempre la banca. Y aquí es donde cabe la siguiente pregunta…

El hiperzapping, bajo control

Si nos parecía que los medios tradicionales estaban en manos de unos pocos cuando eran menos de cien los canales y más de veinte los propietarios, ¿qué deberíamos pensar ahora que todos esos miles de millones de canales se alojan en plataformas de las que son dueños absolutos apenas una decena de firmas?

Seguimos mirando a las pantallas como si por el hecho de ser eso, pantallas, lo que hay detrás de ellas siguiera funcionando del mismo modo que hace veinte años, es decir, como si el dueño del contenido fuera el dueño del canal y, por tanto, el dueño del medio, cuando no es así ya, ni remotamente. 

El negocio de Youtube, por mencionar una de esas plataformas (precisamente la que el “infamoso” Escalona ha elegido para labrar su pequeña parcela de malas hierbas) se basa en hacernos creer que lo importante es conseguir audiencia, tal y como hacían nuestras entrañables cadenas televisivas pelear por el rating y por el share. En realidad eso no es más que el mcguffin, la ilusión, el cebo para que nos dediquemos a alimentarlas y realimentarlas con nuestros contenidos, recomendaciones, comentarios y visitas. Gracias a ello, lo que consigue Youtube es que nos movamos todos por el interior de su gran casino de luz, color y sonido, a ser posible durante tanto tiempo que perdamos de vista el recuento de los días y las noches.

Es cierto que si tienes muchos seguidores, visualizaciones, impresiones… la plataforma paga. ¿Y qué? ¿Con qué dinero paga el casino a los que salen victoriosos de la mesa de ruleta? Con el que han perdido los demás, claro. El negocio del optimismo es inagotable. “Todos los días nace un tonto” es el lema de los timadores. “Todos los días nace un influencer iluso” es el de youtube, insta, tiktok, meta, spoti, twitter y cualquier nuevo “player” que tenga el capital, el respaldo o el coraje suficiente como para construir otro casino en estas nuevas vegas digitales que -al igual que en las del oasis legal de Nevada- a poco que se escarbe bajo la moqueta roja y las cascadas multicolores no hay otra cosa que la arena del desierto.

Cuatro mil millones y medio de canales. ¿De verdad cree alguien que cuando los dueños de Youtube (o Meta, o cualquier otra bigtech) dan alguna de sus charlas -o envían tutoriales para que aprovechemos y promocionemos nuestros contenidos con más eficacia- les preocupa lo más mínimo quién sacará mejor partido a sus consejos? Todo lo contrario, el sermoncillo de un(a) gerente regional -un(a) director(a) comercial, vaya- persigue así, a primera vista, dos objetivos que no tienen nada que ver con el declarado: por un lado, mantenernos dentro de la ilusión del casino, de la posibilidad de que algún día juntemos las tres cerezas y nos toque el premio gordo de convertirnos en influencers, o lo que es lo mismo, que los galgos sigamos a la carrera, vuelta tras vuelta en pos de la liebre imposible.

De paso consiguen que en nuestra febril persecución atraigamos la atención de nuevos jugadores, que son los que de verdad importan, no tanto por la audiencia que aporten sino por pasar a formar parte, ellos mismos, de la tribu de los que deambulan día y noche por sus pasillos virtuales. Al fin y al cabo un canal y un pasillo son cosas muy parecidas.

El objetivo principal es, una vez más, el de concentrar y controlar cada vez más tiempo de atención, es decir, tiempo consciente, tiempo vital, de esos millones de usuarios que somos, en realidad, los mismos millones de consumidores a quienes las marcas a las que presumen de servir los social media les cuesta más y más llegar, forzadas a pasar por sus casetas de peaje, apenas un puñado para todo el planeta.

Pero eso es otro contar… (eso sí, si alguien quiere ponerle música, recomiendo acompañar la lectura con esta copla de Bruce Springsteen que me ha rondado desde la primera frase).

(Publicado originalmente en Linkedin el 20.08.2022)

photo: pexels-imustbedead

Selfivisión Plus

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Despedir a todo el equipo de atención al cliente mediante un vídeo previamente grabado, o a 900 empleados en una videollamada de pocos minutos, son noticias recientemente publicadas que han generado cierto desasosiego, tampoco mucho, si somos sinceros. Se han tratado y comentado en gran medida como si fueran salidas de tono extraordinarias, anomalías, extravagancias de ejecutivos psicópatas.

Sin embargo, en algunos países ya nos hemos ido acostumbrando a que los responsables políticos comparezcan a comunicar sus medidas -y algunas nada gratas para los ciudadanos- en una pantalla de plasma, desde antes incluso de que hubiera una pandemia acechando a la vuelta de la esquina.

Tampoco es novedad ya (hasta los boomers lo hemos aprendido) el que se pueda dar por terminada una relación afectiva con un simple mensaje de whatsapp; o incluso sin él, simplemente cortando los hilos de las aplicaciones que usabais como punto de encuentro. Tan fácil, tan frío. Un correo electrónico es hoy un arma tan precisa, certera y silenciosa en el entorno laboral o empresarial como la pistola con silenciador de las películas de asesinos a sueldo, o como el uso de drones para borrar a alguien del mapa a muchos kilómetros de distancia, sin tener que desgastarse en el cara a cara.

Solemos achacar estos comportamientos a una especie de deterioro generalizado de la empatía, y en más de una ocasión como efecto colateral de la aceleración y el distanciamiento experimentados por este nuevo mundo digitalizado y globalizado. Es lógico que pensemos así porque si hay todo un mito construido en nuestra sociedad es que la distancia es el olvido y el roce hace el cariño.

A menor roce y más distancia, la ecuación solo puede arrojar un resultado. Sin embargo, eso podría explicar la pérdida de amor, pero ya que no necesitamos llegar a esos extremos afectivos ¿explica también la pérdida absoluta de empatía por nuestros congéneres? Me pregunto más bien si la distancia que provoca ese deterioro en la manera de mirar a los demás no tendrá su origen, precisamente, en el propio formato con el que miramos, eso que en un artículo anterior llamaba Selfivisión.

Tu cara es un cromo

Esa disociación de forma y contenido que se refleja en todos y cada uno de los planos de la digitalización, y que incluso ha llegado a reflejarse en la distancia cada vez mayor entre la persona que somos y la máscara con la que nos mostramos ¿cómo no va a influir en la manera en la que percibimos a los demás? Si nosotros somos los primeros que manejamos nuestro yo digital como una producción audiovisual, en la que no todo es mentira pero, desde luego, no todo es verdad ¿cómo llegar a albergar un sentimiento profundo por los demás personajes del reparto, que apenas pueden aspirar más que a ser los secundarios de esa “peli” en la que nosotros somos los protagonistas?

A la velocidad a la que se mueve la Red y a la que nos movemos dentro de ella, las caras se suceden una tras otra sin tiempo para adquirir volumen. Como cuando de niños coleccionábamos cromos (me refiero a los que fuimos niños hace medio siglo, claro) hacíamos lo mismo que ahora veo hacer en Tinder. Sile, swipe, nole, swipe. Los perfiles de las redes sociales muestran nuestra foto y nuestra brevísima descripción para que podamos decidir a toda velocidad si nos quedamos con ese cromo o lo cambiamos por otro.

En esa objetualización propia está implícita otra aún mayor, la de los demás; lo que permite preguntarse si será una tendencia que las generaciones más jovenes y digitalizadas desde la cuna manejarán sin conflicto o si, por el contrario, a medida que vayamos sumergiéndonos en un nuevo formato de web, inmersiva, tridimensional, “metaversal” la separación entre personas y avatares llegue a ser tan insalvable que nos dé igual lo que pase con esos “muñecos” que comparten con nosotros el escenario del “videojuego”.

Quizás sea ese el escollo invisible al que deba enfrentarse la exploración y la explotación del anunciado metaverso (por mucho que Zuckerberg haya corrido para vendernos sus parcelas sobre plano, haciéndonos dudar de si la especulación inmobiliaria no habrá que considerarla un sesgo antropológico de nuestra especie). Quizás todo lo que hemos conseguido proyectar como imagen personal en el plano digital no nos devuelva la misma satisfacción si al “avatarizarnos” resulta que se hace añicos la última barrera de la credibilidad.

Una cosa es que lo que mostremos sea una versión favorecedora de nosotros mismos; pero a día de hoy (salvo estafadores, que los hay) esa persona que enseñamos en nuestras fotos y vídeos es, en gran medida, la misma que somos en realidad. Para sumergirnos en el Metaverso (llamémoslo así, por simplificar) necesitamos un traje de buzo o de astronauta: nuestro avatar. Al fin y al cabo no es lo mismo navegación que inmersión, y de eso va la nueva vuelta de tuerca de la Red, el que podamos recorrerla desde el interior, lo que implica de algún modo un cambio de dimensión, de atmósfera, de gravidez… de planeta.

Todo el día es Carnaval

Dice “el tío Mark” (y corean los más chic) que el metaverso abre un nuevo e infinito horizonte de negocio, de luz y de color; y que uno de ellos, heredado del sector del vídeojuego, será el de la venta de disfraces y complementos para enriquecer la expresión y la personalidad de nuestros avatares. La apuesta es trasladar el mismo patrón de diferenciación que enriqueció el sector de la moda al plano inmaterial; más o menos como cuando Neo, Trinity y Morpheus, aparecían “avatarizados” en la Matrix, luciendo guaperío de cuero negro y gafas de sol mientras que ahí abajo -prisioneros del mundo físico- andaban cubiertos apenas con unos andrajos remendados.

Quién sabe, puede que lleguemos a eso, puede que nos arrojemos a vivir la vida loca en lo virtual mientras vamos reduciendo paulatinamente las ocasiones para el disfrute físico. Casi todas las distopías apuntan de un modo u otro en esa dirección. 

Por el momento no es así. Por ahora dedicamos buena parte de nuestro tiempo y atención a crear, editar y proyectar nuestra imagen al “público”. Ya sea por motivos de trabajo, sociales, amorosos o comerciales, nos hemos convencido de que no podemos descuidar esa imagen con la que nos proyectamos en el entorno digital. En la inmensa mayoría de los casos, lo que mostramos no es una mentira salvo por omisión; es una versión edulcorada, sí, pero que no deja de ser real.

De hecho, gran parte de su valor, de la recompensa que obtenemos reside, precisamente, en que es nuestra cara la protagonista de esos momentos seleccionados, de esas fotos y vídeos admirables por el motivo que sea (desde la belleza del entorno a la integridad del mensaje, pasando por el humor del que hacemos gala). Entonces, cuando nos adentremos en ese metaverso en el que Zuckerberg y muchos más nos va a vender caretas y disfraces ¿a quién verán los que nos miren? ¿A nosotros? ¿A un cartoon? ¿A un personaje de vídeojuego del que no sabrán qué parte de lo que se ve es real o, una vez sembrada la duda, si quedará algo de realidad en alguna parte de eso que se ve?

The higher they rise…

Lo que se ha puesto de moda en llamar metaverso nos sitúa, me parece, en una encrucijada. A un lado, el camino que se nos está mostrando -vendiendo-, como una versión enriquecida de nuestra experiencia digital, es decir, un paso más en la misma dirección en la que ya caminábamos, un progreso.

El camino alternativo, en cambio, más que un avance puede llegar a parecernos un desvío o, incluso, un retroceso. Depende mucho de hasta qué punto lleguemos a sentir que ese avatar con el que nos adentramos en el nuevo entorno es capaz de respetar y transmitir la imagen que tanto nos cuesta construir. Total, para que luego digan que es un disfraz y, al abandonar el baile del Carnaval, al despojarnos de la ropa y la careta que hemos alquilado, como en la canción de Serrat, cada quien vuelva a ser cada cual. Esa “bajona” se aguanta un día de vez en cuando, pero ¿a todas horas? ¿y en el aula y en el trabajo también? La perspectiva me resulta tan aterradora como la perenne sonrisa del Joker.

El riesgo -ya lo estamos viendo reflejado en la creciente oleada de ansiedad y problemas de autoestima que sufren los niños y jóvenes de Occidente- es que el sueño sea tan apetecible que prefiramos quedarnos a vivir dentro de él, que el metaverso termine convirtiéndose en una metaversión de los fumaderos de opio. No sería la primera vez.

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 22.02.2022

Selfivisión

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

Una pregunta para mayores de… ¿veinte años?

¿Recuerdas cuántas veces al día veías tu propia cara antes de que llegaran los smartphones y las redes sociales, allá por el 2007?

¿Recuerdas cuántas ocasiones tenías de escuchar tu propia voz en una grabación antes de que llegaran los mensajes de voz? ¿Y la rareza que te provocaba el oírla así, por fuera de tu cabeza, como si fuera la de otra persona?

Eso que ahora nos parece tan trivial, lo de vernos y escucharnos continuamente en la pantalla del móvil o el ordenador, ya sea en foto o en vídeo, es probablemente uno de los factores más impactantes de la disrupción digital. Y no lo es solamente porque hayamos pasado a formar parte de lo que antes era un territorio exclusivo de estrellas de la pantalla, ya fueran actores o políticos -disculpen la redundancia-, famosos o profesionales de los medios.

Es relevante porque al hacerlo, al convertirnos en los protagonistas de nuestros propios canales en las redes, hemos transformado por completo el sentido y el significado de nuestra imagen. Hemos pasado de vernos ocasionalmente en fotos y vídeos que documentaban lo que habíamos sido y hecho a mostrarnos a los demás para conseguir lo que deseamos ser y hacer.

En el actual audiovisual no solo somos los protagonistas y los dueños de nuestro propio contenido mediático. Conscientes de ello, además, lo preproducimos, lo producimos y lo postproducimos, para transmitir la imagen que deseamos que los demás perciban de nosotros. No pretendo entrar a cuestionar, como ya es tópico, la sinceridad de lo que mostramos, sino el efecto que eso provoca en nuestra cabeza, en cómo nos ha llegado a cambiar la manera de percibirnos a nosotros mismos. Más o menos involuntariamente hemos pasado de tratarnos como sujetos a hacerlo como objetos.

A diferencia de la época predigital, la foto que nos tomamos no responde tanto a una improvisación del momento como a una intención premeditada con un destino predefinido: el espacio mediático social de la Red. Al igual que en aquel tiempo ya olvidado, procuramos salir “guapos” en la foto, por supuesto, pero ahora, además de componer atrezo, vestuario y peluquería dentro de lo posible (y algunos más allá de lo posible), nos esforzamos en cuidar la localización, la luz y el encuadre. Y no nos conformamos solo con eso.

Disparamos varias fotos o realizamos varias “tomas”, para poder seleccionar después aquella que consideramos que es más “publicable”, incluso para la restringida audiencia de quienes no aspiramos a ser “influyentes”. El poder de sugestión del medio, de vernos en una pantalla -aunque solo sea por imitación a lo que hemos visto durante décadas en la del televisor- nos lleva a actuar como si nos fueran a ver cientos o miles de desconocidos. ¿Quién sabe?

Una vez elegida la foto, o el vídeo, y gracias a la enorme capacidad de las aplicaciones que nos lo facilitan, pasamos a edición, es decir, a recortar lo que no debería permanecer ahí, para la posteridad. En la fase de postproducción, por último, aplicamos un filtro más o menos embellecedor o artístico y, entonces, cuando estamos satisfechos con el resultado, a veces después de consultarlo con otros, lo publicamos. Lo hacemos, además, fingiendo una espontaneidad que está claro que ya no es tan “espontánea”, lo que los profesionales nos enseñaron que se llamaba “un robado posado”. Y todo este proceso no sucederá solo una vez; porque tenemos el arma y la motivación, y porque las oportunidades nunca escasean.

Una de las consecuencias de esta evolución de nuestra experiencia audiovisual es que irrumpe en la percepción de nuestra propia identidad; del sentido que adquiere para nosotros mismos tanto como de su papel en nuestra relación con los demás. Cada vez más, no son las fotos las que queremos que se parezcan a nosotros (como cuando Kodak nos vendía carretes y carruseles para conservar nuestros mejores recuerdos). Cada vez más, al crear todo ese despliegue de imágenes que anticipan en muchos casos el contacto presencial, somos nosotros los que queremos parecernos a nuestras fotos, a esa imagen que hemos compuesto y que nos gusta tanto proyectar.

De este modo, la distancia entre el yo que somos y el yo que mostramos se va ampliando poco a poco (o no tan poco, tal vez). Antes, cuando solo nos mirábamos al espejo un par de veces al día, era la interacción con quienes manteníamos una relación -cercana, cotidiana, física- la que nos devolvía el reflejo de lo que éramos. En esas condiciones nuestra imagen no podía distanciarse demasiado de la realidad, ni siquiera en Carnaval.

Ahora somos nosotros los que construimos ese reflejo para los otros, para muchos otros, con quienes mantenemos una relación que puede ir desde lo anónimo hasta lo puntual o televisado. En este nuevo formato de relación reemplazamos el ser por el parecer, en una estilización -insisto, generalmente inocente, pero no inocua- que termina por condicionarnos, por “engancharnos”.

El fenómeno, aunque lo trate aquí de ese modo, no es algo aislado. Este festival de egovisión es, en definitiva, un síntoma más de la disociación entre forma y contenido que reside en lo más esencial de la revolución digital.

Al manipular nuestra imagen, al convertirla en un objeto externo a nosotros mismos, no solo nos hacemos menos dueños de ella de lo que -paradójicamente- nos creemos, sino que abrimos la puerta a que se hagan dueños los demás, a que nos “memifiquen”, a que nos miren y a que -no hay más que ver los comentarios en las publicaciones de famosos y anónimos- nos cataloguen o evalúen como si fuéramos eso que hasta hace poco no éramos: simples personajes de la pantalla, en dos dimensiones, sin mayor profundidad.

P.S. Si has llegado hasta aquí (gracias) aprovecho para recomendarte que leas la historia de la imagen que ilustra este artículo. Lo de que el retrato sea una versión (muy) mejorada de nosotros mismos no es nuevo, sobre todo cuando tiene un propósito de venta. Es ahí donde hemos acabado recalando todos, y es ahí, en la universalización del fenómeno donde todo se altera. Porque… ¿cuando todos hemos caído en la tentación de vendernos, quiénes serán los que confíen en lo que enseñamos y quieran comprarnos?

(artículo originalmente publicado en LinkedIn el 20.02.2022)

Mario Camus, historiador

Gracias a Mario Camus, tanto las series y películas que realizó como los guiones que firmó para otros, cualquier alumno, estudiante o aficionado a la historia contemporánea española dispone de un archivo visual inigualable que recorre, desde “Los desastres de la guerra” hasta “La Rusa”, los siglos XIX y XX de nuestro país.

Soñé durante muchos años con llegar a hacer un documental que no hice.

Trato de recordar ahora cómo fue que surgió aquel sueño. Me imagino que en parte fue fruto de la lectura adolescente de los Episodios Nacionales, así, de un tirón, gracias a una concatenación afortunada a lo largo de los años; desde la semilla plantada por Elisa Vallina -mi profesora de Sociales en el cole- hasta el hecho de que se publicaran en lujosos fascículos coleccionables “de venta en el kiosko”, y, sobre todo gracias -sí, gracias- a un accidente que me tuvo postrado en cama durante un par de semanas durante las que cayeron las dos primeras series.

La primera serie de los Episodios está plagada de asedios ciudadanos; Zaragoza, Gerona, Cádiz… y, de alguna manera, quizás también Madrid. El año pasado, cuando comenzaron a confinarnos en las ciudades, cuando reeditamos el asedio de los “fanfarrones”, ahora invisible, pandémico, se conmemoraba precisamente el centenario de la muerte de Galdós. Justo antes del encierro, en un viaje relámpago de ida y vuelta en un día, y a bordo de un tren desierto, me acerqué a Santander, a visitar a Mario Camus.

Al surgir el tema del año Galdós le pregunté cómo era posible que la televisión española no hubiera nunca producido una serie sobre los Episodios galdosianos. Me respondió que algo se intentó; en tiempos de “la Miró” el proyecto estuvo sobre la mesa. Por lo visto se había planteado como un proyecto ambicioso, que implicaba a diferentes realizadores, pero que -quizás por esa misma ambición- nunca había llegado a materializarse.

En todo caso, ese documental que yo soñaba con hacer algún día, era el que me había llevado a Santander, a ver a Camus, pero no versaba sobre Galdós ni sobre los Episodios, ni sobre literatura. Tampoco sobre cine, al menos no desde una perspectiva cinéfila, sino sobre la historia contemporánea de España. Sobre una manera de contarla que, estando a la vista de todos, parecía haber pasado desapercibida. Lo que me ocupaba el pensamiento a saltos, pero desde hacía ya veinte años, era contar la historia de un historiador excepcional en todo el sentido de la palabra, el propio Mario Camus. A nadie se le escapa su talento como gran director de cine, como reconocido guionista y adaptador de algunas de nuestras mejores novelas, incluso novelas que costaba imaginar traducidas en película o serie televisiva. Sin embargo, pensaba, apenas se había puesto en relieve que la obra visual de Camus recorría de punta a cabo nuestros últimos doscientos años. En pocas entrevistas, si acaso – en realidad, en ninguna que yo hubiera visto o leído- se resaltaba ese aspecto de la filmografía de Mario Camus.

Más aún, el propio Mario parecía haber pasado por alto esa cuestión hasta que no se la planteé por primera vez, hacía ya años, en su casa de Ruiloba, cuando comenzaba a pergeñarse esta idea, esta hipótesis del documental que, cuanto más tiempo pasaba, más me pesaba no echar a rodar.

Literatura e historia, a veces coetáneas, como en el caso de Galdós o Cela, a veces rememorada, como en el caso de La ciudad de los prodigios o La Rusa. Camus había ido fundiendo la historia sabida, la de los libros con mayúsculas, y la intrahistoria, la de las vidas de la gente minúscula, haciendo que la menor de ellas fuera el vehículo para que pudiéramos acercarnos a la mayor, eliminando las distancias temporales y construyendo así, el vínculo que nos enhebra a todos. 

Gracias a Mario Camus, tanto las series y películas que realizó como los guiones que firmó para otros, cualquier alumno, estudiante o aficionado a la historia contemporánea española dispone de un archivo visual inigualable que recorre, desde “Los desastres de la guerra” hasta “La Rusa”, los siglos XIX y XX de nuestro país, como se puede comprobar solo con echar un vistazo al esquema que ilustra estas líneas.

Historia Contemporánea de España en la filmografía de Mario Camus

“Los derechos de todas los tiene Cerezo”, me dijo. “Habla con él, porque si él no los cede, no tiene sentido que hagamos nada”. Tenía razón. claro. Si algo conocía bien Mario era su medio, y no solo en la parte técnica o artística, sino en los entresijos de la producción, de quien tuviera o no la llave para que un proyecto arrancara o se hiciera realidad. A los tres días se decretó el estado de alarma. Nunca pensé que aquella tarde, cuando nos despedimos, fuera la última que le vería.

Lo cuento ahora porque sigo creyendo que hay una historia escondida entre los distintos episodios del Camus historiador. Porque él -al igual que hiciera John Ford, con quien tanto comparte- contribuyó a convertir la Guerra de la Independencia en nuestro western de bandoleros; y a reconstruir el avispero de la postguerra en la tertulia del Gijón, de la que él mismo formaría parte algunos años más tarde; y a descubrirnos la crueldad cotidiana de la incombustible España de los caciques; en definitiva, a revelar fotograma a fotograma el imaginario de dos siglos que, sin su mirada, nos costaría mucho más llegar a reconocer.

Publicado originalmente en LinkedIn el 12.10.2021

Data is the question

Una vez que tanto personas como empresas estemos digitalizadas y los datos de unas y de otras afluyan sin cesar… ¿qué impide que surjan nuevos modelos de relación que ya no se limiten al ámbito del consumo privado sino que irrumpan también en los modelos de servicio público? ¿Qué pasaría si el intermediario al que se supera es el propio estado en aras de los siempre prometidos beneficios de eficiencia, ahorro, agilidad… justo esos que tanto echamos en falta en la gestión pública?

En el último mes de 2020 aparecieron en los medios dos noticias sobre Facebook que en medio de todo lo que nos atenaza creo que conviene traer a primer plano. En la primera semana de diciembre se publicaba la demanda de la Comisión Federal de Comercio estadounidense pidiendo desagregar la compañía en otras de menor tamaño, aplicando las normativas antimonopolio a la red social de Zuckerberg. La otra, del 23 de diciembre, es la comunicación de que Facebook se avenía a pagar algo más de 34 millones de euros a la Hacienda Pública española en concepto de atrasos del impuesto de sociedades durante el lustro 2013-18.

La primera conclusión que se puede extraer de ambas noticias es que, sin duda, la revolución digital va muy por delante de las instituciones y de las naciones. Tanto, diría, como que la mayoría de estas aún no se han enterado de cuál es la esencia de su impacto sobre los ciudadanos y, por tanto, a qué deberían prestar atención a la hora de fiscalizar su actividad.

En muy pocas líneas, la revolución digital es la primera revolución tecnológica que ha alterado el orden habitual de adopción de los avances tecnológicos. Por primera vez no han sido las industrias ni los ejércitos los primeros en utilizar y apropiarse de las posibilidades que introdujeron las redes sociales, el smartphone, las apps y, en definitiva, todo esto que hoy hemos dado en llamar -de un modo más o menos ambiguo- “la digitalización”. Han sido las personas, millones de personas, las que han hecho de Facebook, Youtube, Instagram, Twitter o TikTok los gigantes que son hoy. Y no solo ha ocurrido con las redes sociales, sino con nuevas empresas que la gente ha aupado al trono de sus sectores de la noche a la mañana: Booking en la hostelería, Spotify en las discográfica, Netflix en la del contenido audiovisual, Uber en la del taxi, Stripe y Paypal en la financiera, o -por supuesto- Amazon en el comercio, al igual que tantas, tantas otras.

Por no hablar de Google, claro, el ¿buscador? a través de la cual se entiende y se muestra nuestro mundo hoy. Desde conducir hasta comprar un billete de avión, pasando por todo aquello que pueda interesar a una persona; todo, todo, cruza en algún momento el territorio Google, en cualquiera de sus expresiones.

Todos estos gigantes empresariales tienen en común el haber llegado a lo más alto de sus respectivos sectores sin haber tenido antes ninguna experiencia de relevancia en ninguno de ellos. ¿Cómo lo han hecho, entonces? No tenían tanto capital, ni conocimiento como para haber asaltado el poder por los mecanismos que ya conocíamos. Sencillamente tenían nuestros datos.

Gracias a los billones de datos que venimos transmitiendo continuamente desde hace una década, los fabricantes de algoritmos, los expertos en hibridar los unos y ceros de un e-commerce con los unos y ceros de una app de geolocalización, han conseguido situarse en la pirámide de cada ecosistema industrial por encima de sus “productores” y/o “propietarios” para, así, imponer nuevas reglas y redefinir modelos de negocio que creíamos muy maduros.

Estos nuevos modelos de negocio no se han basado -también por primera vez- en modificar el producto o servicio en sí mismo; lo que consumimos sigue teniendo las mismas cualidades a lo largo de toda la cadena, ya sea un viaje en taxi o una canción. Uber no ha inventado un nuevo vehículo ni Spotify un nuevo soporte musical. El nuevo modelo impuesto se ha desarrollado a partir de superponer a lo que ya existía una capa de gestión inteligente de esa cantidad masiva de datos que todos nosotros proporcionamos sin cesar, muy especialmente (pero no solo) los que transmitimos al buscar, elegir y consumir esos productos o servicios. A cambio de “quitarnos” pre-ocupaciones (como la de cuál será el precio de un trayecto de taxi, o la mejor oferta de un hotel o un vuelo, o dónde habremos guardado el disco que queríamos escuchar en ese momento), los nuevos modeladores del negocio han podido acceder a una posición de dominio sin necesidad tampoco -y esto es clave- de aportar un capital millonario para conseguirlo.*

Su asalto ha sido tan sutil y colosal como el del caballo que Ulises le “regaló” a los troyanos. Cuando se han querido dar cuenta, los grandes líderes de los distintos sectores económicos de nuestro mundo se han encontrado con que ya no tenían la opción de digitalizarse al ritmo y medida que ellos quisieran, sino que estaban abocados a hacerlo a marchas forzadas si querían mantenerse dentro de un nuevo modelo de mercado y que no se les cayera de las manos todo eso que habían construido y negociado y que, hasta ese momento, estaban convencidos de que era suyo y de nadie más.

De pronto, en 2020, el panorama que ofrecen los mercados es enorme y sorprendentemente distinto al que mostraban hace apenas dos décadas. Basten dos ejemplos, el Dow Jones debe dejar fuera de sus estimaciones las cotizaciones de los gigantes tecnológicos para poder definir sin distorsiones cuál es el valor de la economía norteamericana. En fechas recientes, Exxon ha salido de ese índice y ha cedido su lugar a Salesforce. Una petrolífera, cuyo valor en activos tangibles es descomunal ha sido reemplazada por una tecnológica especializada en la gestión de bases de datos cuyo modelo podría ser replicado prácticamente a coste cero. La mismísima General Electric lo ha hecho después de permanecer en él durante un siglo. Adiós, valor basado en el pasado; hola, valor basado en la expectativa de futuro.

¿POR QUÉ VALEN TANTO LOS DATOS QUE REGALAMOS SIN DAR MAYOR IMPORTANCIA?

Los datos, ahora lo sabemos, se traducen en dólares, más allá, mucho más, incluso, de la anécdota del bitcoin. ¿Pero qué son los datos en realidad? Los datos son nuestra vida convertida en información. Los datos somos nosotros y nuestra inercia convertida en estadística predictiva. La economía del dato se basa en la premisa del que el ser humano es un animal de costumbres, si no a título individual, sí como colectivo. Las compañías que saben lo que buscamos, elegimos y consumimos dentro de cada área de actividad humana son capaces de anticiparse a nuestra futura demanda con un margen de error muy estrecho que obvia las extravagancias personales. Y gracias a eso son capaces, además, de condicionar nuestra demanda futura para que ese margen de error sea más estrecho todavía.

Cuando entramos en Netflix o Youtube, o en nuestro feed de Instagram o cualquier otra red social, no solo miramos aquello que queremos, sino que el algoritmo nos propone que veamos lo que parece que nos puede interesar. Esa oferta predictiva a la que llamamos “personalización” no es absolutamente espontánea, sino que implica ya una intención, un objetivo, similar al que el perro del pastor provoca con sus movimientos para conseguir que las ovejas no se salgan del rebaño mientras se mueven de un lado para otro. ¿De verdad creemos que el algoritmo actúa con total asepsia cuando de nuestro comportamiento en la Red se deriva una actividad comercial colosal? ¿Podemos pensar en nuestra total independencia y libertad de elección cuando sabemos que el 90% de las búsquedas de Google no van más allá de los resultados de la primera página?

Imaginemos que nos hubieran dicho hace un cierto tiempo que podrían entregarnos cada semana la estadística de qué es lo que la gente se pregunta cuando está a solas delante de su ordenador. Ningún test, ninguna encuesta realizada por un instituto de investigación sociológica habría podido llegar a conseguir tanta sinceridad tan rápidamente de tantos millones de personas, hasta el punto de que es difícil delimitar ya si encontramos lo que buscamos o si, en realidad, buscamos lo que encontramos. A partir del momento en el que Google trafica con esa información para vender publicidad -y desarrollar futuros modelos de negocio que impidan la huída de las ovejas- nuestros datos dejan de ser inocuos para transformarse en herramientas, cuando no en armas, para el asalto a cualquier fortaleza económica existente.

SI LOS DATOS TIENEN UN VALOR EVIDENTE ¿CÓMO ES QUE NO SE LES DA EL MISMO TRATO FISCAL QUE A OTROS INGRESOS O PLUSVALÍAS?

Los estados, las instituciones públicas, parecen medir solo el valor de las transacciones monetarias a la hora de intentar fiscalizar a las empresas del dato, inhibiéndose de considerar que los datos que cedemos los ciudadanos son una fuente de riqueza, la mayor y más constante de nuestros tiempos. Tasar solo las transacciones -la facturación y los ingresos- es un impuesto que se revela apenas simbólico (y de un importe en realidad irrisorio para las BigTech). Toda esa “dura” negociación en torno a cuánto pagan de impuestos compañías como Facebook u otras lo que hace es distraer en realidad de la verdadera trascendencia del negocio que está en juego, que no es otro que el de la propia supervivencia de los estados democráticos tal y como los entendemos. ¿Suena una afirmación algo exagerada? En realidad, no lo es, si simplemente seguimos avanzando por el mismo hilo que hasta ahora.

Dede el momento en el que el tráfico de datos personales ha hecho posible que aparecieran nuevos jugadores y redefinieran el modelo de negocio de cada sector de actividad, todas las empresas se han visto en la necesidad de digitalizarse (datificarse, nubificarse…) para actualizar su oferta y adaptarla a las nuevas demandas de ese consumidor digitalizado.

De este modo, ya no son solo los datos de la gente los que llegan a las máquinas para su procesado; ahora van llegando también los datos de toda la actividad comercial y productiva del mundo, y con el mismo nivel de detalle que en el nivel anterior, es decir, geolocalizados, calendarizados y tipificados de tantas maneras como se quiera. Bajo la ilusión de facilitarle la vida a las empresas, como anteriormente ha ocurrido con los ciudadanos, las empresas del dato consiguen, de este modo, una información completa y constante de nuestro mundo, a la escala que se desee. Y esto es así, al menos, en el entorno de las economías de mercado occidentales, es decir, en el entorno de los estados mercantiles y mercantilizados nacidos a partir del siglo XV. Nuestras naciones son, más allá de los símbolos de identidad, fundamentalmente una balanza comercial. Sin ir más lejos, lo que llamamos Europa no es más que lo que en su momento fue conocido como Mercado Común Europeo, y resulta evidente remarcar que la política de la Unión apenas ha superado esa fase sin llegar a convertirse nunca en un “estado de estados”.

ELIMINAR INTERMEDIARIOS HA SIDO LA CLAVE DE LA EXPANSIÓN DIGITAL

El estado occidental contemporáneo es esencialmente un gestor de recursos económicos, un intermediario cuya mayor utilidad es la de elaborar presupuestos que favorezcan el crecimiento económico del país, ya sea mediante instrumentos financieros o relaciones comerciales. Por algo a la función pública la llamamos Administración. Pues bien, si algo han dejado ver las empresas nacidas de la revolución digital es que su palanca para el asalto a cada sector industrial ha sido la de la “desintermediación”, la de llegar directamente al consumidor o usuario sin escalas. Desde nucleos centrales ubicados allí donde supusiera menos coste (Irlanda, por ejemplo) se podía llegar directamente al consumidor.

Entonces, una vez que tanto personas como empresas estemos digitalizadas y los datos de unas y de otras afluyan sin cesar… ¿qué impide que surjan nuevos modelos de relación que ya no se limiten al ámbito del consumo privado sino que irrumpan también en los modelos de servicio público? ¿Qué pasaría si el intermediario al que se supera es el propio estado en aras de los siempre prometidos beneficios de eficiencia, ahorro, agilidad… justo esos que tanto echamos en falta en la gestión pública?

¿Qué impide que nazca una app que permita a un ciudadano -o a una empresa- elegir la nacionalidad que más le interesa en cada momento, resida en el país que resida, si con ello se beneficia de un mejor trato fiscal o social? ¿Qué impide que se pueda plantear un sistema educativo supraestatal si con ello se obtiene una mejor educación que la que nos pueda ofrecer el propio sistema de nuestro país? ¿Por qué no ofrecer al gobierno de una nación o región (o, ya puestos, incluso otras subdivisiones no formalmente administrativas, como la “nación-deporte” o la “nación-lgtbiq+”) las ventajas de un sistema inteligente de gestión de recursos energéticos -por ejemplo- si con ello se reduce el coste considerablemente? El mismo esquema de desintermediación, llevado al escalón superior, supone, como de hecho ya ocurre, la externalización de la gestión de recursos a quienes son capaces de hacerla más eficiente, sin que nos preguntemos demasiado qué ocurre después con esa información que hemos facilitado en aras de un mejor servicio público.

¿Suena exagerado? Pensemos, por ejemplo. en cómo opera Salesforce, el líder global de soluciones CRM. Cuando una empresa dentro de un determinado sector industrial solicita una solución adaptada a la especificidad de su negocio, Salesforce le entrega una solución para la que la propia empresa ha tenido que empezar aportando toda la información sobre sus procesos y métodos comerciales, así como su estrategia de crecimiento, para que la nueva solución pueda adaptarse a los objetivos competitivos que se ha fijado. Pues bien, haber pagado por esa “solución” no le da derecho a la empresa a alterarla por métodos propios. Si quiere correcciones deberá recurrir de nuevo a Salesforce, quien, además, podrá basarse en el producto entregado para desarrollar y vender ¡al resto de competidores! la misma solución, ahora con el valor añadido de la especialización.

Lo anterior, en realidad, tampoco es tan nuevo, y hasta goza de un nombre respetable: “economía de escala”. La diferencia estriba en que esa información que obtenemos de un cliente, y que aprovechamos para captar a nuevos clientes, está compuesta ahora de data, es decir, de datos digitalizados, convertidos en unos y ceros, con capacidad para mezclarse sin importar su origen ni procedencia. Incluso dando por sentado el que los datos sean tratados de manera absolutamente anónima, se abren infinitas vías a que surjan nuevos mash-ups, desarrollos híbridos inéditos que correlacionen la información obtenida de usuarios y consumidores con la extraída de las empresas, y que -una vez conseguida esa aleación- sea relativamente sencillo encontrar el modo de revolucionar la relación de los ciudadanos con los servicios públicos, sin necesidad de montar una estructura estatal paralela, es decir, aprovechando la capacidad de desarrollar “en el laboratorio” una nueva forma de servicio público, y proponerla como una solución inmediatamente disponible, sin dejar tiempo de reacción a los gestores del modelo tradicional.

¿TIENEN NACIONALIDAD LOS DATOS?

Desde luego la tenemos quienes los generamos. Imponer tasas o impuestos sobre el volumen de datos traficado, entonces, no debería sonar como algo ilógico, puesto que la riqueza que generamos con ellos no redunda en nuestro beneficio de manera proporcional. Es decir, a día de hoy, los usuarios no disponemos de información en la que podamos saber cuántos datos hemos facilitado a lo largo del día, ni de qué tipo son, ni a quién le llegan, ni qué se hace con ellos. Simplemente recibimos un servicio al que tampoco exigimos ningún informe, ningún saldo, ninguna evaluación ni, por supuesto, ninguna compensación o comisión por el beneficio que obtengan. ¿Cómo hacerlo si, en teoría, son gratuitos? Parece extraño que las mismas empresas que han entendido rápidamente que al acceder al Big Data de los consumidores obtenían una rentabilidad económica, ignoren que los datos que ellas mismas facilitan revertirán en el bolsillo de terceros. Y aún más extraño que los gobiernos sigan actuando como si esa actividad económica solo tuviera una dimensión, la de las transacciones financieras evidentes.

¿Tan raro suena que el gravamen tecnológico no se realizara solo sobre los ingresos contables (eso son cosas de la hacienda pública, que también) sino sobre el volumen de datos traficado por los ciudadanos de cada país? ¿Cuál sería el porcentaje a tasar por los datos que transmite cada ciudadano digitalizado? Así ocurrió con las Bells norteamericanas en el siglo pasado. Demasiada información -demasiado poder- en manos de un solo jugador supone algo más que un riesgo económico; lo es también social.

Aparte de descomponer a los gigantes en unidades más pequeñas, y la consiguiente regulación del mercado para garantizar un número suficiente de competidores en igualdad de condiciones de partida, cabría que se desarrollara un modelo de fiscalidad sobre el volumen de datos gestionados. ¿Podría ser una tasa fija como licencia de tráfico digital, similar a la que se aplica en el espacio radioeléctrico? ¿Podría ser fluctuante según el volumen y/o la tipología de los datos traficados? ¿O en función del número de usuarios cuyo tráfico se gestiona? ¿Podría ser una nueva unidad de medida que reflejara eso tan oído de la “monetización del dato”? Esta reflexión no se plantea realizar un análisis tan exhaustivo, pero sí apuntar que, seguramente, hay una parte considerable del impacto económico de nuestra vida digital que permanece fuera del punto de mira de quienes debieran regularlo con criterios de bien público.

Hay otra más radical, claro. Volver a mirar una vez más a China e intervenir total o parcialmente los servicios digitales, entendidos como sector estratégico, o -dicho de otro modo- que sea el estado el dueño final de los datos, así como el responsable de su control y gestión; que las empresas que se lucran con ellos lo hagan como licenciatarios temporales, es decir, que disfruten de su uso y no de su propiedad.

Se debate en estos momentos en Europa una nueva legislación sobre la industria digital. Llegará, sospecho, tan tarde como las anteriores, porque el mundo digital en constante expansión no tiene precedentes, y por tanto no se puede legislar reactivamente. Si algo hemos comprobado en la última década es que el vacío legal en el que se desenvuelve gran parte de la actividad digital es enormemente difícil de acotar con los métodos de la era predigital. Si todos los elementos del sistema socioeconómico están replanteándose su razón de ser y su manera de hacer, no estaría de más empezar a repensar también cómo puede ser la manera de regular y legislar que responda al mundo tal y como es. Principalmente porque habrá un momento que en este anunciado entorno de inmediatez e inteligencia artificial, las leyes pueden terminar convirtiéndose en papel mojado desde el primer minuto.

Es posible que sigamos creyendo que no hay motivo para tal inquietud; que el día que queramos, podremos dejar sin alimento -sin datos- a las empresas que los digieren y dirigen. Bastaría solo con apagar el móvil, ¿no es así? En ese momento es cuando me viene a la cabeza el simpático HAL 9000, para intuir que esa es una decisión que cada día que pasa se volverá más difícil de tomar.

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* NOTA: En el camino, los usuarios, para ahorrar dinero o molestias, hemos llegado a asumir ser la mano de obra o incluso el ingrediente del nuevo modelo de negocio que se nos ofrecía en principio como “servicio”. Hemos sido las personas las que hemos introducido nuestros datos en los casilleros, durante horas y horas, para ahorrar en el precio del avión, o los que hemos educado a las máquinas al ir relacionando conceptos y enlazarlos en nuestros perfiles sociales con citas, canciones o vídeos una y otra vez. ¿Menos intermediarios? Sí, pero también somos un poco menos clientes, y nos ofrecemos como producto, como comerciales de nosotros mismos, y como eficientes secretarios que recopilan y entregan puntualmente todos los datos que se nos soliciten.

Si has leído hasta aquí 😀 te dejo una pequeña pregunta: ¿No te suena extraño que todas las estadísticas sobre uso de las tecnologías nos cuentan con qué dispositivo navegamos, cuánto tiempo dedicamos y que tipo de aplicaciones usamos? ¿Nos sirven para entender algo esas cifras? ¿Por qué nunca aparecen las de cuántos datos transferimos, de qué tipo son y en qué momento y lugar lo hacemos, por ejemplo? Porque las compañías que los canalizan y analizan sí disponen de esa información. ¿Por qué no se hace pública, entonces, para que todos podamos acceder a una información que contribuimos a generar? ¿Curioso, no?

publicado originalmente en LinkedIn el 19.01.2021

photo: hunter leonard – unsplash

La sociedad disociada

Una de las principales consecuencias de la revolución digital es que por primera vez en nuestra historia la forma y el contenido han comenzado a discurrir por separado. Las implicaciones de esta disociación aún no han hecho más que empezar, pero ya se dejan notar sus efectos, como para anticipar otros futuros.

Hace no mucho tiempo, en una galaxia muy cercana…

Todavía a principios de este siglo XXI la Galaxia Gutenberg gozaba de muy buena salud. Aún éramos capaces de dominar los medios de comunicación, o al menos hacernos la ilusión de que sabíamos lo que eran y para qué servían. Leíamos la prensa, escuchábamos la radio, veíamos la televisión, hablábamos por el teléfono. Lo que se dice, una perogrullada: cada cosa servía para lo suyo, y a ninguno de nosotros se nos ocurría confundir churras con merinas ni mucho menos ponernos a escuchar el periódico o leer la tele.

Pues bien, recién estrenado siglo (y milenio), esa tradición de cien años que nos parecía tan obvia y natural empezó a desmoronarse a una velocidad de vértigo, y sin que nos paráramos demasiado a analizar lo que ocurría, más allá de las consecuencias económicas evidentes del descenso de ventas de los medios impresos o la fragmentación exponencial de las audiencias audiovisuales. Allá por 2005 el lenguaje de programación de la Web, el archimencionado html pegó un salto evolutivo que haría posible que poco más tarde entráramos en lo que se llamó la Web 2.0. Como se decía en este vídeo de 2007 visto por más de 11 millones de personas (me siguen pareciendo pocas), la forma y el fondo dejaron de ir de la mano.

Apenas una frase, un concepto sin aparente trascendencia, esa disociación de formato y contenido representa una de las claves para entender el mundo surgido de la revolución digital y, al mismo tiempo, la apreciable dificultad que muchas personas y organizaciones han tenido y tienen para anticipar sus consecuencias y comprender algunos de los acontecimientos de está nueva época.

Una vez que la forma se separa del contenido nuestra percepción se desestabiliza, se tropieza, y se quiebra nuestra confianza, como con las ilusiones ópticas. Nuestro cerebro está acostumbrado a que si decimos la palabra silla nos estemos refiriendo a eso que llamamos silla, a riesgo de caernos de culo al suelo de no ser así. El desarrollo del lenguaje es una de la grandes hazañas de nuestra especie, y nos cuesta renunciar a su utilidad más básica; la de ponernos todos de acuerdo en qué es cada cosa que nombramos. Hemos aprendido desde niños que la parte formal de las palabras (el significante) y lo que definen (el significado) se complementan de manera absoluta, y esa capacidad que tenemos para ponerle nombre a las cosas es algo que nos hace muy felices (lo que no podemos ponerle nombre nos llena de inquietud, y cuando por fin lo hacemos sentimos que ya es nuestro, que lo controlamos un poco más).

De ahí, por ejemplo, que desde el primer iPhone hasta hoy en día contemplemos como un artilugio inocuo ese smartphone que hemos comprado a nuestros hijos con la misma soltura de cuerpo con la que antes los Reyes Magos nos dejaban los walkie-talkies al lado de los zapatos. Total, su nombre lo dice, no son más que teléfonos, ¿no es así? Qué podrían tener de malo o peligroso. Recuerdo haber sugerido a la responsable de telecomunicaciones del gobierno andaluz en el año 2007 que en las cajas de los teléfonos móviles se indicara clara y visiblemente que no se trataba de un juguete, y que se recomendara su uso bajo la supervisión de un adulto. En aquella conversación informal se encontraba también uno de los altos ejecutivos de Vodafone España, y recuerdo igualmente la mirada entre incrédula y sarcástica que me dirigieron ambos, como si hubiera recomendando el uso del anorak en Écija durante el verano.

La “gamificación” del smartphone y de sus “hijas”, las apps, representaba un poderoso argumento de ventas para las compañías de telefonía que -con la vista puesta en la cuenta de resultados del año siguiente- hicieron de mamporreras para las Big Tech, entonces no tan big. Visto lo visto es posible que no se dieran cuenta hasta que fue demasiado tarde de que sus enormes beneficios a corto plazo palidecían al lado de la trillonada que estas nuevas compañías eran capaces de capitalizar apenas cinco años después.

No, lo que llamábamos teléfono ya no era ni de lejos lo que habíamos aprendido que era un teléfono -ese canuto que servía para hablar con alguien a distancia, ya fuera fijo o móvil- pero seguimos llamándolo de la misma manera, como si fuera un dispositivo doméstico, familiar y controlable. Es solo un ejemplo de que la forma y el contenido no solo se separaron en la manera de programar la Web sino también de que a partir de ese momento, en todo lo relacionado con el entorno digital -es decir, todo- nada terminará siendo lo que parece. Ni siquiera nosotros mismos. Basta darse una vuelta por cualquier red social para descubrir mil y un ejemplos de esta creciente distancia entre lo que mostramos y lo que somos.

Parte de esta esquizofrenia de la nueva realidad digital la alimentamos cada día. Por ejemplo, cuando alguien nos indica que estamos volcando todos los datos de nuestra vida en una “nube” (otro nombre amable y gaseoso que no aclara en absoluto su verdadero, sólido y contundente contenido) y respondemos con un displicente “mis datos no tienen importancia, me da igual que sepan donde estoy o lo que hablo con mi primo”. Con qué rapidez despachamos cualquier invitación a repensar nuestro comportamiento digital y/o digitalizado para “aseguramos” de que no nos quiten el juguete que tanto nos gusta. Total, ¿qué puede tener de peligroso una app para que nuestros amigos vean nuestras fotos y vídeos? No nos pongamos intensos, por favor.

Hace poco más de un año, durante una comida, la directora de la operación en España de una de las mayores redes sociales globales comentaba muy preocupada que sus hijos estaban metidos en TikTok, y que temía que sus datos fueran directamente a China, que a saber lo que allí harían con ellos. No pude menos que indicarle, sorprendido, que de aquellos polvos estos lodos, y que quizás si redes sociales como la que ella representaba hubieran advertido de los peligros que conllevaba usarlas, sobre todo para los menores, a lo mejor se hubiera ahorrado la ansiedad que le provocaba ser “madre de tiktokers”. De nuevo recibí una mirada, esta vez reprobatoria, entre despectiva e indignada, y se levantó de la mesa sin darme una respuesta.

La forma y el contenido, disociados por primera vez en un plano no artístico (como lo fue la pipa que no era, de Magritte) sino real, cotidiano, omnipresente ha terminado por invadir prácticamente cualquier esfera de actividad humana o social, cada vez más allá de los límites digitales. Decía el presidente de General Motors hace un par de años que los automóviles que ellos mismos fabricaban ya eran más valiosos por lo que no se veía que por lo que se veía. Se refería con esto a que los coches digitalizados y conectados habrían devenido en medios de transporte de datos y que, por tanto, su valor residía ahora en todo lo que eran capaz de contarnos mientras los usábamos. Eso… y lo que contaban de nosotros, claro.

Pero seguiremos llamándoles coches, porque cuesta mucho cambiar un nombre que proyecta una imagen con la que nos hemos venido entendiendo durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, también se llamaba coche cuando era movido por caballos, y cuando el señor Ford presentó su modelo T. No es cosa de dramatizar. Igualmente podemos continuar llamando tienda a Amazon, guía de carreteras a Google Maps o mensajería a Whatsapp, aunque esos nombres se queden muy, muy limitados respecto a la naturaleza de estos productos y servicios.

Como en el famoso vídeo de Bruce Lee, los datos -de las compras, los movimientos, los mensajes o nuestros vídeos- fluyen, confluyen y se adaptan a la forma de aquello que los contiene (era una de las cosas que ilustraba Matrix hace veinte años). Podemos seguir ilusionándonos con que conocemos las cosas que nombramos, bajo esas denominaciones que nos son tan familiares, ya sean “oficina”, “academia” o “taquilla”, e incluso otras más aparentemente inaccesibles o imbatibles, como “banco”, «ciudad», “frontera”, “seguridad” o “legislación”. En el momento en el que los datos las inundan en todo su volumen continúan teniendo la misma apariencia, desde luego. ¿Pero seguirán siendo eso que creemos que son? ¿Para qué nos sirven las palabras, una vez que desconocemos su significado? Lo que ha traído la revolución digital es haber extendido la ambigüedad de las palabras con las que tratábamos de definir lo abstracto (amor, libertad, bondad, felicidad…) también a todo lo concreto, dejándolas como un simple decorado de cartón piedra.. Puede que algún día descubramos que no tenemos ni idea de qué es eso de lo que estamos tan seguros de estar hablando. Qué fácil será, entonces, que creamos que la misión de los bomberos es la de encender hogueras, y quemar todo aquello que nos pueda recordar que un día las palabras significaban lo que decían.

publicado originalmente en LinkedIn el 18.01.2021

La pregunta

2006

Una noche de estas de verano madrileño, o de cambio climático, quizás no recuerde bien. Sí recuerdo que debía de ser en algún momento vacacional. Vivía entonces por el centro de la ciudad, cerca de la fuente de Neptuno. Había salido de casa para ir a cenar con algún amigo, con esa sensación placentera de caminar por la capital medio abandonada por sus nativos que ahora nos ha devuelto el covid, ya sin límites estacionales.

Mis pasos se encaminaban en dirección hacia la Carrera de San Jerónimo, en esa encrucijada tan simbólica que forman el arte del Thyssen, la política del Congreso y el joie de vivre del Palace. Precisamente llegando al chaflán donde se abre la entrada al hotel, hacia la parada de los taxis, me pareció distinguir el porte siempre elegante de Fernando Vega Olmos. O tal vez fue su voz inconfundible, con esa cadencia argentina, de timbre agudo, que él solía dejar a menudo en forma de respuesta suspendida en el aire.

«¡Fernando!», alcé la voz desde la acera contraria. Y él alzó a su vez la cabeza, como buscando el origen de la llamada. «¡Fernando!» repetí, ya cruzando la calle y acercándome a donde se habían detenido él y las dos personas -un hombre, una mujer- que le acompañaban.

Incluso de cerca era evidente que yo tenía mucho más claro quién era él que a la inversa. No esperaba otra cosa, de hecho. La huella de Fernando Vega Olmos en mi vida (y sospecho que en la de muchos otros) había sido tan enorme como instantánea. Apenas nos habíamos visto tres veces, durante un brevísimo espacio de tiempo; un día en Santiago de Chile, otro en Buenos Aires, otro en Cannes. Tres momentos fugaces, envueltos en el ruido de un grupo en el que él era el centro de atención y los demás, afortunados espectadores.

Así que empecé tratando de recomponer las coordenadas esenciales como para que supiera -más o menos- con quién estaba hablando. En breve, cuando Fernando era el director creativo ejecutivo de Casares Grey, en Argentina, yo tenía una tarjeta de visita con un cargo prácticamente idéntico en Grey Chile. ¿Nos podíamos considerar homólogos? Sí, pero no. ¿Se entiende la distancia entre un director de cine, pongamos Billy Wilder, y otro director de cine, pongamos Álvaro Sáenz de Heredia (con todo mi cariño)? Pues eso. De esa distante cercanía surgieron nuestros encuentros, que no voy a extenderme en detallar innecesariamente.

Tampoco lo hice aquella noche. Una vez ubicados en el espacio-tiempo, simplemente le transmití el mensaje que había guardado durante años para él: «¿Sabes Fernando? Llevo tiempo queriendo agradecerte algo que hiciste, sin tú saberlo siquiera. Me enseñaste a hacerme la pregunta fundamental, y gracias a ello, cambiaste mi manera de entender la comunicación, de entender en qué consistía mi trabajo y, por tanto, mi modo de vida, que es tanto como decir, mi vida. Así que gracias, muchas gracias, de verdad. No os entretengo más. Que paséis buena  noche».

Le di la mano a los tres, que apenas habían despegado los labios, me giré y retomé mi camino original. Aunque ya sabía lo que iba a ocurrir. Mentalmente iba contando… uno, dos, y… «¡Espera, espera, volvé!». Sonreí para mis adentros y, con toda naturalidad, de nuevo recorrí la distancia que me separaba de ellos y me situé a su lado. «No te podés ir así». No hablaba Fernando, creo que fue la mujer la que me lo preguntó. «¿Cuál era esa pregunta?»

Ahora sí sonreí abiertamente. En parte era extraño, aunque previsible, eso de devolverle a su propio autor así. subrayada, destacada, envuelta en papel de regalo, la frase que él mismo soltó un día entre mil frases más, sin darle importancia y que, sin embargo, había sido el origen de una revolución, una revolución de un solo hombre.

«Ah, sí. claro, la pregunta». Reconozco que me gusté. Pero tengo bula. Gustarse ante un argentino es como hacerle un homenaje. Si hubiera tenido una matera en la mano la hubiera cebado con la misma parsimonia que empleaba don Isidro Parodi antes de responder. Pero no; hubiera sido demasiado teatro para tan poca obra.

La pregunta era… «¿Y esto… para qué lo quiere la gente?».

Y ahí sí, di las gracias de nuevo. No esperé reacción. No la hubo. Me alejé. Hasta hoy, catorce años después, no he vuelto a ver a Fernando. Sí a saber de él, cómo no. Sí a hablar de él, con la misma gratitud de siempre. La del aprendiz que un día, en el taller del maestro, viéndole trabajar, entiende el significado que se oculta tras cada uno de sus trazos precisos, de sus composiciones admirables, e incluso de las que, sin llegar a serlo, siempre albergan un trozo de su esencia.

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2020

Veinticinco años hace que la escuché por primera vez, y ni siquiera de primera mano, sino como reproducción en una cinta magnetofónica de una reflexión en voz alta que el propio Fernando nos había hecho llegar desde Buenos Aires a nuestras oficinas chilenas, allá por el año 95 del siglo veinte.

Y veinticinco años después, en esa pregunta sigo descubriendo todas las respuestas que (me) hacen falta. Con nuevos matices, nuevos giros, nuevas luces, como un manantial inagotable y siempre sorprendente. No deja de maravillarme, eso sí, el que algo tan evidente siga permaneciendo invisible para tantos que creen trabajar en eso de comunicar. Cada vez que recibo un encargo (un «briefing» se dice en la jerga publicitaria) no hay ocasión en que no eche en falta el que alguien, en algún momento, se haya propuesto responder a esa pregunta. Es como si mirar a los ojos de esa gente a la que se le quiere vender algo, lo que sea, les diera miedo.

Tal vez el miedo de que, al mirarles, ellos mismos se sientan igualmente mirados, desnudos. Citando a Anaïs Nin: «las cosas no son como las vemos, vemos las cosas como somos». O quizás, simplemente, es que a nadie le importa ya tanto lo que la gente quiere. Ya lo dijo el emperador: «que me odien siempre que me teman».

Gracias, Fernando, una vez más.

 

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Lo imposible

El coronavirus introduce un tipo de shock nunca antes visto (si no, no sería shock), el de la pandemia en la era digital, es decir en el momento en el que las medidas de control ya no es necesario que sean físicamente evidentes. Al margen de que se encuentre antes o después la vacuna y se salven más o menos millones de vidas, el clamor inmediato de la mayoría superviviente será una reedición del “nunca más”. Y la respuesta bien podría ser la de introducir nuevos protocolos de seguimiento y vigilancia médica que, aunque vulneren una capa más de nuestra intimidad, nos protejan de que se dé el caso de un nuevo paciente cero no detectado de cualquier futuro virus y capaz de iniciar otra pandemia en cualquier momento.

Cada crisis de seguridad, y la del coronavirus lo es, ha acarreado generalmente la misma serie de efectos. Son los mismos que, por mucho que se repita una y otra vez, sirven de soporte a la célebre “doctrina del shock”. La angustia y el terror provocado por el “choque”, ya sea la caída de las Gemelas, la de Lehman Bros o la gripe aviar conducen a un asombro paralizador en la población, noqueada por un suceso “imposible de creer”. Inmediatamente ese miedo nos revela la fragilidad de nuestras bases y creencias más sólidas, provocando un efecto dominó que “contagia” a todas nuestras referencias y asideros. Si algo que es imposible ha sucedido, entonces todo es posible.

Ahí es donde cualquier información es cuestionada y toda mentira valorada; se diluye la barrera que protegía nuestras certezas, y el cerebro, tanto el individual como el colectivo comienza a perseguir desesperadamente nuevas certezas para no perder pie y volverse loco. En esa ansiosa búsqueda el análisis tranquilo y meditado ya no tiene lugar. Los argumentos inmediatos y simples serán por tanto los más fácilmente aceptados, puesto que son los más deseados. Queremos una respuesta tan rápida como el rayo que nos acaba de partir por la mitad.

Es en este momento cuando somos capaces de aceptar las proposiciones más radicales, las mismas que hubiéramos rechazado con indignación cinco minutos antes del impacto. De la caída de las Gemelas surgió un nuevo protocolo de vigilancia de las transmisiones entre ciudadanos que nos hubiera recordado a las escuchas de la Stasi y que hoy ya vivimos como algo natural. De la crisis financiera del 2008 surgió un nuevo marco de relaciones laborales que terminó casi por completo con las garantías alcanzadas por décadas de lucha obrera y estado del bienestar, entre otras mil consecuencias, algunas de mucho más calado aunque menor visibilidad aparente.

En cada caso, las crisis conducen a una petición clamorosa de mayor seguridad, mayor vigilancia, mayor control para que no nos vuelva a ocurrir lo mismo. En cada crisis cedemos una parcela de libertad a cambio de una mayor dosis de seguridad; una obligación más, un derecho menos. Nada nuevo bajo el sol.

El coronavirus introduce un tipo de shock nunca antes visto (si no, no sería shock), el de la pandemia en la era digital, es decir en el momento en el que las medidas de control ya no es necesario que sean físicamente evidentes. Al margen de que se encuentre antes o después la vacuna y se salven más o menos millones de vidas, el clamor inmediato de la mayoría superviviente será una reedición del “nunca más”. Y la respuesta bien podría ser la de introducir nuevos protocolos de seguimiento y vigilancia médica que, aunque vulneren una capa más de nuestra intimidad, nos protejan de que se dé el caso de un nuevo paciente cero no detectado de cualquier futuro virus y capaz de iniciar otra pandemia en cualquier momento.

¿Quién se opondría hoy a que a partir de ahora todos tengamos que llevar un chip subcutáneo que informe de nuestro estado de salud en tiempo real si con eso tenemos la seguridad de que otro posible coronavirus no llegue nunca a propagarse como lo ha hecho el actual? ¿O a que, como en la película Gattaca, se haga un análisis de sangre o saliva todas las mañanas al entrar en el trabajo, o en cualquier espacio público, empezando por los colegios de nuestros hijos? ¿Quién se negaría si además le ofrecen la ventaja de descubrir a partir de ese momento el primer indicio de una posible enfermedad, con el consiguiente ahorro de dinero en medicamentos y de malos tragos?

¿Quién pensaría en los efectos secundarios de ese control tan saludable? Efectos que podemos suponer y también otros que comienzan a incurrir por el camino de la distopía. ¿Acaso no se da acceso y publicidad de la morosidad financiera de cada uno y se elaboran las famosas “listas negras” para que los demás queden avisados? ¿Por qué no, en aras de la misma prevención, se pueden plantear esos perímetros de protección respecto a nuestras “deudas” de salud? Suena imposible, ¿verdad? Todo lo distópico lo es hasta que buscamos respuestas desesperadas a lo que no esperábamos que nos ocurriera.

Por estirar un poco más el argumento morboso de ahondar en lo imposible. Algunos países como Italia o España han decretado el confinamiento preventivo de la población en sus domicilios, una medida que hemos recibido con mucha menos angustia (incluso con alivio) que en casos similares del siglo pasado gracias a la existencia de herramientas digitales que permiten el teletrabajo. Avancemos un poco en el tiempo, la crisis del sistema sanitario se ha superado, y toca volver a nuestro puesto en el lugar de trabajo. ¿Pero quién nos garantiza que cualquiera de nosotros no tenga una enfermedad indetectada y que no estemos en riesgo de que todo vuelva a empezar? ¿Quién asegura que no late una cepa vírica dormida en el organismo de cualquier trabajador que pueda activarse en el momento menos pensado? Sería sano que todos demostráramos nuestra buena salud cada día, ¿verdad? Por todos nuestros compañeros y por nosotros los primeros. En caso de duda, además, mejor mantener la distancia de seguridad. ¿Por qué no aprovechar para eliminar puestos de trabajo que se han demostrado innecesarios durante la crisis? ¿Por qué no reducir el exceso de plantilla aprovechando que es “por la salud de todos”? ¿Y si muchos de los que hemos salido un día de la oficina ya no pudiéramos volver a entrar y fuéramos señalados por ello no como víctimas sino como potenciales culpables?

La conspiranoia habitual es la que dice que el objetivo de la guerra biológica -considerando el coronavirus como parte de esa guerra- es el de diezmar a la población. Es una hipótesis que abunda en la doctrina del Club de Roma y de otros lobbies que apuntan a la superpoblación del planeta como el gran factor responsable de nuestros problemas. ¿Pero acaso no ha sido la cantidad la que nos ha conducido a la multiplicación exponencial de nuestras capacidades, también las científicas y tecnológicas? Es difícil separar lo que es problema y lo que no lo es a la hora de analizar una situación. Intervienen aspectos tan difusos como situar temporalmente el inicio y el fin del período a analizar o los rangos de lo que podríamos considerar “excesivo”. Pecando de redundante, excesivo es lo que nos supera, lo que excede a nuestro control. La población, en ese sentido, no sería ni mucha ni poca sino controlable o incontrolable. Aquí es donde el objetivo de una guerra biológica difiere del de las guerras de los siglos pasados, no tanto el de causar bajas como el de imponer medidas de control de la población cada vez más estrictas. Basta acudir a la Máquina de “Matrix” para aventurar el límite último de ese escenario de millones de individuos sometidos al máximo nivel de confinamiento posible.

Dejando ya el terreno de la distopía, la crisis del coronavirus es sanitaria, de seguridad y, sobre todo, de confianza, como lo han sido todas las crisis previas, la del terrorismo islamista, la de Lehman, las medioambientales, la de los refugiados sirios, etc, etc. Crisis por capítulos de un modelo de civilización en declive y transición hacia otro muy diferente.

La del coronavirus es la primera pandemia, además, que hemos transmitido por las redes sociales en este nuevo multiverso mediático en el que todos somos emisores y receptores simultáneos. El big data que estamos generando, una vez analizadas sus dimensiones y correlaciones va a permitirnos, por ejemplo detectar los indicios previos a enfermedades como nunca antes, pero también va a permitir perfeccionar el conocimiento previo de la velocidad y forma de propagación de una noticia alarmante, así como de su impacto en todos los ámbitos (financiero, social, político…), y sobre esos modelos realizar nuevos “ensayos” de choque y modelos de predicción más certeros.

El factor social media supone un paso más, también, en la escala de eficiencia a la hora de infundir alarma, ansiedad, miedo… en una población. Apenas hace medio siglo la inversión necesaria para someter a la población de un país era enorme. Baste recordar la de millones de dólares y miles de vidas humanas que se cobró el ejercicio de poder y control de la población de Argentina, Bolivia, Chile y otros países latinoamericanos mediante golpes militares y dictaduras. El coste de financiar corrupción, policías paralelas, asesinatos selectivos o indiscriminados, ocultación de pruebas, propaganda, desinformación, impunidad… era considerablemente más elevado que el que hoy se necesita para mantener a la población de todo un planeta asustada en sus casas y pidiendo árnica en forma de leyes cada vez más restrictivas con la libertad individual. Gracias a la globalización acelerada de los medios de comunicación, el efecto dominó del miedo y la desconfianza es hoy más accesible y barato que nunca.

Cada vez cuesta menos colapsar un sistema enormemente interrelacionado como es el actual escenario global. A eso se refería Asimov en su “trilogía de la Fundación”; cuanto más intradependiente es el sistema, más rápido es su colapso. La del coronavirus no es una crisis sanitaria, es otra cara más de una crisis de sistema. Quizás toque aquí aprender precisamente de los expertos en ciberseguridad, que son los que se enfrentan con asiduidad a virus tan imprevisibles y globales como el actual. ¿Cuáles son los “cortafuegos”, los almacenes de respaldo, los cambios de hábito que necesitaríamos habilitar para que no lleguemos a un apagón de nuestro sistema de derechos tan brutal que después, tal y como ocurrió con la caída del Imperio Romano, nos cueste muchos años, demasiados, en volver a reiniciar? Por el momento, creo que voy a aprovechar este momento de impasse para volver a ver “Las uvas de la ira”, de John Ford, aunque solo sea para no olvidar lo inolvidable.