Una de las gordas

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

In Italy, for thirty years under the Borgias, they had warfare, terror, murder, and bloodshed, but they produced Michelangelo, Leonardo da Vinci, and the Renaissance. In Switzerland, they had brotherly love, they had five hundred years of democracy and peace. And what did that produce? The cuckoo clock.

(Orson Welles, The Third Man, 1949)

Cuando nos preguntamos qué tan gorda será la que nos está cayendo, escucho y leo muchas respuestas de carácter más o menos técnico, casi siempre referidas a coyunturas económicas, geopolíticas o tecnológicas sucedidas con anterioridad (aunque tampoco mucha). Mi manera de enfocarlo desde hace más de veinte años va por otro lado, menos habitual, aunque no por ello -creo- menos evidente para quien quiera verlo.

La manera más rápida de explicarlo es con el esquema que ilustra este texto. Cuatro grandes revoluciones en la manera en la que los humanos nos contamos el mundo y nos comunicamos entre nosotros. Cuatro grandes hitos en unos doscientos mil años desde que el primer sapiens sapiens se estima que dejó su primera huella. Si, como parece, lo importante escasea y lo escaso importa, estos cuatro “monolitos” del “storytelling” humano son para hacérselo mirar. 

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Lo digital es una revolución comparable en su impacto y amplitud a la que en el s.XV provocaron dos revoluciones tecnológicas: la revolución náutica (las nuevas embarcaciones que permitieron adentrarse en los océanos), y la imprenta de Gutenberg. Internet, o mejor la world wide web, supone una revolución similar a la de estas dos innovaciones juntas. El mundo se achica, la transmisión de ideas se acelera. Desde entonces -contando incluso con el salto que supusieron la revolución industrial, el tren, el automóvil o la TV- no se había creado nada capaz de reventar la sociedad y la cultura desarrollada por los modernos estados mercantiles que surgieron en el s.XV.

Lo que Internet y la interactividad en red causan al incorporarse a nuestra cotidianeidad social es una transformación inédita de la relación espacio-temporal en la que hemos vivido hasta hace bien poco. Sin entrar en demasiados detalles, en el s.XV, se produce una revolución en nuestra manera de entender el planeta, cuyos límites pasan de borrosos a definidos, de disuasorios a deseables.

De pronto, un cacereño se iba al otro lado del mundo y volvía, con suerte, enriquecido. El mundo, se convertía en algo abarcable dentro del plazo de una vida humana, e incluso varias veces. Algo que, un siglo antes apenas podía pensarse, cuando las coordenadas en las que se enmarcaba la tierra conocida eran mucho más próximas entre sí, véase el Mediterráneo de las Cruzadas, por ejemplo. En combinación con esa drástica miniaturización del planeta -que quedaba reducido en nuestra visión mental- a partir de las carabelas tomamos conciencia de que había cosas que iban y venían hacia y desde el otro confín de un planeta que nos habían descubierto redondo.

La aparición de la industria editorial potencia ese enriquecimiento, al favorecer que una idea viajase también de un lado a otro del mundo mucho más rápidamente, empaquetada y trasladada en pequeñas cajitas de papel; y que fuera capaz de generar movimientos sociales entre sociedades que no mantenían contacto físico entre sí. El texto impreso se convierte en el vehículo transcontinental que transportará las nuevas ideas revolucionarias que aceleran la transformación del mundo. En solo tres siglos, los poderes detentados por gracia divina durante milenios se derrumban, en gran medida, gracias a ideas diseminadas en libros que cada vez más gente corriente puede leer. La expansión de la galaxia llamada Gutenberg se asentó sobre una industria que haría crecer el mercado de los libros y que fue provocando que cada vez más y más lectores se convirtieran en periodistas, escritores o enciclopedistas.

Aun así, casi a punto de terminar el siglo XX, la mayoría de la gente ni siquiera soñábamos con escribir un libro que llegase a los ojos del público. El principio de autoridad que se había descabezado con la guillotina se mantenía intacto en la esfera de la cultura. Para escribir algo que mereciera la pena, había que superar muchos filtros. El del talento, el del tiempo, el del editor, el del crítico, el de la promoción y la venta. Y así se mantuvo hasta que llegó Internet. Hasta ese día en el que las personas descubrimos que ya no hacía falta talento especial para que nuestra opinión fuera publicada. 

Ni talento ni el tiempo que antes era factor imprescindible. Adiós, tiempo de reflexión, de búsqueda, de preparación… chau, tiempo para la publicación, que ya es inmediata. Au revoir, editor y crítico o, mejor dicho, nosotros mismos nos alzaremos para ser nuestros propios editores y críticos. Finalmente, si es que uno quería vender lo publicado, si quería multiplicar el número de sus lectores, había formas -o se prometían- de hacerlo sin gastar nada. Completamente gratis. Los espectadores nos transformamos en comentaristas, pero no por mucho tiempo; al rato evolucionamos a creadores de contenidos. 

Más o menos a partir de 2006, con la Web 2.0, con las RRSS, el texto ya era publicable por cualquiera, cuando, de pronto, el smartphone hizo posible que la imagen comenzara a reemplazar al texto. En 2020 ya todo el mundo emite, todo el mundo transmite. Aunque no sepas escribir, puedes crear contenidos y puedes publicarlos gracias al nuevo dispositivo con el que grabar y editar imagen y sonido. El siguiente paso, aproximadamente en 2030, tal vez antes, es el metaverso, es decir, de navegar a sumergirnos en la Red. En la dimensión metaversal nosotros mismos nos encarnamos en contenido. 

Criterio en cantidad

En realidad, lo que se cumple con Internet es que aquella declaración de los derechos universales que establecía que todos los hombres son iguales, que todos tienen libertad de expresión, ha ido evolucionando y deviniendo en que todas las opiniones expresadas son iguales y -por supuesto- tienen todas el mismo valor. 

A partir de una definición de igualdad hemos llegado a otra definición de igualdad, pero no tan igual, en la que apenas un pequeño matiz revela el cambio radical respecto al modo en el que se adquiere y transmite el conocimiento. La revolución burguesa, que perseguía dar voz al pueblo llano, ha culminado su ciclo. El último vestigio de la penúltima aristocracia, la del conocimiento y el saber, rueda por los suelos. El principio de autoridad es reemplazado por el de coincidencia, convergencia, o cantidad. Si todas las opiniones valen por igual, la única manera de saber la que hay que destacar, aquella a la que hay que prestar atención, será la que un mayor número de personas haya decidido apoyar.

De este modo, los prescriptores expertos son reemplazados por influencers. Es decir, los que se habían formado previamente y se habían ganado el atril para poder hablar, ahora son reemplazados por los que ocupan el atril y se ganan respeto según su capacidad para acumular seguidores; no tanto por el conocimiento demostrado, sino por el que se va autoafirmando por aclamación. Los críticos de cine, de gastronomía, de turismo, van siendo reemplazados por las puntuaciones anónimas. Las cartas al director por los “zascas” en Twitter. Los debates, por veredictos polarizados. La información, por la reafirmación. Queremos saber que estamos en posesión de la verdad.

La reflexión racional es sustituida por la reacción emocional. La empatía por la simpatía. El juicio crítico, por el prejuicio. El conocimiento de base pasa a ser sustituido por el conocimiento funcional de aplicación inmediata. Lo que tenía que invitar a plantear preguntas o dudas se convierte en un recurso para adquirir respuestas, sin cuestionarlas. Las ideas son reemplazadas por los datos. El proceso científico de inducción y deducción, por la previsión estadística. Los medios unidireccionales en un mercado plural son reemplazados por plataformas nodales de intercomunicación en las que cada usuario es un medio independiente, sí, pero todos ellos cautivos dentro del mismo monopolio.

Todo esto sucede en un espacio virtual, desvinculado del plano físico, del territorio vital. Los lazos de cohesión territoriales del vecindario, el barrio, el pueblo, la ciudad, la región, el país, se debilitan enormemente hasta llegar, como en las grandes ciudades ocurre, a prácticamente desaparecer. Cuatro mil millones de personas o más, compitiendo unas con las otras, aceptando solo a los que las reafirman en su manera de ver las cosas y distribuidas por un espacio intangible en el que las emociones son las nuevas razones.

Son las nuevas razones de casi cualquier elección o decisión. Este es el actual mercado global en gran medida. Por supuesto que lo físico permanece. Pero nuestra cabeza pasa cada vez menos tiempo dentro de él, hasta el punto de haber aceptado como válido el que el Internet de 2020 siga siendo en realidad algo tan inocuo como cuando mandamos aquel primer email allá por los primeros años 90, mientras pasamos una media de más de cuatro horas al día interactuando con los dispositivos digitales. Porque todo corre y se mueve ahora mismo por un entorno digital, aunque tengamos la impresión de cambiar de medio, del programa televisivo al artículo del periódico.

También es digital el entorno en el que nos desplegamos para trabajar, comprar, divertirnos, comunicarnos, relacionarnos o incluso medir nuestras zancadas mientras corremos o acompañar nuestra respiración cuando nos ponemos a dormir. Hemos sido considerablemente inocentes o despreocupados respecto al otro gran básico que supuso y trajo la interactividad; que cuando tú miras hacia algo también te dejas ver, y mucho más de lo que crees. Basta darse cuenta de cómo se ha reacondicionado Wall Street para obtener un indicador claro y fiable de la potencia del impacto digital.

En la cima del escalafón del valor bursátil se ha instalado en nada y menos una nueva especie o estirpe de empresarios “telépatas” que se sientan a nuestra mesa sin habernos advertido de su capacidad para leernos el pensamiento, al menos inicialmente. Y ahora llevan ya tanta delantera, están ya tan aposentados, que han dejado de disimular esa capacidad telepática. Lo más sorprendente es que ni siquiera contándonoslo abiertamente aceptamos creerlo. Ni siquiera cuando Facebook es acusado ante las autoridades, y se demuestra que manipula las emociones de sus usuarios para que se queden más tiempo dentro de sus “instalaciones”, cuando nos dicen que esas prácticas provocan conflictos, y algunos tan violentos como para llegar a enfrentamientos armados en alguna comunidad africana, abandonamos o cuestionamos o castigamos con el látigo de nuestra indiferencia a las redes de Zuckerberg. ¿Por qué?

Quizás porque la opción contraria, la de negarnos a usar sus servicios, no solo los de Meta, los de todos los demás, se nos antoja ya muy incómoda, prácticamente imposible de realizar. Así que la transición hacia una sociedad digitalizada en la que hemos cambiado prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, se ha cumplido sin apenas resistencia ni escándalo, y mostramos, en cambio, un enternecedor síndrome de Estocolmo.

Amanece, que no es poco

En los próximos años, las empresas que manejan la tecnología digital y sus extensiones intentarán afrontar aún más su asalto a la jerarquía de poder que se mantenía más o menos similar desde el nacimiento de la Europa mercantil en el siglo XV. Habrá tensiones. Habrá pequeños pasos atrás, no tan pequeños, claro, como siempre los hubo en cada cambio de paradigma. También, después de la Reforma de Lutero llegó una Contrarreforma desde Trento, pero no fue aquella una tensión que se llegara a resolver, ni mucho menos, con calma. Las guerras de religión (de poder) entre los que avanzaban y los que retrocedían arrasaron el continente europeo y, de paso, el imperio español. Me atrevería a pronosticar que si llegara a haber un gran conflicto bélico no será a causa de una disputa de lindes territoriales como la que creemos estar viendo entre Rusia y Ucrania, sino fruto de la colisión de dos dimensiones de naturaleza opuesta, pero ambas alimentadas por lo humano, por la interacción humana. A un lado, la dimensión tangible de siempre. Al otro lado, la dimensión intangible, la que apenas conocemos, la que apenas nos esforzamos en conocer.

Es decir, por un lado, la sociedad que se basó o se ha basado en la economía de mercado y del intercambio de bienes y servicios. Por otra, la sociedad disociada, jerarquizada por la posesión del tiempo y la percepción. En medio de ese camino hay una etapa intermedia que quizás estamos idealizando con el nombre de Metaverso y con la que estamos hablando de una nueva vuelta de tuerca digital, la que nos permitirá o forzará el acceder a la red de un modo necesariamente inmersivo, borrando así los límites entre una dimensión y la otra, entre la dimensión tangible y la intangible, y dejándonos a las personas la muy dudosa libertad de elegir cuando queremos entrar o salir de él, a sabiendas de que los dueños digitales tienen como principal objetivo el que pasemos el mayor tiempo posible dentro de sus recintos. No parece que ahora vayamos a presentar demasiada resistencia. Ni las personas, ni las empresas o los servicios públicos. Hay muchos beneficiarios en un cambio de la jerarquía de poder a los que les interesa impulsar esa transición. También los hay, que les interesa mantener el statu quo, pero es ya tradición que el recién llegado llegue con más empuje, con sus fuerzas intactas y sus estrategias inéditas.

Más de uno, además, de los que impulsan esa transición, tiene un pie también en los que impulsan la fuerza contraria, no vaya a ser que se queden sin ganar, sea cual sea la dimensión que termine por imponerse en esta nueva etapa, la de la inmersión en la red. Una vez desplegada en su totalidad, descubriremos, entre otras cosas, cómo nuestras emociones terminan contabilizándose, como cualquier otro de los datos aparentemente objetivos que hemos ido entregando hasta ahora. De pronto, serán las emociones las que generen la posibilidad de que se creen nuevos algoritmos, que se comiencen a procesar cálculos emocionales y a generar datos que se devuelvan a sus usuarios, no ya como información, sino también como emoción, que alcancen directamente a nuestro cerebelo sin ser detectados por el radar.

Esto que he tratado de resumir en unas líneas es una manera de contar lo que ha ocurrido o está ocurriendo. Sea como sea, me parece que no estoy hablando del futuro y sí del pasado o, quizás, como mucho, del presente. Sin embargo, nos empeñamos en desconocer y en valorar o manejar este despliegue, esta evolución, estos cambios, como si fuéramos nosotros los que controlamos la transformación digital, y no a la inversa.

El conflicto no será entre naciones. El conflicto podrá estallar en cualquier sitio, en cualquier territorio, con cualquier chispazo. Las empresas del dato fundamentalmente son norteamericanas, pero no las únicas; otras “empresas” digitales en China son parte del “aparato”, como lo son en Rusia, como otras fuera de nuestro ámbito de occidente, en el que no temíamos amenaza tecnológica externa alguna hasta que un exceso de cortoplacismo nos la hizo real como la vida misma. Y luego están los hackers no alineados, los colectivos rebeldes o mercenarios, etc… El paciente cero pudo ser ese poder estructurado en torno a lo mercantil, en torno a lo que es o ya fue, tan antiguo que él mismo se ha ido enredando en su propia trampa sin capacidad para poder renovar la seducción de esos mercados que engendró, y que como los cuervos que uno mismo ha criado, no atienden ni lealtades ni razones salvo su avidez por descubrir nuevas joyas de las que apoderarse para seguir acumulando riqueza.

El sucesor, al que recibimos originalmente con aplausos, pensando que vendría a devolvernos la esperanza de la verdadera redemocratización, se encarna en Google, Meta, Apple, Microsoft, Amazon, que han conseguido guiarnos hasta las mismas puertas del Metaverso prometido, en el que nadie será quien no sueñe haber sido.

¿Qué pasará, entonces, cuando una oficina pública, pongamos, la que concede las ayudas a los proyectos innovadores y digitalizadores, o la oficina virtual de atención al cliente de un banco, abran sus “puertas” en uno de esos “metaversos” convenientemente nutridos de plataformas y nubes? ¿En manos de quién queda el rastro de esas operaciones, de esos datos y metadatos intercambiados?

No me refiero a los datos nominales, claro (¡salvemos la privacidad!) pero sí los datos anonimizados. Ahora, cuando el Banco entre en el metaverso estará obligado a asumir que el alcalde-presidente de la “parcela” en la que abre su nuevo portal no es un servidor público sino un organismo privado, a quien tendrá que rendir información suficiente como para que aprenda cada día un poco más de su modelo de negocio. O cada segundo, porque en la misma dimensión digital, ya lo hemos visto, tendrán sus puertas abiertas todos los bancos. Cuando todo un sector, ya sea privado o público, a nivel nacional, local o regional, empiece a brindar sus servicios al usuario metaversal, comprando parcelas al dueño no solo del terreno sino también de la maquinaría, ¿quién será el propietario y quién el capataz?

Tanto poder en desplazamiento es posible que haga aflorar en algún momento el conflicto ahora latente. Nadie ha entregado un estado de poder sin resistencia, ¿por qué tendría que ser así ahora?. ¿Entonces, el conflicto dónde va a empezar? ¿Entre países? Puede, pero de un modo tan directamente responsable como aquel atentado que hizo detonar la primera Gran Guerra, movido por unos hilos que se manejaban muy, muy lejos de donde el pobre archiduque voló en mil pedazos. Del mismo modo, nos enteraremos mal, tarde o nunca de cómo empezó todo. Lo que sí será previsible es que sea ese el conflicto del que resulte una sociedad rendida voluntariamente al control, o que esté mucho más tocada y controlada por la previsibilidad. Con el sanísimo propósito de que nada malo nos vuelva a ocurrir, ¿no? O bien, quizás, una sociedad que regrese a la oscuridad de la Edad Media, que renuncie al avance que supone la digitalización en tantas cosas a cambio de no perder por completo el control, de no ceder el control por completo en manos de unos pocos, de los dueños de una tecnología que nadie más que los que la diseñan, y ni siquiera ellos, serán capaces de contener o de controlar.

Lo que sí parece ya evidente es que cada vez que el “monolito” de la comunicación se vislumbra en nuestro horizonte, podemos esperar convulsiones pero no calcularlas; podemos alegrarnos o temer por ellas, lo que -francamente- da un poco igual a gran escala; podemos tratar de disimular nuestra preocupación, retrasar el momento de hacer sonar la alarma o incluso tratar de escabullirnos por la puerta de atrás, de noche, cuando nadie más mire. Pero que un cambio de ciclo nunca es pacífico, de eso, my friend, puedes tener la más absoluta seguridad.

It has been said that history repeats itself. This is perhaps not quite correct; it merely rhymes.

(Theodor Rike)

(publicado originalmente en LinkedIn el 12.09.2022)

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